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Gabriel García Márquez: “El día que José Salgar me ofreció diploma de reportero”

Hoy se cumplen cien años del nacimiento de don José Salgar, el recordado jefe de redacción de El Espectador. Su alumno más famoso fue el Nobel de Literatura colombiano que así lo evocó en la autobiografía “Vivir para contarla” (sello editorial Debolsillo).

Gabriel García Márquez * / Especial para El Espectador
21 de septiembre de 2021 - 03:28 p. m.
José Salgar (1921-2013) y Gabriel García Márquez (1927-2014) en una imagen de los años 90. En su biografía, el Nobel habla de las "propuestas mortales" que le hacía su jefe de redacción en los años 50, como ir a Medellín a reconstruir la tragedia por un derrumbe o irse al Chocó a contar sobre su pobreza y aislamiento.
José Salgar (1921-2013) y Gabriel García Márquez (1927-2014) en una imagen de los años 90. En su biografía, el Nobel habla de las "propuestas mortales" que le hacía su jefe de redacción en los años 50, como ir a Medellín a reconstruir la tragedia por un derrumbe o irse al Chocó a contar sobre su pobreza y aislamiento.
Foto: Archivo
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A fines de julio (de 1954), sin aviso previo, José Salgar se plantó frente a mi mesa mientras escribía una nota editorial y me miró con un largo silencio. Interrumpí en mitad de una frase, y le dije intrigado: (Lea también: José Salgar, mentor de Gabriel García Márquez en el “oficio más hermoso”, por Nelson Fredy Padilla).

—¡Qué es la vaina!

Él ni siquiera parpadeó, jugando al bolero invisible con su lápiz de color, y con una sonrisa diabólica cuya intención se notaba demasiado. Me explicó sin preguntárselo que no me había autorizado el reportaje de la matanza de estudiantes en la carrera Séptima porque era una información difícil para un primíparo. En cambio, me ofreció por su cuenta y riesgo el diploma de reportero, de un modo directo pero sin el menor ánimo de desafío, si era capaz de aceptarle una propuesta mortal: (Más: Lea la última entrevista a don José Salgar).

—¿Por qué no se va a Medellín y nos cuenta qué carajo fue lo que pasó allá?

No fue fácil entenderlo, porque me estaba hablando de algo que había sucedido hacía más de dos semanas, lo cual permitía sospechar que fuera un fiambre sin salvación.

Se sabía que el 12 de julio en la mañana había habido un derrumbe de tierras en La Media Luna, un lugar abrupto en el norte de Medellín, pero el escándalo de la prensa, el desorden de las autoridades y el pánico de los damnificados habían causado unos embrollos administrativos y humanitarios que no dejaban ver la realidad.

Salgar no me pidió que tratara de establecer lo que había pasado hasta donde fuera posible, sino que me ordenó de plano reconstruir toda la verdad sobre el terreno, y nada más que la verdad, en el mínimo de tiempo. Sin embargo, algo en su modo de decirlo me hizo pensar que por fin me soltaba la rienda. (Aquí puede leer una de las crónicas de García Márquez sobre la tragedia por el derrumbe en Antioquia).

Hasta entonces, lo único que el mundo entero sabía de Medellín era que allí había muerto Carlos Gardel, carbonizado en una catástrofe aérea. Yo sabía que era una tierra de grandes escritores y poetas, y que allí estaba el colegio de la Presentación donde Mercedes Barcha había empezado a estudiar aquel año.

Ante una misión tan delirante, ya no me parecía nada irreal reconstruir pieza por pieza la hecatombe de una montaña. Así que aterricé en Medellín a las once de la mañana, con una tormenta tan pavorosa que alcancé a hacerme la ilusión de ser la última víctima del derrumbe. Dejé la maleta en el hotel Nutibara con ropa para dos días y una corbata de emergencia, y me eché a la calle, en una ciudad idílica todavía encapotada por los saldos de la borrasca.

Álvaro Mutis me acompañó para ayudarme a sobrellevar el miedo al avión, y me dio pistas de gente bien colocada en la vida de la ciudad. Pero la verdad sobrecogedora era que no tenía ni idea de por dónde empezar. Caminé al azar por las calles radiantes bajo la harina de oro de un sol espléndido después de la tormenta, y al cabo de una hora tuve que refugiarme en el primer almacén porque volvió a llover por encima del sol.

Entonces empecé a sentir dentro del pecho los primeros aleteos del pánico. Traté de reprimirlos con la fórmula mágica de mi abuelo en medio del combate, pero el miedo al miedo acabó de tumbarme la moral. Me di cuenta de que nunca sería capaz de hacer lo que me habían encargado y no había tenido el coraje para decirlo.

Entonces comprendí que lo único sensato era escribirle una carta de agradecimiento a Guillermo Cano, y regresar a Barranquilla al estado de gracia en que me encontraba hacía seis meses. Con el inmenso alivio de haber salido del infierno tomé un taxi para regresar al hotel. El noticiero del mediodía hizo un largo comentario a dos voces como si los derrumbes hubieran sido ayer. El chofer se desahogó casi a gritos contra la negligencia del gobierno y el mal manejo de los auxilios a los damnificados, y de algún modo me sentí culpable de su justa rabia.

Pero entonces había vuelto a escampar y el aire se hizo diáfano y fragante por la explosión de flores en el parque Berrío. De pronto, no sé por qué, sentí el zarpazo de la locura.

—Hagamos una cosa —le dije al chofer—: Antes de pasar por el hotel, lléveme al lugar de los derrumbes.

—Pero allá no hay nada que ver —me dijo él—. Sólo las velas encendidas y las crucecitas para los muertos que no pudieron desenterrar.

Así caí en la cuenta de que tanto las víctimas como los sobrevivientes eran de distintos lugares de la ciudad, y éstos la habían atravesado en masa para rescatar los cuerpos de los caídos en el primer derrumbe. La tragedia grande fue cuando los curiosos desbordaron el lugar y otra parte de la montaña se deslizó en una avalancha arrasadora. De modo que los únicos que pudieron contar el cuento fueron los pocos que escaparon de los derrumbes sucesivos y estaban vivos en el otro extremo de la ciudad.

—Entiendo le dije al chofer tratando de dominar el temblor de la voz—. Lléveme a donde están los vivos. Dio media vuelta en mitad de la calle y se disparó en el sentido opuesto. Su silencio no sólo debía ser el resultado de la velocidad de ahora, sino la esperanza de convencerme con sus razones.

El principio del hilo eran dos niños de ocho y once años que habían salido de su casa a cortar leña el martes 12 de julio a las siete de la mañana. Se habían alejado unos cien metros cuando sintieron el estropicio de la avalancha de tierra y rocas que se precipitaba sobre ellos por el flanco del cerro. Apenas alcanzaron a escapar. En la casa quedaron atrapadas sus tres hermanas menores con su madre y un hermanito recién nacido.

Los únicos sobrevivientes fueron los dos niños que acababan de salir y el padre de todos, que había salido temprano a su oficio de arenero a diez kilómetros de la casa. El lugar era un peladero inhóspito sobre la carretera de Medellín a Rionegro, que a las ocho de la mañana no tenía habitantes para más víctimas. Las emisoras de radio difundieron la noticia exagerada con tantos detalles sangrientos y clamores urgentes que los primeros voluntarios llegaron antes que los bomberos.

Al mediodía hubo otros dos derrumbes sin víctimas, que aumentaron el nerviosismo general, y una emisora local se instaló a transmitir en directo desde el lugar del desastre. A esa hora estaban allí la casi totalidad de los habitantes de los pueblos y los barrios vecinos, más los curiosos de toda la ciudad atraídos por los clamores de la radio, y los pasajeros que se bajaban de los autobuses interurbanos más para estorbar que para servir. Además de los pocos cuerpos que habían quedado en la mañana, había entonces otros trescientos de los derrumbes sucesivos.

Sin embargo, a punto de anochecer, más de dos mil espontáneos seguían prestando auxilios atolondrados a los sobrevivientes. Al atardecer no quedaba espacio fácil ni para respirar. La muchedumbre era densa y caótica a las seis, cuando se precipitó otra avalancha arrasadora de seiscientos mil metros cúbicos, con un estruendo colosal que causó tantas víctimas como si hubiera sido en el parque Berrío de Medellín.

Una catástrofe tan rápida que el doctor Javier Mora, secretario de Obras Públicas del municipio, encontró entre los escombros el cadáver de un conejo que no tuvo tiempo de escapar. Dos semanas después, cuando llegué al lugar, sólo setenta y cuatro cadáveres habían sido rescatados, y numerosos sobrevivientes estaban a salvo. La mayoría no fueron víctimas de los derrumbes sino de la imprudencia y la solidaridad desordenada.

Como en los terremotos, tampoco fue posible calcular el número de personas con problemas que aprovecharon la ocasión de desaparecer sin dejar huellas, para escapar a las deudas o cambiar de mujer. Sin embargo, también la buena suerte puso su parte, pues una investigación posterior demostró que desde el primer día, mientras se intentaban los rescates, estuvo a punto de desprenderse una masa de rocas capaz de generar otra avalancha de cincuenta mil metros cúbicos.

Más de quince días después, con la ayuda de los sobrevivientes reposados, pude reconstruir la historia que no habría sido posible en su momento por las inconveniencias y torpezas de la realidad. Mi tarea se redujo a rescatar la verdad perdida en un embrollo de suposiciones contrapuestas y reconstruir el drama humano en el orden en que había ocurrido, y al margen de todo cálculo político y sentimental.

Álvaro Mutis me había puesto en el camino recto cuando me mandó con la publicista Cecilia Warren, que me ordenó los datos con que regresé del lugar del desastre. El reportaje se publicó en tres capítulos, y tuvo al menos el mérito de despertar el interés con dos semanas de retraso en una noticia olvidada, y de poner orden en el desmadre de la tragedia.

* Se publica por cortesía de Penguin Random House Grupo Editorial, sello Debolsillo.

Por Gabriel García Márquez * / Especial para El Espectador

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