Gabriel García Márquez pinta a Alejandro Obregón
Con motivo del aniversario 96 del natalicio de nuestro Premio Nobel de Literatura, rescatamos un bello texto que escribió en octubre de 1956 para la revista “Cromos”.
Gabriel García Márquez / Especial para El Espectador
OBREGÓN
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OBREGÓN
La gente que sabe de esas cosas está de acuerdo en que la pintura de Obregón experimenta cambios continuos. Sus amigos, que nunca saben por dónde anda pero que le guardan una fidelidad de expectativa, están de acuerdo en que Obregón no cambia como ser humano. Saben que él no sabe escribir cartas. A veces en cualquier ciudad del mundo, dibuja letras grandes y parejas en la servilleta de un restaurante y la pone al correo dirigida a un amigo. Por lo general, lo único que dice la servilleta son malas palabras. Nunca manda telegramas.
Un día, sin previo aviso, aparece a la vuelta de una esquina, dando manotadas, gritando:
—¡Gran carajo!
Bajo el cielo lluvioso de Bogotá, la paleta de Obregón se vuelve gris
Desde hace unos meses —preparando su exposición— Obregón vive a 51 escalones sobre el nivel de una calle sin tiendas. Siempre abre la puerta personalmente. Conduce a los amigos, casi en vilo, agarrados del brazo, hasta una silla de mimbre muy vieja, llena de crespos azules, donde siempre parece que hubiera una negra sentada. Junto a la silla hay un ventanal de vidrio sobre un apelotonamiento de tejas pardas, desde donde a veces se ve llover. En una mesa muy baja, al lado de la botella de aceite de linaza, hay una vasija de barro cocido con dos tulipanes amarillos y un solo tulipán rojo. Al otro lado, contra la pared, hay un diván construido con tablas de cartón de mercancía, con un colchón relleno de aserrín y dos almohadones azules, de un azul de traje de negra. Hay un paraguas abierto en el rincón. En el suelo, entre el montón de desperdicios que ha ido dejando el trabajo, hay un vaso con un ungüento amarillo y adentro una espátula de madera como la que usan los médicos para examinar las amígdalas. El vaso tiene una etiqueta con una calavera y dos huesos cruzados y un letrero debajo: «Mermelada de naranja».
El cuento de la condesa
Los cuadros están por el suelo, volteados contra la pared. El jueves de la semana pasada subió a verlos una condesa austríaca. Traía una tarjeta de un amigo que conoció en el tren subterráneo de Nueva York. La condesa se sentó en la silla donde parece que hubiera siempre una negra sentada y se pasó la tarde viendo los cuadros. Obregón los volteó uno por uno y se los mostró uno por uno, en un orden que al parecer hace parte de su secreto profesional. La condesa, que había visto un cuadro de Obregón en París, movía la cabeza con un ritmo interior, mientras se quemaba con la colilla del cigarrillo las uñas pintadas de lacre. Parecía como si en ese momento estuviera oyendo aún las lúgubres marchas que tocaba una banda militar en un crepúsculo de Hyde Park. Al final de la exposición, aplastó la colilla en una tapa de cerveza y sonrió desconcertada:
—¿Qué pasó, maestro?
Obregón abrió los brazos.
—Nada.
«El canario canta porque está triste»
Si los amigos descubren la casa a la hora del almuerzo, Obregón en persona abre la puerta y los empuja hacia el comedor, diciendo: «Sopa, sopa». Freda, con sus enormes ojos asustados, está sentada al extremo de una mesa estrecha, con un mantel de fique, donde hay un pan entero en una canasta y cuatro platos de sopa.
Obregón se sienta de espaldas a la ventana. En un rincón está el cofre del pirata más pobre de la historia de la piratería. En la ventana hay una jaula con un canario.
«Antes no cantaba —dice Obregón, mientras Blanca lleva a la mesa dos tomates rellenos, en un plato, y una cerámica negra con dos alcachofas—. Pero desde que se quedó viudo canta todo el tiempo». Freda parte los tomates en cuatro. Obregón exprime las alcachofas con sus manos grandes, gruesas, cuadradas, diciendo a medida que sale el líquido:
—Hierro para el niño.
Uno no se explica cómo hace Obregón para pintar con esas manos. En Barranquilla, hace ocho años, le servían para darse trompadas con los policías. En el Catatumbo, hace diez, le servían para manejar camiones de carga. En París, hace no sé cuántos, le servían para empujar el vientre de una mujer que se demoraba para dar a luz. Pero uno no se explica cómo le sirven para pintar.
Al final del almuerzo, alguien le dice: «Hay un misterio Obregón». Él sacude su redonda cabeza de franciscano, se lleva la mano a la cara y dice: «Qué misterio ni qué misterio. Es que tengo dolor de muelas».