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                                                                                                                                Nietzsche y sus muertes

                                                                                                                                El 25 de agosto de 1900 falleció en Weimar, Alemania, Friedrich Nietzsche. Los apuntes oficiales informaron que había muerto de pulmonía, y que desde hacía varios meses padecía de parálisis y de demencia.

                                                                                                                                Fernando Araújo Vélez

                                                                                                                                Editor de Cultura
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                                                                                                                                Foto: Pixabay

                                                                                                                                Según la leyenda que se fue formando año tras año alrededor de la obra y la vida de Federico Nietzsche, la parte definitiva de su Zaratustra la terminó exactamente el mismo día en el que Richard Wagner fallecía, en la tarde del 13 de febrero de 1883. Nietzsche había llegado sobre el mediodía a Génova, y en la estación de trenes había comprado el periódico de la tarde. Allí, en la primera plana, salía la noticia sobre Wagner, quien había pasado de ser su gran referente y amigo, a convertirse en su más enconado enemigo. Pasados unos días de aquella tarde, le escribió a su amigo Peter Gast y le contó que la muerte de Wagner había significado para él un profundo alivio, y que a la vez, él se consideraba el perfecto heredero del más auténtico y grandioso Wagner. Pasado un tiempo, también le escribió una carta de condolencias a la viuda del compositor, Cosima Wagner.

                                                                                                                                Gracias por ser nuestro usuario. Apreciado lector, te invitamos a suscribirte a uno de nuestros planes para continuar disfrutando de este contenido exclusivo.El Espectador, el valor de la información.

                                                                                                                                El nihilismo fue ampliamente discutido por el filósofo alemán.
                                                                                                                                Foto: Pixabay

                                                                                                                                Según la leyenda que se fue formando año tras año alrededor de la obra y la vida de Federico Nietzsche, la parte definitiva de su Zaratustra la terminó exactamente el mismo día en el que Richard Wagner fallecía, en la tarde del 13 de febrero de 1883. Nietzsche había llegado sobre el mediodía a Génova, y en la estación de trenes había comprado el periódico de la tarde. Allí, en la primera plana, salía la noticia sobre Wagner, quien había pasado de ser su gran referente y amigo, a convertirse en su más enconado enemigo. Pasados unos días de aquella tarde, le escribió a su amigo Peter Gast y le contó que la muerte de Wagner había significado para él un profundo alivio, y que a la vez, él se consideraba el perfecto heredero del más auténtico y grandioso Wagner. Pasado un tiempo, también le escribió una carta de condolencias a la viuda del compositor, Cosima Wagner.

                                                                                                                                Read more!

                                                                                                                                Los últimos días que vivió Nietzsche antes de que desde la imprenta Teubner le enviaran el primero de sus ejemplares fueron de profunda vida y de muerte. Un día creía en sí mismo y en su obra, y al día siguiente se detestaba. Escribía que su última necedad había sido Zaratustra y que se consideraba incapaz de valorarlo, y a las pocas horas decía que era una “sinfonía”. “Me repugna la mera idea de que Zaratustra entre en el mundo como un mero libro de entretenimiento”, le escribió en abril a Gast, que días más tarde, luego de haber leído las primeras páginas en la propia imprenta, le respondió: “El magnífico giro adoptado por su espíritu, la fuerza de su lenguaje, la abundancia de invención hasta en el más pequeño detalle, el fuego y la majestuosidad de su sentimiento - me dejan boquiabierto, me agitan, tiemblan en mi interior en la medida en que mi capacidad lo permite”.

                                                                                                                                Le sugerimos: En medio de polémica por robos, el director del Museo Británico dimitió a su cargo

                                                                                                                                La carta de Gast se desbordaba de elogios, o de comentarios que Nietzsche leyó con una sonrisa de niño bueno recién condecorado con cualquier tipo de legión de honor. “A este libro hay que desearle la difusión de la Biblia”, añadía Gast. Nietzsche dijo luego que nunca en su vida se había sentido tan feliz como cuando leyó aquellas letras de Gast. “Me sobrevino un escalofrío”, le respondió, y más adelante le aclaró que “tal vez en toda mi vida no haya experimentado una alegría semejante...”. Algunos días más tarde se encontraron, y mientras repasaban algunos de los momentos más especiales de su amistad, como cuando se conocieron en la universidad de Basilea, conversaron sobre Zaratustra y la música y, por supuesto, la vida. Gast, quien en realidad se llamaba Heinrich Köselitz, era músico, pensador, humorista y futurólogo, y amaba la música tanto como Nietzsche. Los dos, cada uno a su manera, vivían desde la música y por ella.

                                                                                                                                Read more!

                                                                                                                                No había sido casual que en una de las primeras cartas que se habían cruzado, Nietzsche le hubiera dicho a su amigo “Llueve a raudales, me llega música de lejos. Que me guste esa música y la manera como me gusta es algo que no puedo explicar con base en mis experiencias: más bien con base en las de mi padre”. Tampoco era casual que se gastaran una que otra broma en aquellas cartas que precedieron a la salida del Zaratustra. Gast le decía a su amigo que tal vez deberían esperar un siglo para que tuviera un éxito similar a la Biblia, y ante la pregunta de si consideraba que podía denominarse, catalogarse como una sinfonía, le respondió: “Yo casi creo que bajo el de las ‘Sagradas Escrituras’”. Nietzsche seguro sonreía y no dejaba de sonreír con cada frase de Gast, pero más allá de su amigo y de sus cartas, seguro sonreía porque estaba convencido de que lo que él decía era cierto.

                                                                                                                                “La religión dionisíaca del placer, de la risa, de la humanidad libre espera ser tomada en serio -escribió Werner Ross en su biografía: ‘Friedrich Nietzsche, El águila angustiada’-. En tono profético le escribe a Malwida (von Meysenburg) a finales de marzo de 1883: ‘Voy a abandonar Génova en cuanto pueda para ir a las montañas: este año no deseo hablar con nade. ¿Quiere usted un nuevo nombre para mí? El lenguaje litúrgico dispone de uno: yo soy el Anticristo’”. “No nos olvidemos de reír”, le dijo Nietzsche a su amiga unas palabras más adelante, y de alguna forma, se lo repitió días después, cuando se encontraron en Roma y admitió que se sentía trastornado “como nunca antes en mi vida”. Según quienes lo vieron por aquellos tiempos, Nietzsche era una explosión andante. Para Ross, “el Zaratustra se convierte en la gran obra de su vida y de su muerte al mismo tiempo…”.

                                                                                                                                Le recomendamos: Emilse Galvis: “La escritura para Simone Weil es una forma de experiencia ética”

                                                                                                                                Él, que tantas veces había dicho que no aspiraba ya a su felicidad sino a su obra. Él, que había considerado que Zaratustra era el quinto evangelio y el más sensato de los textos sagrados. Él, que se creía más músico que poeta, y más poeta que filósofo. Él, que creía firmemente que su obra le daría un vuelco a la humanidad. Él, que se consideraba el rival más genuino y sincero de Jesucristo, intuía que el final de sus días se acercaba, pero cuando le llegó no se dio ni cuenta, porque Nietzsche, como escribió en sus memorándums el doctor Bettmann, que lo llevó a un hospital de Basilea luego de que perdiera en Turín toda conexión posible con la realidad, “está usualmente excitado, como mucho pide constantemente comida, pero no está en condiciones de hacer algo y cuidar de sí mismo, afirma que es un hombre famoso, pide constantemente una mujer”.

                                                                                                                                Nietzsche deliraba. Cuando llegó a los pabellones de la clínica psiquiátrica de la Universidad de Basilea, el 10 de enero de 1889, los encargados de documentar su ingreso escribieron: “El paciente llega al centro en compañía de los profesores Overbeck y Miescher. Se deja conducir sin resistencia hasta el departamento, en el camino hasta allí lamenta que tengamos aquí tan mal tiempo, dice: mañana haré el tiempo más hermoso para vosotros, buenas gentes…”. Durante los últimos 10 años de su vida, Nietzsche fue niño, rey, niño rey y emperador, dios y demonio, el Anticristo y el más grande de los profetas, y fue músico y habló de sus sinfonías día y noche, noche y día, y las tarareó, pasando de los murmullos a los gritos, y de ahí a la mesura, y escribió frases imposibles de entender, pero siempre mantuvo muy presente las viejas normas de cortesía que le habían inculcado en su casa: “Da correctamente la mano”.

                                                                                                                                No ad for you

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                                                                                                                                Antes de su muerte definitiva, el 25 de agosto de 1900, ya había muerto en varias oportunidades. En ocasiones, por el dolor que le provocaba lo “humano, demasiado humano”, en otras, por sus múltiples dolores de cabeza, su ceguera, sus depresiones. En sus libretas escribía: “Exijo tanto de mí, que me muestro desagradecido con lo mejor que ya he hecho, y si no voy tan lejos que consiga que milenios enteros hagan sus mejores votos en mi nombre, no habré alcanzado nada ante mis ojos”. Luego se lamentaba de que no se habían vendido más de 85 ejemplares de su Zaratustra, y de que no tenía un solo discípulo. Incluso, dudaba de sus amistades. Después decía: “Quiero forzar a los hombres a tomar decisiones determinantes para el futuro entero de la humanidad”. Ese futuro debía ser romper las antiguas tablas. Las tablas de la moral, de la compasión, de las religiones, de los sacerdotes, del amor y el matrimonio, de la muerte.

                                                                                                                                Habría que superar al Hombre y sus pesares, al Hombre y sus obligaciones, y llevarlo a su esencia, la creación. “Hambrienta, violenta, solitaria, sin Dios, así se quiere a sí misma la voluntad del león. Libre de la dicha de los esclavos, libertado de dioses y adoraciones, sin miedo y capaz de causar espanto, grande y solitario, así es la voluntad del veraz”, predicaba Zaratustra, y de alguna forma, Zaratustra era él.

                                                                                                                                Por Fernando Araújo Vélez

                                                                                                                                De su paso por los diarios “La Prensa” y “El Tiempo”, El Espectador, del cual fue editor de Cultura y de El Magazín, y las revistas “Cromos” y “Calle 22”, aprendió a observar y a comprender lo que significan las letras para una sociedad y a inventar una forma distinta de difundirlas.Faraujo@elespectador.com

                                                                                                                                Ver todas las noticias
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