Gabriela Carrizo, la coreógrafa argentina que conquistó a Europa

Han pasado 34 años desde que Gabriela Carrizo dejó su natal Argentina y se aventuró a explorar otras tierras en el Viejo Continente, en Europa. A pesar del tiempo, su acento se niega a desaparecer, como si la nostalgia se hubiera apoderado de su voz, recordándole siempre que no hay forma de dejar atrás su país; aunque esa es una tarea que no ha querido ni quiere emprender. En algún momento pensó en regresar, pero todo cambió cuando se cruzó en su camino con Alain Platel y, más tarde, con Franck Chartier.

Han pasado 34 años desde que Gabriela Carrizo dejó su natal Argentina y se aventuró a explorar otras tierras en el Viejo Continente, en Europa. A pesar del tiempo, su acento se niega a desaparecer, como si la nostalgia se hubiera apoderado de su voz, recordándole siempre que no hay forma de dejar atrás su país; aunque esa es una tarea que no ha querido ni quiere emprender. En algún momento pensó en regresar, pero todo cambió cuando se cruzó en su camino con Alain Platel y, más tarde, con Franck Chartier.

El encuentro con Platel -fundador de Les ballets C de la B, una de las compañías de danza teatro más influyentes del mundo- fue definitorio para su vida, pues descubrió lo que quería hacer desde su propio lenguaje: adentrarse en el mundo psicológico de los personajes y desdibujar las barreras entre la danza y el teatro. Poco tiempo después, aquel hombre la acercó a Franck Chartier, un bailarín y coreógrafo francés, quien más tarde se convertiría en su socio, pareja y padre de su hija.

Lo cierto es que, ya desde antes, Gabriela Carrizo se había interesado por desvanecer barreras artísticas. Su primer intento lo hizo en la Universidad Nacional de Córdoba, en Argentina. Para el ballet de la institución educativa, creó La muchacha de las piernas largas, una obra donde fusionó la música, la danza y la plástica. Y es que a ella siempre le gustó “la danza cercana a lo humano, a otras expresiones, y no la danza abstracta”.

— ¿A qué se debe ese interés?

—“Quizás porque siempre estuve muy atraída por la literatura, el realismo mágico, por crear historias”.

Creció leyendo literatura hispanoamericana, a autores como Julio Cortázar, Horacio Quiroga, Carlos Fuentes, Gabriel García Márquez y Jorge Luis Borges. Pero no solo los libros la acercaron al mundo narrativo. A los 16 años conoció el cine de Andréi Tarkovski, gracias a una de sus películas más aclamadas: Stalker. Recuerda que, al salir del cineclub, se quedó sin palabras. “No sabía qué decir, pero me produjo algo muy fuerte ese filme. Desde ahí, Tarkovski ha sido siempre alguien de cabecera, alguien que me ha influenciado mucho. Siempre esa cuestión de cómo manejaba la noción del tiempo, las imágenes y lo existencial”. Luego vinieron otros cineastas: John Cassavetes, Akira Kurosawa, Ingmar Bergman y Luis Buñuel.

Entonces, llegó el día en que quiso aproximarse más al universo cinematográfico: se inscribió en la carrera de cine, que recién había abierto la Universidad Nacional de Córdoba. Lo suyo fue una estancia corta: estudió poco más de medio año. Para ese tiempo, bailaba en la Escuela Oficial de Danza Clásica de Córdoba y en el Ballet Taller de su universidad. “La danza era lo mío y me ocupaba la mayor parte del tiempo”. Aunque confiesa que nunca pensó que aquello se convertiría en su carrera, fue algo que sucedió de forma natural. “Tuve la suerte de sentir esa pasión desde chica y acá estoy todavía”.

Pero, ahora, los papeles han cambiado. Desde hace más de diez años, pasó a estar tras bambalinas, a dirigir. “Observar desde este lado me gustó, me sentí cómoda”. Dejar los escenarios fue una determinación que tomó, en parte, por su hija, quien a los seis años empezó la escuela primaria. Tanto ella como Franck Chartier giraban mucho con su compañía: Peeping Tom. Como ella no tenía a su familia cerca, uno se quedaba y el otro viajaba. Una dinámica que antes no era necesaria porque siempre viajaban con su pequeña, así fue desde su nacimiento hasta los cinco años. “Eso era agotador porque era madre y, al mismo tiempo, la dejábamos en el vestuario”.

Aunque en Le Salon, la segunda parte de la trilogía Le Jardin, incluyeron a su hija en la pieza y la subieron al escenario, lo cierto es que nunca la obligaron a permanecer allí. Así que no bastaba con un plan A, había que tener un plan B por si el llanto o la hora del sueño llegaba. “Fue muy intenso y lindo a la vez”. Por eso, bailar tenía diferentes connotaciones para ella. Podía pasar por una sensación de liberación total, que la transportaba a otra dimensión: a una, repleta de miedo y agotamiento.

Desde su papel como directora, las sensaciones se han vuelto a transformar, pues no es lo mismo estar en el escenario que fuera de él. “Ahora el goce pasa más por sentir lo que está ocurriendo en el escenario”. Lo cierto es que ese goce empieza desde antes, desde la etapa de creación de una obra. Pues si hay algo que siempre ha disfrutado es crear, un llamado que llegó a los 17 años. Entonces, empezó a escribir sus propias coreografías. Dos años después, una profesora de teatro le sugirió que buscara nuevos horizontes: “Andate”, le dijo, con ese característico acento argentino. Eso hizo. Escogió como destino Europa porque quería explorar y tenía referentes como la bailarina y coreógrafa Pina Bausch, pionera de la danza teatro. De hecho, al partir, Gabriela Carrizo se propuso una meta artística: “O Pina o nada”.

No logró cumplir su objetivo, pero tampoco retornó a Argentina, gracias a una audición con Alain Platel, quien más tarde sería el puente para conocer a Pina Bausch. Años más tarde, cuando la coreógrafa falleció, a Franck Chartier y a ella los buscaron algunos directores para que se hicieran cargo de la compañía de Bausch. No pudieron, pero quizás le cumplió a la Gabriela Carrizo de 19 años. A aquella joven que llegó a Europa con poco dinero y un Europass, una especie de pase que le permitía viajar en trenes. No arribó sola: llegó con el compositor y músico Juan Carlos Tolosa, quien era su pareja para esa época. “Fue lindo ir juntos. Nos acompañamos mucho”.

Al principio, se hospedaron en casas de amigos y conocidos, quienes vivían en ciudades como Madrid, Barcelona y Milán, y en países como Suiza y Alemania. Mientras tanto, intentaban audicionar en esos lugares. Sin embargo, todos les decían: ‘Vayan buscando para arriba, para Francia’. Fue justo en aquel país donde Gabriela Carrizo consiguió su primer empleo profesional como bailarina. La coreógrafa Caroline Marcadé fue quien le abrió las puertas y la acercó a ese mundo de la danza teatro, que terminaría de explorar con Alain Platel. Hasta que en el año 2000 cofundó Peeping Tom con Franck Chartier, en Bélgica.

Su primera obra la realizaron un año antes, en una caravana; ensayaban en la calle, en los parques. “El hecho de hacerlo en esa Mobile Home era como tener nuestra propia escenografía”. Luego, montaron una trilogía familiar: Le Jardin, Le Salon y Le Sous Sol. Más tarde, volvieron a recurrir a las trilogías. La última de ellas ha sido Triptych: The missing door, The lost room and The hidden floor. Ahora, Carrizo está emprendiendo una nueva creación, una que mezcla la ciencia ficción y explora la percepción del tiempo. “Es muy excitante, pero al mismo tiempo sigue dando mucho miedo”.

—¿Por qué lo dice?

—“Porque una nueva creación trae muchos interrogantes. Uno parte de ciertas ideas, pero la creación se hace durante el proceso; es muy orgánica. Puedo tener ciertas imágenes, pero puede que las pruebe y no funcionen o que, al mismo tiempo, vayan surgiendo otras cosas que no me esperaba. Si uno encarara la creación como si fuera una más, no tendría ningún sentido”.

Su compañía se ha preocupado por crear escenografías hiperrealistas, espectáculos que indagan en la mente de los personajes y se adentran en las relaciones familiares y de pareja, pero siempre desde “un lenguaje original, personal”. Por eso, a ella no le basta con que un bailarín tenga una buena técnica. Le gusta trabajar siempre con artistas diversos, que tengan su propio lenguaje. “Con personas muy virtuosas técnicamente, que pueden hacer cosas increíbles físicamente, pero que también tengan una cuestión teatral muy fuerte, algo que comunique”. A sus intérpretes les dan la libertad de incidir en el proceso creativo, de proponer sus propios pasos. Lo que hacen no podría llamarse creación colectiva porque los disparadores, la idea y la escenografía, son dados por Gabriela Carrizo y Franck Chartier.

A Carrizo todavía le cuesta creer que Peeping Tom sea considerado un referente mundial de danza teatro y que en las universidades de Argentina estudien a su compañía. “Ha pasado el tiempo muy rápido”. Y si le preguntan por los aportes que han realizado a lo largo de todo ese tiempo, no sabe qué responder. “Es muy difícil decir uno mismo qué ha aportado, porque pienso que lo que hemos aportado también lo han hecho otras personas”.

— Más allá de que otras personas también lo hayan hecho, ustedes han ayudado en ese camino…

— “Sí, pienso en eso: en sacarle a la danza su lugar de privilegio, la danza más como un terreno amplio y sin frontera. Pero bueno, eso lo han hecho muchas personas. Quizás nuestro aporte esté en el lenguaje, en las atmósferas, en los temas”.

Peeping Tom no tiene un público selecto, sus espectáculos son vistos tanto por jóvenes como por gente mayor. Hasta personas que nunca han visto danza, o no están muy acostumbradas a hacerlo, han llegado a sus obras “porque pueden conectar”. A veces, los espectadores no entienden las piezas. “Pero no hay que entender. Hay que sentirlas, maravillarse o cuestionarse cosas”.

Aquella compañía le ha regalado a Gabriela Carrizo una segunda familia y una plataforma donde tiene la libertad de buscar y probar su propio lenguaje. Admite que en el camino ha hecho pequeñas renuncias, “pero esas son decisiones personales”. Ha sido difícil equilibrar el tiempo que dedica a su vida personal, a su familia y amigos, en medio de su vida artística de giras y viajes. A sus 53 años, todavía extraña a Argentina. Por eso ha encontrado un antídoto para combatir la nostalgia: visitar con frecuencia su país.

—¿Se arrepiente de esas renuncias?

—“¿Arrepentirme? No…Nunca me arrepentí de nada. Tal vez me hubiera gustado estar más acá (en Argentina), pero al mismo tiempo también viví bien el hecho de poder viajar. La cuestión es no vivir con culpabilidades”.