La culpa de vivir y de ser escritor
La escritura, para Franz Kafka, era un refugio y una fuente de culpa, un medio para explorar y expresar su compleja psique y su visión crítica de la realidad.
Fernando Araújo Vélez
Hubo textos que Franz Kafka escribió como un condenado a muerte. Uno de ellos, precisamente, fue La condena, que empezaba con un primer párrafo que decía: “Era domingo por la mañana en lo más hermoso de la primavera. Georg Bendemann, un joven comerciante, estaba sentado en su habitación en el primer piso de una de las casas bajas y de construcción ligera que se extendía a lo largo del río en forma de hilera, y que sólo se distinguían entre sí por la altura y el color”. Lo escribió, de acuerdo con sus palabras, en una sola noche, que fue noche y madrugada, la del 22 al 23 de septiembre de 1912, sin detenerse prácticamente.
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Hubo textos que Franz Kafka escribió como un condenado a muerte. Uno de ellos, precisamente, fue La condena, que empezaba con un primer párrafo que decía: “Era domingo por la mañana en lo más hermoso de la primavera. Georg Bendemann, un joven comerciante, estaba sentado en su habitación en el primer piso de una de las casas bajas y de construcción ligera que se extendía a lo largo del río en forma de hilera, y que sólo se distinguían entre sí por la altura y el color”. Lo escribió, de acuerdo con sus palabras, en una sola noche, que fue noche y madrugada, la del 22 al 23 de septiembre de 1912, sin detenerse prácticamente.
Escribió y escribió y dejó que su pensamiento más íntimo se sobrepusiera a la razón más leve. La verdad contra la censura, o contra la censura de sí mismo y aquella de sus decenas de fantasmas. El fondo del abismo, contra la sintaxis. Kafka contra Kafka, y Franz Kafka contra Hermann Kafka, su padre. Escribió de él, como lo haría siete años más tarde en una carta que se publicó luego de su muerte, y como lo hizo en casi todos sus textos, y escribió sobre su condena a ahogarlo. Dejó entrever que le tenía miedo, pánico. Que su padre lo dominaba con una simple mirada, que era la encarnación de la prohibición, y más allá de las miradas y las palabras, lo dominaba porque lo asfixiaba de culpas.
Kafka se sentía culpable de todo y por todo desde que se despertaba hasta la noche, e incluso en las madrugadas, cuando no lograba dormir. De alguna manera, el padre, su padre, le había impartido una ley y una forma de vida. Como escribió: “De ahí que el mundo se dividiese para mí en tres partes: en la primera vivía yo, el esclavo, bajo unas leyes creadas exclusivamente para mí y a las que, por añadidura, sin saber por qué, nunca podía obedecer del todo; luego, en un segundo mundo, a una distancia infinita del mío, vivías tú, ocupado en el gobierno, en dar órdenes y en enfurecerte cuando no eran cumplidas, y finalmente había un tercer mundo donde vivía el resto de la gente, felices y libres de órdenes y obediencia”.
A menudo, Kafka se imaginaba los espacios posibles de su vida como un gran mapamundi en el que la figura de su padre llenaba casi todos los espacios. La tierra y el mar y los ríos. En los pequeños huecos que quedaban podía caminar él, libre de la rígida y autoritaria presencia del señor Hermann Kafka. Y caminaba, y dormía de cuando en cuando, y jugaba, y sobre todo, escribía. Escribía, creaba, imaginaba, soñaba. Como lo dejó en claro Milan Kundera en Los testamentos traicionados, “Recuerdo una conversación, hace ya veinte años, con Gabriel García Márquez, que me dijo: ‘Fue Kafka el que me hizo comprender que se podía escribir de otra manera’. De otra manera quería decir: traspasando la frontera de lo verosímil”.
Lo verosímil era su padre, y a través de él, la sociedad, con sus leyes y sus dogmas, con su agobiante peso y la carga de las culpas. La literatura transitaba por otros lugares. Era el espacio de los huecos libres del mapamundi, aquella otra manera de escribir. Como él mismo decía, “extraño, misterioso, tal vez peligroso, tal vez redentor consuelo de la actividad literaria: esta acción de salirse de las filas de los asesinos, la observación de los hechos. Observación de los hechos al crear una forma superior de observación…”. Esa forma era más aguda que la realidad, o que lo creíble, y en la medida en que era mayor su superioridad, “tanto más inalcanzable es desde las ‘filas’, tanto más independiente se vuelve…”.
Como dijo el filósofo Estanislao Zuleta en sus textos sobre el artista y la sociedad moderna, surgidos de sus conferencias, “Kafka vivió como pocos el sentimiento de culpa que siempre está de alguna manera vinculado a la escritura; el escritor era, para él, un opositor a las normas vigentes. En sus conversaciones con Janouch (Gustav Janouch, Conversaciones con Kafka) dice de Platón que, al desterrar a los poetas de la República, no dejaba de tener razón, puesto que los poetas, en efecto, estaban contra el Estado: ‘Como los poetas son aquellos que dan a los hombres la opción de ver el modo con nuevos ojos, son también los que despiertan el deseo y la posibilidad de cambiarlo, y el oficio del Estado es no dejarlo cambiar’”.
Él buscaba cambiar. Lo hacía escribiendo y soñando, que en muchas ocasiones iban de la mano, y lo intentaba explorando con pequeños oficios artesanales que aprendía con un ebanista a la salida de su trabajo como abogado de la Compañía de Seguros de Accidentes de Trabajo de Bohemia. Decía, dijo que el trabajo del artesano “eleva y hace mejor al hombre”. Sin embargo, la escritura, ese complejo mundo que lo atrapaba hasta el punto de haber dicho que él era literatura, se le convirtió en otra culpa. En palabras de Zuleta, “culpa por escribir, pues en su concepción la escritura se oponía a una vida cotidiana tranquila y familiar; y culpa por no escribir, puesto que consideraba todo lo que lo apartaba de la escritura como una traición a su posibilidad más peculiar y decisiva”.
Cuando escribía, se apartaba de un mundo que detestaba para sumergirse en otro que tampoco lo hacía feliz, pero, por lo menos, era suyo. Alejado de los poderes y del dinero, del que decía que afortunadamente no era rico, “porque la riqueza no era más que una inseguridad materializada, en la que se trata de buscar la seguridad pero siempre tiene que defenderla, y con ella, el hombre mismo se convierte en el guardián de aquello que creía que lo iba a resguardar”, se alejaba también de su padre y de su mirada, y terminaba una y otra vez por concluir que la literatura no era un juego ni un asunto de diversión. Kafka jamás escribió para salvarse de nada, y mucho menos para que lo halagaran o aplaudieran.