Gabriel García Márquez: La literatura colombiana, un fraude a la Nación
A propósito del noveno aniversario de la muerte del Nobel de Literatura colombiano, rescatamos un polémico texto que él publicó en “Acción Liberal”, una revista que dirigía Plinio Apuleyo Mendoza, en abril de 1960.
Gabriel García Márquez / Especial para El Espectador
En junio de 1959 se vendieron en dos ciudades de Colombia, y en solo cinco días, 300.000 volúmenes de autores nacionales. La avidez con que el público se precipitó sobre los expendios, sobrepasó los ambiciosos cálculos de los editores, que aspiraban a agotar el tiraje más alto que de libros colombianos se había hecho jamás, no en dos ciudades, sino en las capitales más importantes del país, y no en cinco días sino en dos semanas. (Recomendamos: México, el país que acogió e inspiró a García Márquez, Mutis y Vallejo, crónica de Nelson Fredy Padilla).
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En junio de 1959 se vendieron en dos ciudades de Colombia, y en solo cinco días, 300.000 volúmenes de autores nacionales. La avidez con que el público se precipitó sobre los expendios, sobrepasó los ambiciosos cálculos de los editores, que aspiraban a agotar el tiraje más alto que de libros colombianos se había hecho jamás, no en dos ciudades, sino en las capitales más importantes del país, y no en cinco días sino en dos semanas. (Recomendamos: México, el país que acogió e inspiró a García Márquez, Mutis y Vallejo, crónica de Nelson Fredy Padilla).
El lector colombiano, a quien de ordinario se señala como uno de los responsables de nuestro subdesarrollo literario, había respondido de un modo espectacular al más audaz de los experimentos culturales llevados a cabo en Colombia. El balance, en cambio, no es igualmente favorable a los autores.
De las obras que integraban el Primer Festival del Libro Colombiano, ninguna era inédita, y ni siquiera la más reciente de ellas se había escrito en los últimos cinco años. Las “Reminiscencias”, de J. M. Cordovez Moure, el libro más antiguo de la colección, había sido escrito a partir de 1870. “La Hojarasca”, de Gabriel García Márquez, el más reciente, lo había sido en 1954. La selección se había hecho con un criterio tan drástico, que solo uno de los escogidos no podía considerarse como un autor consagrado. De modo que aquellos libros, incluidas las antologías dé cuento y poesía, y agregando “María” y “La Vorágine”, podían admitirse en líneas generales como una síntesis aceptable de un siglo de literatura colombiana.
Ahora bien: el menos prevenido de los críticos podría observar que ninguno de los autores del Primer Festival del Libro tiene una obra de alcance universal. Germán Arciniegas, el más prolífero y metódico de todos, el único autor colombiano que disfruta de un mercado internacional seguro y también el único que puede definirse como un escritor profesional, no podría considerarse como un creador. Tomás Carrasquilla, nuestro espléndido narrador, no alcanzó a estructurar en casi 50 años de nuestro intenso ejercicio literario una obra capaz de defenderse universalmente, no por falta de talento creador, sino por las limitaciones de su idioma localista. Ningún autor colombiano, hasta hoy, tiene una obra robusta, que pueda compararse, apenas por ejemplo, a la del venezolano Rómulo Gallegos, o a la del chileno Pablo Neruda, o a la del argentino Eduardo Mallea.
Los festivales del libro, que restablecieron el prestigio del comprador colombiano, resquebrajaron en menos de un año el falso prestigio de la literatura nacional. Es probable que el próximo certamen de esa clase se aplace indefinidamente, mientras se encuentran los libros colombianos para integrar la nueva colección.
No hay, sin embargo, en la árida llanura de las letras nacionales, un solo indicio de que esos libros aparecerán en los próximos años. Basta ser un lector exigente para comprobar que la historia de la literatura colombiana, desde los tiempos de la Colonia, se reduce a tres o cuatro aciertos individuales, a través de una maraña de falsos prestigios.
Se suele combatir este argumento con el asfixiante inventarío de los libros publicados en Colombia en los tres siglos pasados. Antonio Curcio Alternar, el más honrado contabilista de la novela colombiana, alcanzó a clasificar cerca de 800 novelas aparecidas entre 1670 y 1953, en un país donde la narración no ha sido el género más fecundo. Pero el problema no es de cantidad sino de nivel.Seis grandes puntos de referencia podrían servir de apoyo para establecer los colosales vacíos de la literatura colombiana. Desde “El Camero” de Rodríguez Freyle, hasta “María”, de Jorge Isaacs, transcurrieron 200 años, y 60 más hasta la aparición de “La Vorágine”, de José Eustasio Rivera. Desde la muerte de Hernando Domínguez Camargo, en 1669, hubo que esperar 200 años la aparición de Rafael Pombo y José Asunción Silva, y otros 60 años la de Porfirio Barba Jacob. Una crítica seria, en un país en el cual solo puede hablarse con justicia de libros sueltos, se habría detenido a esperar en Tomás Carrasquilla, hace 20 años, y aún seguiría esperando.
La reacción más saludable de la poesía colombiana en el presente siglo, fue la irrupción del grupo identificado con la insignia de “Piedra y Cielo”. Ellos tuvieron el mérito colectivo de haber puesto al país, no sin cierta violencia necesaria y no sin cierto retraso, en la onda de la poesía universal. En virtud de aquella subversión, la poesía colombiana salió del carril formal por donde venía rodando, y se incorporó con una sensibilidad nueva a una nueva manera de expresión. Pero a 20 años del fogonazo piedracielista, que tuvo un valor más histórico que estético, no parece que el cambio de carriles hubiera conducido a un territorio más fértil.
No hemos sido más afortunados en el campo de la ficción. Hace unos meses, el suplemento literario de El Tiempo patrocinó un concurso nacional de cuentos. En el término establecido, 315 trabajos se presentaron a la consideración del jurado. Pero los tres cuentos premiados después de un dispendioso proceso de eliminación, no revelaron al cuentista inédito que se suponía en la provincia remota, asfixiado por el centralismo intelectual. Frente a los cuentos premiados, de una calidad corriente, una pregunta se imponía: “¿Cómo serían los 312 descartados?”.
Por supuesto, era ingenuo aspirar a que un concurso despejara el misterio del cuento nacional. Una de las más completas antologías del género que se han publicado en Colombia —la de Eduardo Pachón Padilla, editada en 1959 por el Ministerio de Educación— reveló que en el país se han escrito algunos cuentos buenos, pero no ha habido un buen cuentista. En realidad, los pocos cuentos buenos no los han escrito los cuentistas; y a la inversa, los cuentistas consagrados no han escrito los mejores.El caso de la novela se presta a otro curioso examen. Jorge Isaacs solo escribió “María”. Eustaquio Palacios escribió solamente “El Alférez Real”, Eduardo Zalamea Borda, por circunstancias que solo sus lectores diarios y sus amigos podemos entender, escribió “Cuatro años a bordo de mí mismo”, hace ya un cuarto de siglo. En cambio, Arturo Suárez escribió seis novelas y J. M. Vargas Vila 27.
La conclusión podría parecer superficial, pero es perfectamente demostrable: solo los malos novelistas colombianos han escrito más de una novela. De manera que quienes estaban capacitados para estructurar una obra sólida, que contribuyera a enriquecer con valores reales la literatura nacional, se han quedado en la anunciación, mientras que el gran torrente novelístico se ha nutrido de la mediocridad.
Sin duda, uno de los factores de nuestro retraso literario, ha sido esa megalomanía nacional, —la forma más estéril del conformismo— que nos ha echado a dormir sobre un colchón de laureles que nosotros mismos nos encargamos de inventar. Países latinoamericanos, que tienen de su propia literatura un concepto menos grandilocuente que el que nosotros tenemos de la nuestra, han alcanzado modestamente la merecida atención de un público internacional.
Nosotros en cambio seguimos nutriéndonos del sentimiento de superioridad que heredamos de nuestro antepasados por la versión a cinco idiomas de “María”, escrita hace 109 años, y por la traducción a ocho idiomas, inclusive el chino, de “La Vorágine”, escrita hace 35. Es hora de decir que es absolutamente falso que el mundo esté pendiente de nuestra literatura. El poeta español Gerardo Diego decía alguna vez en privado: “Los colombianos no han dado un grande escritor; y lo merecían, porque han trabajado mucho”. Acaso hayamos trabajado mucho, ciertamente, pero no por el camino acertado.
Hablando en términos generales, en tres siglos de literatura colombiana no se ha empezado todavía a echar las bases de una tradición; no han surgido ni siquiera los elementos de una crítica valorativa seria, ni comienzan a crearse las condiciones para que se produzca entre nosotros el fenómeno del escritor profesional.
En Colombia se han ensayado todas las modalidades y tendencias de la novela y la narración. Se han experimentado todos los manerismos poéticos e inclusive buscado de buena fe nuevas formas de expresión. Pero, aparte de que las modas nos han llegado tarde, parece ser que nuestros escritores han carecido de un auténtico sentido de lo nacional, que era sin duda la condición más segura para que sus obras tuvieran una proyección universal.
En la segunda mitad del siglo XIX, mientras el hombre colombiano padecía el drama de las guerras civiles, los escritores se habían refugiado en una fortaleza de especulaciones filosóficas y averiguaciones humanísticas. Toda una literatura de entretenimiento, de chascarrillos y juegos de salón prosperó en el país, mientras la nación hacia el penoso tránsito hacia el siglo XX. Los costumbristas no se interesaron por el hombre sino en la medida en que constituía el elemento más pintoresco del paisaje. En la edad de oro de la poesía colombiana, se escribieron algunos de los mejores poemas europeos del continente. Pero no se hizo literatura nacional.
Es explicable por tanto que la única explosión literaria de legítimo carácter nacional que hemos tenido en nuestra historia —la llamada “novela de la violencia”— haya sido un despertar a la realidad del país literariamente frustrado. Sin una tradición, el primer drama nacional de que éramos conscientes nos sorprendía desarmados. Para que la digestión literaria de la violencia política se cumpliera de un modo total, se requería un conjunto de condiciones culturales preestablecidas, que en el momento crítico hubiera respaldado la urgencia de la expresión artística.
En realidad, Colombia no estaba culturalmente madura para que la tragedia política y social de los últimos años nos dejara algo más que medio centenar de testimonios crudos, como es el caso, y nutriera una manifestación literaria de cierto alcance universal. El esfuerzo individual, el puro trabajo físico, puede producir, un escritor esporádico y es de todos modos condición indispensable de la creación, pero ni la sucesión ni la coincidencia de unos cuantos escritores conscientes en tres siglos, pueden producir una auténtica literatura nacional. Al parecer, ese es el caso de Colombia.
Incidentalmente, habría que decir en favor de esos buenos escritores eventuales, que su obra es tanto más meritoria en Colombia cuanto que ha sido un trabajo de horas escamoteadas a la urgencia diaria. No existiendo las condiciones para que se produzca el escritor profesional, la creación literaria queda relegada al tiempo que dejen libre las ocupaciones normales. Es, necesariamente, una literatura de hombres cansados.
Por el contrario, tal vez la falla principal que podría señalarse a muchos de nuestros escritores, especialmente en los últimos tiempos, es no tener conciencia de las dificultades físicas y mentales del oficio literario. Grandes escritores han confesado que escribir cuesta trabajo, que hay una carpintería de la literatura que es preciso afrontar con valor y hasta con un cierto entusiasmo muscular. La creación literaria, solo por decirlo gráficamente, es un trabajo de hombres.
No es sorprendente que después de la frustrada explosión de “la novela de la violencia”, Colombia haya caído en un estado de catalepsia intelectual. Antes, al menos, había una producción masiva de mala literatura. Hoy no tenemos nada. Puede sospecharse, inclusive, que ya no se escriben los sonetos de amor del bachillerato, que parecía ser un signo definido de nuestra nacionalidad. Con una ligereza que no es más que un síntoma de apoltronamiento crítico, se trata de explicar esta extremada pauperización de la literatura colombiana como el resultado de una nueva preocupación colectiva: la tecnificación de la vida. La situación de la pintura en Colombia podría ser una buena réplica.
Los pintores tuvieron la suerte de que Colombia no hubiera sido considerada nunca como un país de pintores. Conscientes de ser los responsables de una función artística nueva, sin estrepitosos antecedentes en el país, los pintores colombianos han empezado por el principio, aprendiendo duramente su arte y su oficio, y ejerciendo al mismo tiempo una vigorosa presión contra el medio. Puede comprobarse que el medio ha empezado a responder. En la actualidad, contamos con un grupo de pintores que pintan ocho horas al día, y que con una admirable conciencia profesional están echando las bases de un movimiento pictórico colombiano de proyecciones internacionales.
No es enteramente casual que este buen viento que sopla al norte de la pintura, haya coincidido con la aparición de una crítica seria e independiente, de una intransigencia necesaria. Lo más saludable que podría ocurrirle a la literatura es la aparición de una crítica semejante.
Se ha escrito varias veces la historia de la literatura colombiana. Se han intentado numerosos ensayos críticos de autores nacionales, vivos y muertos, y en todo tiempo. Pero en la generalidad de los casos esa labor ha estado interferida por intereses extraños, desde las complacencias de amistad hasta la parcialidad política, y casi siempre distorsionada por un equivocado orgullo patriótico. De otra parte, la intervención clerical en los distintos frentes de la cultura ha hecho de la moral religiosa un factor de tergiversación estética.
La generalidad de los estudios críticos que se escriben en Colombia son eruditos análisis de una obra, de las influencias del autor, y hasta de su personalidad sicológica. Sabemos, por esos estudios, que Guillermo Valencia fue un poeta parnasiano, que sus hemistiquios eran perfectos, y que abrió una ventana por donde entró el viento modernista a renovar el aire enrarecido del romanticismo. Pero nadie nos ha demostrado, de un modo autorizado y definitivo, si era un poeta bueno o malo, ni por qué fue necesario el posterior y espléndido terrorismo poético de Luis Carlos López. La crítica colombiana ha sido una dispendiosa tarea de clasificación, una labor de ordenamiento histórico, pero solo en casos excepcionales un trabajo de valoración. En tres siglos, aún no se nos ha dicho qué es lo que sirve y qué es lo que no sirve en la literatura colombiana. De este modo, el escritor está obligado a ser responsable solo ante sí mismo.
La literatura colombiana, en conclusión general, ha sido un fraude a la nación.