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Señoras y señores:
El arte de la danza es una lucha que el cuerpo sostiene con la niebla invisible que le rodea para iluminar en cada momento el perfil dominante que requiere el gráfico o arquitectura exigidos por la expresión musical. Pero si el poeta batalla con los caballos de su cerebro y el escultor se hiere los ojos con la chispa dura del alabastro, la bailarina ha de batallar con el aire que la circunda, dispuesto en todo momento a destruir su armonía, o a dibujar grandes planos vacíos donde su ritmo quede totalmente anulado.
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El temblor del corazón de la bailarina ha de ser armonizado desde las puntas de sus zapatos hasta el abrir y cerrar de sus pestañas, desde el último volante de su cola al juego incesante de sus dedos. Verdadera náufraga en un campo de aire, la bailarina ha de medir líneas, silencios, zigzags y rápidas curvas, con un sexto sentido de aroma y geometría, sin equivocar nunca su terreno, como hace el torero, cuyo corazón debe estar en el cuello del toro, porque corren el mismo peligro, él de muerte, ella de oscuridad.
Llenar un plano muerto y gris con un arabesco vivo, clarísimo, estremecido, sin punto muerto, que se pueda recordar sin maraña: he aquí la lengua de la bailarina. Pues bien, nadie en el mundo ha sabido escribir en el viento dormido este arabesco de sangre y hueso como Antonia Mercé. Porque une a su intuición nativa de la danza una inteligencia rítmica y una comprensión de las formas de su cuerpo que solamente han tenido los grandes maestros de la danza española, entre los que yo coloco a Joselito, a Lagartijo y sobre todo a Belmonte, que consigue con formas mezquinas un perfil definitivo que pide a voces el plinto romano.
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Esa española, enjuta, seca, nerviosa, mujer en vilo que está ahí sentada, es una heroína de su propio cuerpo; una domadora de sus deseos fáciles, que son los más sabrosos, pero ya ha conseguido el premio de la danza pura, que es la doble vista. Quiero decir que sus ojos no están en ella mientras baila, sino enfrente de ella, mirando y rigiendo sus menores movimientos al cuidado de la objetividad de sus expresiones, ayudando a mantener las ráfagas ciegas e impresionantes del instinto puro.
Y lo mismo que en el cante jondo andaluz están superados en complejidad, inteligencia y riqueza musical, los viejos cantos orientales, oscuros y llenos de monotonía, en la danza española se acusa de manera más fuerte el perfume de las antiguas danzas religiosas del Oriente con toda la cultura y la serenidad y la medida del Occidente, mundo de la crítica. Pero lo maravilloso de la danza española es que en ella, como en el cante jondo, cabe la personalidad, y por lo tanto la perenne modernidad y el genio. Una bailarina actual de la India, aparte de su gracia personal humana, baila como siempre han bailado y, en general, bajo las normas de siempre. Una bailarina española o un cantaor o un torero inventan, no resucitan, crean. Crean un arte único que desaparece con cada uno y que nadie puede imitar.
Aquí quería yo llegar para señalar el arte personalísimo de “La Argentina”, creadora, inventora, indígena y universal. Todas las danzas clásicas de esta gran artista son su palabra única, al mismo tiempo que la palabra de su país, de mi país. España no se repite nunca y ella, siendo antiquísima, poseyendo quizá la gracia de aquellas bailarinas de Cádiz que eran ya famosas en Roma y danzaban en las fiestas imperiales, teniendo el mismo corazón nacional de aquellas espléndidas danzarinas que entusiasmaban al gentío en los dramas de Lope de Vega, baila en New York con un acento propio y siempre recién nacido, inseparable de su cuerpo y que nunca más se podrá repetir.
Antonia: Estas amables señores del Cosmopolitan Club han querido que yo te salud en esta fiesta para que tu lengua nativa se oiga en el homenaje, y lo hago con el mayor cariño, porque, aunque no es buena, mi palabra al fin y al cabo es española. Por justa ley del tiempo (bendita sea esta ley) tu danza se perderá en el cielo, donde vigilan temblando las voces maestras de Silverio, de Paquirri, de Juan Breva, de los innominados cantaores asturianos y las viriles gargantas de Aragón; pero tu ritmo prodigioso, tu ritmo eterno y siempre renovado irá al sitio de donde lo has cogido para venir aquí, al centro vivo donde perfil de viento, perfil de fuego y perfil de roca, hiriendo y depurándose, construye cada día la nueva inmortalidad de España.
[New York, 1930.]
Federico y su mundo. Francisco García Lorca. Madrid. Alianza Editorial. 1981. Págs. 468-470.
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Libo de poemas (1921)
A mi hermano Paquito
Palabras de justificación
Ofrezco en este libro, todo ardor juvenil y tortura, y ambición sin medida, la imagen exacta de mis días de adolescencia y juventud, esos días que enlazan el instante de hoy con mi misma infancia reciente.
En estas páginas desordenadas va el reflejo fiel de mi corazón y de mi espíritu, teñido del matiz que le prestara, al poseerlo, la vida palpitante en torno recién nacida para mi mirada.
Se hermana el nacimiento de cada una de estas poesías que tienes en tus manos, lector, al propio nacer de un brote nuevo de árbol músico de mi vida en flor. Ruindad fuera el menospreciar esta obra que tan enlazada está a mi propia vida.
Sobre su incorrección, sobre su limitación segura, tendrá este libro la virtud, entre otras muchas que yo advierto, de recordarte en todo instante mi infancia apasionada correteando desnuda por las praderas de una vega sobre un fondo de serranía.
Libro de poemas. Madrid. Espasa-Calpe. 1974. Pág. 10.