Franz Kafka, cien años: la importancia de sus aforismos
Fragmento de “Aforismos” (sello editorial Debolsillo), uno de los libros menos conocidos del escritor checo de quien se conmemora un siglo de su muerte.
Especial para El Espectador *
Prólogo
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Prólogo
Por Jordi Llovet
«Una jaula salió en busca de un pájaro.» Esta enorme paradoja, que por sí misma resume el mundo extravagante, o cuanto menos sorprendente, de la mayor parte de la obra narrativa de Franz Kafka, no forma parte de ella, aunque podría hacerlo, sino de la serie de aforismos que el autor escribió y revisó entre 1918 y 1924, año de su muerte. Cuando, en septiembre de 1917, los médicos de Praga diagnosticaron la tuberculosis pulmonar a Franz Kafka, este solicitó un largo permiso al Instituto de Seguros para el que trabajaba, con el fin de pasar una temporada de reposo en la casa que Ottla, su hermana preferida, ocupaba por entonces en el villorrio de Zürau, hoy Siˇrem, no muy distante de Praga. Allí Ottla, en compañía de su marido, se encargaba de la explotación de una finca agrícola. Las lecturas que Franz Kafka realizó durante esta estancia de reposo, sumadas a que, por aquel entonces, y simultáneamente, inició las últimas conversaciones con Felice Bauer encaminadas a separarse de ella para siempre –pues era ya plenamente consciente de la gravedad de su enfermedad–, son posiblemente la clave más verosímil y fidedigna para entender que Kafka, que hasta entonces nunca había practicado la escritura sistemática de aforismos, se dedicara con cierta intensidad a ellos y les ofreciera el sentido existencial que en general poseen, como se verá.
Desde otro punto de vista, las biografías pormenorizadas de Kafka, así como los datos autobiográficos que el escritor aporta en sus diarios y en su correspondencia de esos meses, indican que el escritor leyó, a finales de septiembre de 1917, siempre en la casa de Ottla en Siˇrem, una colección de historias y cuentos hasídicos –el hasidismo es la corriente mística más importante entre los judíos del este de Europa en los siglos XVIII a XX– publicados en la revista Jüdische Echo. Esta lectura despertó en Kafka el siguiente comentario, que se encuentra en carta a su albacea Max Brod: «Las historias hasídicas del Jüdische Echo no son quizá las mejores [cosa que significa que Kafka ya conocía otras, algo nada extraño, pues corrían de boca en boca en los ambientes judíos de la Praga de la época], pero, sin que sepa explicarme el por qué, estas historias son las únicas cosas judías en las que me reencuentro de inmediato y con las que me siento enseguida en mi casa, con independencia de mi estado espiritual...».
Esta no es la única lectura que vincula la faceta aforística de la obra de Kafka con una larga tradición, judía o no, de las letras europeas: el escritor dedicó también aquel período vacacional a leer el Antiguo Testamento, así como diversos opúsculos de Kierkegaard, parte de la obra de Schopenhauer, los diarios de Tolstoi, pasajes de Maimónides y dos libros de Martin Buber (por cierto, uno de los autores fundamentales para reafirmar el ánimo y las intenciones sionistas de los judíos de Centroeuropa durante el primer cuarto del siglo XX). Si a esto se añade que, mientras se dedicaba a la redacción de estos aforismos, Kafka recibió en la citada población un opúsculo sobre el teatro yídish escrito por Jizchak Löwy –el actor dramático que más influyó en la identificación de Kafka con algunos de los aspectos fundamentales, no los litúrgicos, mas sí los culturales, del judaísmo de su tiempo–, y que se tomó la molestia de revisar este manuscrito hasta convertirlo en un texto propio, «Sobre el teatro judío» (en el volumen III, Narraciones y otros escritos, de las Obras Completas de Galaxia Gutenberg y Círculo de Lectores, pp. 586-590), se entenderá que esta serie de aforismos que aquí se presentan como libro independiente constituyan una de las más claras afirmaciones de la judeidad de Kafka, y sin duda, en toda su obra, la ocasión en que se hizo patente con mayor claridad dicha filiación o, cuanto menos, afinidad.
Por lo demás, hay que entender que los aforismos de Kafka no son más que una «adaptación» en formato breve, o una «concentración» específica, de una «tendencia» kafkiana hacia la cuestión judía, a su espiritualidad y a su mística, que se remontan a los años de formación del escritor. Ya en una fecha tan temprana como el primero de noviembre de 1911, Kafka había escrito en sus diarios: «Hoy, empezado a leer con avidez y gozo la Historia del judaísmo, de Grätz. Como mi deseo de leerla se había anticipado mucho a la lectura, al principio me resultó más ajena de lo que esperaba y tuve que pararme de vez en cuando para que, con el reposo, mi judaísmo se concentrara». Asimismo, en febrero de 1912 Kafka había escrito, y dictado en el ayuntamiento judío de Praga, una «Conferencia introductoria sobre la jerga», es decir, sobre la lengua yídish, sin duda en la estela de la influencia que sobre él ejerció el ya mencionado Jizchak Löwy, a quien conocía y admiraba desde 1911. Así, en los diarios de Kafka se lee con fecha 14 de octubre de ese año: «Una vez acabada la función, esperamos todavía al actor Löwy, al que yo querría admirar de rodillas en el polvo». Basten esas referencias para dar a entender al lector que el judaísmo de Kafka, lejos de consistir en una anécdota biográfica, como han supuesto algunos intérpretes de la obra y de la vida del autor, significó algo de enorme influencia tanto en una como en otra, con independencia de que Kafka acudiera o no a la sinagoga, y lo hiciera con más o menos gusto, según se lee en su famosa Carta al padre, que contiene algunos de los pasajes más esclarecedores acerca de la cuestión que aquí se dilucida: «Tampoco podía refugiarme en ti [es decir, en su padre] en el judaísmo. De por sí, el judaísmo habría podido ser nuestro punto de encuentro o nuestro común punto de partida. Pero el judaísmo que me transmitiste fue muy peculiar ... De pequeño, siguiendo tu criterio, me reprochaba el no ir bastante al templo, no ayunar, etc. ... Más adelante, en mi primera juventud, no comprendía cómo, siendo el judaísmo para ti algo tan insignificante, podías reprocharme que yo (aunque solo fuera por devoción, como decías) no me esforzase en cultivar también esa insignificancia ... Pasado algún tiempo, empecé a ver el asunto con otros ojos, y por fin comprendí por qué creías que en ese terreno también quería traicionarte arteramente. Tú, hijo de aquella especie de gueto que era la pequeña comunidad aldeana, habías traído contigo realmente una porción de judaísmo; no era mucho, y una buena parte habías de perderla todavía en la ciudad y en el servicio militar, pero con todo las impresiones y recuerdos de tu infancia daban de sí lo justo para permitirte llevar una especie de vida judía, gracias sobre todo a que raramente necesitabas buscar ayuda en aquellas cosas, ya que procedías de un tronco muy robusto, y tu persona difícilmente podía verse conmovida por consideraciones de orden religioso ... En los últimos años, al tener la impresión de que yo me interesaba más por lo judío, has reaccionado de una manera que ha confirmado lo que pienso acerca de tu manera de entender el judaísmo. Como de entrada siempre sientes aversión hacia cualquier actividad que yo pueda emprender, y más aún hacia mi manera de interesarme por las cosas, también la sentiste en este caso. Pero nada habría tenido de extraño que hicieras una pequeña excepción: al fin y al cabo, lo que se despertaba en mí era tan judío como tu propio judaísmo, y habría podido hacer de puente entre tú y yo» (véase, en esta misma Biblioteca, Carta al padre, pp. 74-79).
Parece evidente, por otro lado, que las siguientes palabras, escritas por Kafka en sus diarios mientras se hallaba en torno a la redacción de estos aforismos, tienen mucho que ver con ese judaísmo al que Kafka habría aspirado desde joven, y que sólo muy lentamente fue formalizándose: «Todavía puedo obtener una satisfacción pasajera de trabajos como Un médico rural [libro de narraciones cuya edición Kafka preparaba en el verano de 1917, en el supuesto de que aún logre escribir algo así ... pero felicidad, solo si puedo elevar el mundo a lo puro, verdadero, inmutable». Todo parece indicar que tanto este «elevarse» como los tres atributos correspondientes a la citada elevación son exactamente los que se encuentran en la serie de aforismos de Kafka de los años 1918-1924 que se presentan en este volumen.
Como se ha dicho anteriormente, a pesar del carácter formalmente acotado de esta serie de pensamientos («aforismos», del griego aphorízein, ‘delimitar’), el hecho de que, desde un punto de vista lógico, estos se muevan entre los campos de lo lógico y lo inverosímil tan propio de toda la obra narrativa de Kafka, sumado al hecho de que aborden en su temática muchos de los tópicos de nuestro autor, los convierten en una especie de concentración metonímica de un discurso y de una concepción de la existencia que no puede resultarle extraño a ningún lector habituado a la obra de Kafka en general. A este respecto, basta leer las breves narraciones del autor escritas simultáneamente a los aforismos –«El silencio de las sirenas», «La verdad sobre Sancho Panza» o «Una confesión cotidiana», por no citar narraciones de otras épocas imbuidas de una abrumadora densidad metafísica o religiosa, como «Preocupaciones de un jefe de familia» o «El cazador Gracchus»–, para caer en la cuenta, como sabe todo devoto de la obra del autor, que esta puede ser variada pero es, por lo menos en lo que respecta a su fondo espiritual, invariable.
Como es habitual en la obra entera de Kafka, cualquiera de sus aspectos o formatos (narraciones, novelas, cartas, diarios, relatos de viaje) posee un sello característico. En la presente serie aforística, este sello solo se limita a condensarse, a proceder a una especie de «última destilación» –por no decir, en todos los sentidos del término, una verdadera sublimación. Como ya se ha comentado, diversos factores, todos ellos circunstanciales –entre los que adquiere un relieve fundamental el diagnóstico fatal que Kafka recibió poco antes de partir hacia Siˇrem–, explicarían que el escritor se decidiera, por vez primera y única en su vida, a transcribir en hojas sueltas, de uno en uno, esas máximas y pensamientos que por un lado entroncan con la gran tradición de los moralistas y epigramatistas del Occidente europeo –desde Hipócrates, Epicuro y Marco Aurelio a nuestros contemporáneos Canetti o Cioran, pasando por Pascal, La Bruyère, La Rochefoucauld, Novalis, Lichtenberg o Nietzsche–, y por el otro con la no menos grande, aunque dispersa, tradición mística de los judíos orientales.
Sea como fuere, aforismos como los siguientes: «A partir de cierto punto, ya no hay vuelta atrás. Hay que llegar a ese punto», «Hay una meta, pero no hay camino; lo que llamamos camino es vacilación», «Creer en el progreso significa no creer que ya se ha producido un progreso. Eso no sería fe», «Nuestro arte es un estar deslumbrado por la verdad», aforismos con tales contenidos, decíamos, no solo no entran en contradicción alguna con el resto de la obra de Kafka, sino que equivalen a menudo a mínimos resúmenes de la lección que contiene esta obra: así, no hay vuelta atrás para el agrimensor ni camino practicable que lleve al castillo, en la novela con este nombre, aunque el castillo sea siempre la meta deseada; ya ha habido bastante progreso en la vida de Josef K., en El proceso, para que este aspire –porque «eso no sería fe»– a ver progresar el procedimiento legal en el que se encuentra inmerso; y «deslumbrados por la verdad» se hallarán los espectadores del artista del trapecio o de la cantante Josefina en las respectivas, últimas narraciones de Franz Kafka. Por fin, cuando leamos el último de los aforismos del bloque del año 1918 que se publican aquí, no podremos dejar de pensar, por un lado, en otro muy parecido de Pascal, y por el otro en la situación en la que se encuentra Gregor Samsa en La transformación: «No es necesario que salgas de casa. Quédate sentado a tu mesa y escucha atentamente. No escuches siquiera, limítate a esperar. Ni siquiera esperes, simplemente quédate callado y solo...».
Quién sabe, por fin, si lo que anima esta serie de aforismos de Kafka no gira, en el fondo, más que en torno a las grandes cuestiones sobre la vida y la muerte, sobre el pecado y la redención, sobre la esperanza y la incertidumbre, sobre la verdad y lo meramente verosímil que atraviesa toda la obra del escritor. Quién sabe si esta serie de pensamientos no posee aquella misma fe que impregna toda su obra...
* Se publica con autorización de Penguin Random House Grupo Editorial. Este volumen, editado por Ignacio Echevarría y Jordi Llovet, ofrece al lector un cuidado compendio de aforismos que incluye, además del «Legajo de los aforismos» (1918), una serie de textos de los cuadernos y legajos póstumos (1916 a 1923) y de los diarios (1920-1921).