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La última preocupación de Gabriel García Márquez era previsible: que antes de ser cremado su médico de cabecera y su familia se aseguraran de que estaba muerto. Testimonios de su obsesión hay en el archivo de El Espectador, el diario donde como periodista se sintió más vivo que nunca. El 10 de mayo de 1981 escribió sobre los cuentos “que alborotaron a fondo la fiebre literaria de mi juventud” y entre ellos destacó uno del neoyorquino Samuel Hopkins, porque atrapaba los temores que lo invadían desde que su abuela Tranquilina Iguarán le contó tantas historias de muertos, fantasmas y espíritus, con los que podía comunicarse su hermana Ligia. Ellas lo volvieron supersticioso.
“El cadáver rebelde” es el diálogo de dos amigos semicongelados en una cabaña donde se resguardan de una ventisca. Uno de ellos siente agonizar y le hace jurar al otro que si muere no lo enterrará si no está completamente seguro de que no respira. Esa noche queda como un cadáver sobre la mesa, su amigo verifica que no tiene signos vitales y lo entierra afuera. En la madrugada no puede conciliar el sueño, se levanta y lo encuentra sentado a la mesa. Vuelve y lo sepulta, vuelve y aparece y repite la ceremonia. La única prueba es el diario del ya desequilibrado sepulturero con la última anotación cuando el amigo se presenta una vez más. Al final, una comisión de rescate encuentra los dos cadáveres sentados a la mesa, con sendos balazos en la cabeza. El que está sangrante tiene un revólver en la mano y el otro permanece erguido con cara de satisfacción. Un médico, impresionado y confundido, decide que no se hagan públicos tales detalles, que se informe que murieron de hambre y frío, y ordena que el destino final de los despojos no sea la tierra, sino un lago en la montaña.
El primer cuento de Gabo, La tercera resignación, publicado en El Espectador en 1947, surge, como él cuenta en la autobiografía Vivir para contarla, de “la idea argumental del cadáver consciente de La metamorfosis, pero aliviado de sus falsos misterios y sus prejuicios ontológicos”. Al año siguiente escribió también en este periódico La otra costilla de la muerte, sobre el mismo tema, también analizado en sus columnas de cinéfilo y en sus reportajes de comienzos de los años 50 sobre la Guerra de Corea y “los soldados que regresaron convertidos en dos mil libras de cenizas”. Mitifica esa visión con sus meditaciones sobre el cadáver insepulto de la Antígona, de Sófocles, y lo traslada a la ficción en su primera novela, La Hojarasca (1955), a ese asiento de madera labrada utilizado por el muerto que todas las noches se sienta, con el sombrero puesto, a contemplar las cenizas del fogón apagado, la imagen del “lento y sosegado aleteo de la muerte”.
No aceptaba esa consumación en cenizas de la que ni siquiera Bolívar, el Libertador decrépito de El general en su laberinto, podía “resurgir con la razón intacta”. Cenizas de gloria convertidas en cenizas de nostalgia que recorren el realismo mágico hasta que el “viento final” barre a Macondo.
Como corresponsal en Roma vivió una situación que le sirvió para escribir el relato La Santa. Margarito Duarte, el escribano de un pueblo del Tolima que debió trastearse por la construcción de una represa, desenterró los huesos de sus muertos para llevarlos al cementerio nuevo. “La esposa era polvo. En la tumba contigua, por el contrario, la niña seguía intacta después de 11 años. Tanto, que cuando destaparon la caja se sintió el vaho de las rosas frescas con que la habían enterrado. Lo más asombroso, sin embargo, era que el cuerpo carecía de peso”. El protagonista viaja al Vaticano con el cadáver y el proceso de canonización se vuelve el enigma perfecto para que el narrador haga énfasis en la “incorruptibilidad del cuerpo” sólo como “síntoma inequívoco de la santidad”. Al leerlo hoy, se advierte que Gabo prefería asegurarse de no ser una “momia sin gloria”.
En las páginas de Vivir para contarla y de Gabito, el niño que soñó a Macondo se percibe el “soplo de la muerte” y las “cenizas de duda” que tuvo desde niño frente al “día señalado”. Le resultaron trascendentales los cuartos donde murieron sus antepasados en la casona de Aracataca, la habitación de los santos que parecían mover los ojos de noche, las sensaciones de su tía beata Francisca Mejía, que manejaba las llaves de la iglesia y del cementerio e hizo los trámites de su propio entierro y con sus sábanas inmaculadas cosió su propia mortaja; sus años de monaguillo y de muchos entierros a pie y bajo la lluvia, pero sobre todo la muerte de la abuela, ciega y demente. “Mi padre preparó el cadáver con azabaras preservativas y lo cubrió con cal dentro del ataúd para un pudrimiento apacible”. Nunca dejaría de pensar en ello hasta que en 1962 escribió Los funerales de la Mamá Grande y, mientras las campanas de todas las iglesias tocaban a muerto y había conmoción nacional e internacional, la dejó en una tumba sellada con una plataforma de plomo bajo la cual se pudrió sin darse cuenta de “la magnitud de su grandeza”.
En la vida real, cada despedida que presenció lo llenaba de argumentos sobre el estado posmórtem: “Aprendí de soslayo en un velorio que los piojos estaban escapando del cabello del muerto y caminaban sin rumbo por las almohadas. Lo que me inquietó desde entonces no fue el miedo de la muerte, sino la vergüenza de que también a mí se me escaparan los piojos a la vista de mis deudos en mi velorio”. Cuando vivía en Sucre mitigaba con cigarrillos el miedo a la muerte, que “me despertaba a cualquier hora de la noche”.
Él no era de la estirpe de los valientes a la hora del juicio final. Lo ratificó en el colegio de Zipaquirá tras la muerte de un compañero: “Alguien había descubierto que el cristal del ataúd parecía empañado cuando estaba expuesto en la biblioteca del liceo. Álvaro Ruiz Torres lo abrió a solicitud de la familia y comprobó que en efecto estaba húmedo por dentro. Buscando a tientas la causa del vapor en un cajón hermético, hizo una ligera presión con la punta de los dedos en el pecho, y el cadáver emitió un lamento desgarrador. La familia alcanzó a trastornarse con la idea de que estuviera vivo, hasta que el médico explicó que los pulmones habían retenido aire por el fallo respiratorio y lo había expulsado con la presión en el pecho”.
Peor fue ser testigo de la despedida de Don Emilio o El Belga, amigo cercano de su niñez y de su familia: “Los diez minutos más impresionantes que habría de recordar en mi vida… el cadáver cubierto con una manta en un catre de campamento, y las muletas al alcance de la mano, donde el dueño las dejó antes de acostarse a morir… Ese pavor, de ser visto desde la muerte, me estremeció durante años”.
Esa predestinación lo llevó de adulto a ver el cadáver embalsamado de Jorge Eliécer Gaitán, asesinado en 1948, al anfiteatro de Medicina Legal en Bogotá a ver “cadáveres como túmulos de piedra bajo sábanas percudidas”, incluido el de “un niño con los ojos abiertos y atónitos”, comprobar que les seguía creciendo el cabello como se lo había contado su abuela en la leyenda de la marquesita. Decidió que nunca escribiría crónica roja, aunque inspirado en ello inventó Del amor y otros demonios.
Dos veces estuvo en la Unión Soviética, en 1957 y 1979, y en ambas fue a ver a Lenin embalsamado: “La primera vez yacía en su urna de cristal, a la derecha del cuerpo de Stalin” y se preguntó si un ser humano era realmente digno de la “gloria de formaldehído”. Pareció condenar aquel “templo glorioso” y preferir “un sueño sin testigos”. Sin embargo, de Stalin lo impactó “el aura de vida y las manos delgadas y sensibles, que parecían de mujer” frente a la degradación de Lenin, cuya “cabeza parecía tan frágil como si fuera de vidrio” y “su cerebro, extraído para embalsamar el cuerpo, tenía la consistencia árida de una piedra”. En la segunda, “la erosión del cadáver, que ya era evidente la primera vez que yo lo vi, lo era mucho más… me estremeció la impresión de que el cuerpo no se conservaba completo bajo las sábanas de la urna, sino que lo habían cortado por la cintura para facilitar la conservación. No era fácil soportar la idea de que la muchedumbre que desfilaba por el mausoleo le estaba rindiendo tributo a un héroe partido por la mitad, cuya parte inferior se había podrido y convertido en polvo en algún basurero distinto”.
Condenó la mala costumbre de los dictadores de “conservar cadáveres para ser adorados por la muchedumbre”. Rumbo a sus cenizas dejó en claro que “nada se parece menos a la imagen que se tiene de un hombre o una mujer memorables que sus desperdicios mortales arreglados como para una fiesta funeraria”, que se quedaba con “el dulce encanto de la modestia”. Desde Moscú mando a esta redacción la columna “El destino de los embalsamados”.
Allí se identificó, en cambio, con la muerte en “exilio interior” del poeta Boris Pasternak, ocurrida en 1960 en la cercana aldea de Peredelkino, dos años después de recibir el Nobel de Literatura. Le gustó que “vivió sus últimos años en soledad” y “murió en silencio”, así como “el cementerio de la aldea, que quizás es uno de los más humanos del mundo”. La de Pastemak “era la única tumba que no tenía el retrato de su habitante ni tenía pintada la causa de su muerte, tal vez porque no hubo ningún artista en el pueblo que supiera cómo pintar la tristeza. Era un instante de una intensidad difícil de describir, y no supe qué hacer de inmediato ni encontré nada que decir ante aquella austeridad casi medieval... De pronto, obedeciendo a una orden del alma, arranqué del suelo un manojo de arbustos silvestres con unas cuantas florecitas de monte y lo puse frente a la tumba”. El poeta Evgueni Yevtushenko le dijo: “Lo que más que impresionó es el respeto tremendo que le tienes a la muerte”. Eso mismo le decía su amigo cineasta Luis Buñuel, cuando imaginaban sus últimos días con el gen común de la desmemoria.
Como consuelo, Gabo recordaba “mi único encuentro con el gran poeta Luis Carlos López, más conocido como el Tuerto”, porque “había inventado una manera cómoda de estar muerto sin morirse, y enterrado sin entierro, y sobre todo sin discursos… como sólo crecen las glorias póstumas”.
Del tema hablaba por horas con amigos del alma y del cuerpo como Tomás Eloy Martínez, autor de Santa Evita, la historia novelada del cadáver perdido de Eva Perón, que reapareció muchos años después en Italia bajo la responsabilidad del Vaticano. García Márquez escribió en El Espectador que el embalsamador de Evita ya había practicado con “un niño de Montevideo que había muerto a los siete años, y cuyos padres lo hicieron embalsamar sentado en una sillita y vestido de marinero. Todos los años, durante muchos, sus hermanos le celebraron el cumpleaños con los que fueron sus amigos, hasta que todos crecieron, y se casaron y tuvieron otros hijos para embalsamar, y el pobre niño embalsamado, en su sillita de madera y con su vestido de marinero, quedó a merced de las polillas y el olvido en un ropero del dormitorio”. Colombiano y argentino coincidían en el “jamás” ante la taxidermia.
Martínez, fallecido en 2010, optó por una fórmula mixta: cremación y entierro de cenizas en su Buenos Aires. García Márquez empezó a pensar en Cartagena como última morada, no sólo porque allí echaron raíces su alma Caribe, su familia, sus cuentos y novelas, sino por la afinidad espiritual que mantuvo con jesuitas como el padre Ignacio Zaldívar desde el colegio San José en Barraquilla hasta cuando los visitaba ya ancianos en el convento cartagenero de San Pedro Claver. Por eso Aída, su hermana, monja y maestra salesiana, pidió que las cenizas de “Gabito” fueran llevadas a la iglesia de San Pedro Claver y puestas junto a las de sus padres.
Pero la familia del nobel escogió otro lugar del que el escritor se sentía cercano: la Universidad de Cartagena, “centenaria con tanto prestigio como sus reliquias históricas” y a pocos pasos de su última casa en la ciudad amurallada. En ese edificio colonial, antiguo convento, en el patio sosegado y monacal del Claustro de La Merced, sobre un manantial de 300 años, en la base de un busto del que fuera su cuerpo, quedan desde hoy las cenizas del ser humano que le temía a la sensación claustrofóbica de las criptas funerarias del antiguo convento y ahora hotel Santa Clara, el autor de Cien años de soledad que se negaba a admitir el abandono y el frío de la muerte sin la certeza de la eternidad.