Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
Mohandas Karamchand Gandhi (Porbandar, India británica; 2 de octubre de 1869, Nueva Delhi, Unión de la India; 30 de enero de 1948), ciento cincuenta años después de su natalicio, es un hito para la India y un paradigma del hombre íntegro para el mundo: un mortal coherente y consecuente entre su pensar, su sentir y su actuar. Es decir, un hombre con una convicción interior capaz de elevar el ridículo a la condición de una vorágine libertaria sin precedentes, pues quien fuera inglés se tomaría en serio a este hombrecillo de baja estatura, aspecto cuasi famélico, de piel aceitunada y ataviado por una manta, un pañal y sandalias; de andar cansino a tres pies, cuyo tiempo lo ocupaba entre la rueca, el estudio y la práctica espiritual, antes de optar por su revolución de la desobediencia civil y la no violencia, como únicas armas para derrotar al imperio más poderoso del momento.
Existen dos formas de movilizar a un pueblo de manera masiva hacia un propósito “emancipador”: por vía de la violencia, la mentira, el engaño y el miedo, como suele suceder con las dictaduras y los dogmas o, a partir de la admiración que conlleva a la entrega ferviente ante la presencia de quien siente y vive el espíritu de su pueblo, porque su liderazgo consiste justamente, en haber compartido su dolor y su sufrimiento por igual –e incluso más-, de tal manera que su verbo es la voz que traduce al viento la injusticia general, pero que él sabe esgrimir en palabras y validar con sus actos, lo cual lo hace irritablemente detestable ante su enemigo, que bajo la hipertrofia de un ego maquillado de ciencia, superioridad étnica y soberbia; no ve cómo pueda ser vencido por el candor de la humildad, la sencillez y la sabiduría. Y eso, fue exactamente, el camino y el andar de Gandhi.
Le sugerimos leer: Desde las entrañas del M19 y sus batallas
Por supuesto, se había hecho doctor en leyes en la tierra de sus opresores, había visto sus costumbres, se había –incluso- vestido como ellos, había asimilado sus gustos gastronómicos, había conocido su cultura; pero al igual que otro gran asiático como Lin Yutang, había “probado” occidente, y se había reconciliado de manera mucho más profunda con su ser y costumbres nativas, para poder izarse como una athalaya para su pueblo y sentar una postura, una actitud contagiosa de transformación, una voluntad consciente, cuya patria no podría ser otra que su riqueza interior. Entonces, de nuevo sus pies caminaron descalzos por la tierra de sus antepasados, sus costumbres se hicieron más fuertes alimentadas en el nutritivo caldero espiritual del hinduismo, pero por supuesto, sustentadas en una disciplina ascética que lo llevó a la meditación profunda, a ayunar muchas veces, a mantener una dieta vegetariana austera y estricta afín a sus creencias, herramientas con las que se dispuso a la singular lucha de la desobediencia civil y la no violencia, inspiradas en los libros sagrados de su fe, como en las ideas que había absorbido en David Thoreau –principalmente-, para quien resistir al poder, era resistir a los prejuicios que el respeto y el servilismo que por este poder nos han inculcado de una manera especialmente irracional, de tal manera que esta “desobediencia” era un instrumento de protesta, de concientización y de movilización política necesaria para ser usada «cuando se hubiesen agotado todas las vías», es decir, cuando el poder niega la razón, así como el debate público y democrático, mientras para Gandhi tanto la no violencia (áhimsa) como la desobediencia, estaban relacionadas con la «satyagraha» o camino de la verdad.
De otra manera no hubiese podido contagiar e infundir a su pueblo de un valor y resistencia tanto física como espiritual, para lograr uno de los aspectos más importantes de su lucha: avergonzar a su enemigo, diezmarlo moralmente a cada paso, ya fuera él mismo sirviendo el té al primer ministro y los generales británicos, ya fueran las continuas huelgas de hambre o su silencio en cada cárcel, pero más importante aún, en las huelgas de trabajo de cientos de miles de indios en las minas de sal, quienes se rehusaban a laborar bajo la amenaza de ser golpeados en la cabeza por los culatazos de la soldadesca inglesa, y se retiraban de sus puestos de trabajo como de sus turbantes, para ofrecerse en sacrificio heridos, pero pletóricos de dignidad.
Gandhi fue un ser de acción como crítico, que atacó todos los aspectos posibles de su realidad y señaló sin dubitaciones cada cosa que observó y tradujo en cuestionamientos éticos de gran profundidad a cada quehacer de la sociedad, como lo fue la profesión médica –por ejemplo-, para un país en que la pobreza, la enfermedad y la muerte, han sido el pan de cada día, pero que no dejan de ser una reflexión para el resto como lo citó en su momento: “Vale la pena analizar por qué escogemos la profesión médica. No cabe duda de que no se escoge para servir a la humanidad. Nos convertimos en médicos para obtener honores y riqueza. Me he empeñado en demostrar que en esta profesión no hay un verdadero servicio a la humanidad y que es nociva para todos los seres humanos. Los médicos hacen gala de sus conocimientos y cobran sumas exorbitantes. Sus preparados, que tienen un coste intrínseco de unos pocos peniques, cuestan chelines. El pueblo, con su credulidad y su deseo de librarse de algunas enfermedades, permite que lo estafen. ¿No son entonces mejores los curanderos, a quienes conocemos, que los médicos que se las dan de humanitarios?”, y pensaría para nuestras latitudes y tiempos ¿sino es este acaso el negocio de las multinacionales de fármacos que con la anuencia del personal médico, nos vuelven adictos, lo cual significa que no nos curan?
Le sugerimos leer: Jean Paul Sartre y una reflexión sobre la angustia en tiempos de aislamiento
Siglo y medio después, su vida continúa vigente como un faro de referencia indeleble, como el hombrecillo que derrotó un imperio con una rueca, unos libros y una fe inquebrantable, en cuya alma se gestó el sentimiento libertario que luego haría nicho en cada corazón de su gente, y que se traduciría en las armas más poderosas que hombre alguno haya esgrimido contra la injusticia y el poder, por medio de la desobediencia civil y la no violencia: el Amor, aspecto que dejó plasmado en la célebre frase: “no hay camino hacia la paz, la paz es el camino”, para aclararnos que ella solo se logra si existe una voluntad consciente, que la haga descender a nuestros corazones.
De Rabinadath Tagore recibió el título honorífico de Mahatama (de origen sánscrito e hindi de : mahā: “grande” y ātmā: “alma”) o “almagrande”, mientras su pueblo lo llamó cariñosamente Bāpu (બાપુ, ‘padre’ en idioma guyaratí). Alguien le señaló antes de ser asesinado, que era un ser humano extraordinario, pero él le corrigió diciendo, que tan solo era un ser extraordinariamente humano.