García Márquez y la rebelión vallenata
Desde el 13 de octubre se realiza el Festival de la Leyenda Vallenata en Valledupar. Hoy presidentes y expresidentes parrandean por la ciudad del cacique Upar, pero antes esas mismas élites censuraron esta música. Aquí presentamos algunas pruebas.
Farouk Caballero
El vallenato, cuando surgió, fue excluido y prohibido en los clubes de la “gente de bien”. Esto se produjo debido a su esencia diferente, corroncha, pobre y marginal. Qué equivocados estaban aquellos “señores” y “señoras” que sentían más propios el Rin o el Hudson y denigraban de la música que aún navega por el Río Grande de la Magdalena.
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El vallenato, cuando surgió, fue excluido y prohibido en los clubes de la “gente de bien”. Esto se produjo debido a su esencia diferente, corroncha, pobre y marginal. Qué equivocados estaban aquellos “señores” y “señoras” que sentían más propios el Rin o el Hudson y denigraban de la música que aún navega por el Río Grande de la Magdalena.
No obstante, un joven periodista comenzó la defensa del vallenato en las páginas del periódico El Universal, de Cartagena, en mayo de 1948. Gabriel García Márquez, con 21 años, remarcó su valor poético, señaló su origen anclado a la tradición oral campesina y subrayó la necesidad de darles representación nacional a los aires de su comarca caribeña. Con esto en mente, escribió: “El acordeón ha sido siempre, como la gaita nuestra, un instrumento proletario. Los argentinos quisieron darle categoría de salón, y él, trasnochador empedernido, se cambió el nombre y dejó a los hijos bastardos. El frac no le quedaba bien a su dignidad de vagabundo convencido. Y es así. El acordeón legítimo, verdadero, es este que ha tomado carta de nacionalidad entre nosotros, en el valle del Magdalena. Se ha incorporado a los elementos del folklore nacional al lado de las gaitas, de los millos y de las tamboras costeñas. Al lado de los tiples de Boyacá, Tolima, Antioquia. Aquí lo vemos en manos de los juglares que van de ribera en ribera llevando su caliente mensaje de poesía”.
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Gabo le replicó al centralismo artístico de esa época, pues solo se les llamaba música colombiana a las melodías que afloraban del altiplano cundiboyacense, cuyo centro es Bogotá. Dos años después, el por ese entonces aprendiz de escritor dejó otra huella de su pugna. Ya escribía para el periódico El Heraldo, de Barranquilla, y sabía que ese peyorativo mote de “provinciano” debía obedecer al conocimiento y la creatividad artística de cada quien, y no a su geografía de origen. Para él existían provincianos nacidos en Bogotá, como provincianos nacidos en el resto de Colombia. Gabo continuó con la defensa de las artes que brotaban lejos de la fría capital. Así, empleó un acertado juego de palabras y usó la altitud que tiene Bogotá para esclarecer que era justo ahí donde nacía el provincialismo literario: “Hace algunos días […] un inteligente amigo me advertía que mi posición con respecto a algunas congregaciones literarias de Bogotá era típicamente provinciana. Sin embargo, mi reconocida y muy provinciana modestia me alcanza, creo, hasta para afirmar que en este aspecto los verdaderamente universales son quienes piensan de acuerdo con este periodista sobre el exclusivismo parroquial de los portaestandartes capitalinos. El provincialismo literario en Colombia empieza a dos mil quinientos metros sobre el nivel del mar”.
“Cien años de soledad” y su monarquía vallenata
La puya, el merengue, el son y el paseo fueron los pilares de la parranda vallenata que se volvió monarquía, pero no fue fácil posicionar estos cuatro aires. Los clubes de Valledupar, Santa Marta, Barranquilla y Cartagena tenían prohibida la música de acordeón. Incluso, en las parrandas de los hacendados del Caribe esta música era permitida solo en los patios traseros, donde la servidumbre —indígenas, afrodescendientes y campesinos— tomaba chirrinche del más barato. Los patrones, en sus salas degustaban brandis y whiskies al ritmo de canciones europeas y estadounidenses. No obstante, los oídos de “señores” y “señoras” fueron conquistados por las melodías de la santísima trinidad vallenata: el acordeón europeo, la caja africana y la guacharaca indígena.
En 1966, ya el vallenato había dejado el patio trasero y era el animador principal de las salas de festejo. Ese año, se reunieron en Aracataca parranderos legendarios y literarios: Rafael Escalona, el intelectual del vallenato; Álvaro Cepeda Samudio, el nene del Grupo de Barranquilla, y Gabo, el colombiano más universal. Ellos tres advirtieron que la muralla cultural bogotana sería derribada. Los historiadores del tema destacan este encuentro como el germen de lo que hoy es el Festival de la Leyenda Vallenata, pero esa consolidación tuvo tres aportes fundamentales.
El primero se dio en 1967 con la publicación de Cien años de soledad. La retina mundial se fijó en un relato nacido en la provincia colombiana. Un cataquero escribió en prosa el vallenato más largo e importante de la historia. Él mismo, después de recibir el Nobel en 1982, le dijo al periodista Juan Gossaín que Cien años de soledad era un vallenato de 350 páginas. La frase de Gabo fue una puya para finiquitar el trabajo iniciado en 1948. Con esto, les dio la estocada a los que atacaban el vallenato e impuso su música como el símbolo colombiano de mayor resonancia en la Tierra.
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Pero volvamos a los 60. Después de la universalización de Macondo, el siguiente triunfo fue la coronación de Alejandro Durán como el primer rey vallenato. En 1968 se realizó en Valledupar el primer Festival de la Leyenda Vallenata. Los mejores acordeoneros se enfrentaron en batallas musicales para demostrar, según el criterio de un jurado y la recepción del público, quién sería el soberano. Alejandro Durán obtuvo la corona inicial y remarcó, para siempre, la única rebelión que se gestó desde la puya: “Mi pedazo de acordeón”, el son “Alicia adorada”, el merengue “Elvirita” y el paseo “La cachucha bacana”. Colombia tuvo su primer rey, pero él era distinto a la tradición centralista: por corona tenía un sombrero, por cetro un acordeón y, pa’ remate, era negro y descendiente de esclavos africanos. Imposible imaginar algo más revolucionario, pues recordemos que el retrato de Juan José Nieto, el único presidente afro de Colombia, quien se trenzó la banda presidencial en 1861, solo fue ubicado en la Casa de Nariño en 2018. Por eso, el blanqueamiento que se intentó sobre nuestras artes e historia fue derrocado cuando Alejandro Durán, por decreto folclórico, se coronó primer rey.
El tercer gran logro ocurrió en 1969 y lo obtuvo una mujer única: Consuelo Araújo Noguera, la Cacica del vallenato. La contestación de Consuelo se originó porque, una vez más, desde el centro vilipendiaron el vallenato. Marta Traba, crítica de arte, usó su sapiencia limitada y dijo que el vallenato tenía descuidos gramaticales y literarios. Escribió, en resumen, que esta música representaba “la perversión del gusto del pueblo colombiano”. La Cacica, autonombrándose “inculta, semignorante y cuasianalfabeta”, le contestó: “El día que nuestros compositores salgan de las aulas universitarias con una gramática y una enciclopedia bajo los brazos a ‘elaborar’, que no a componer, la música vallenata… ese día desapareceremos de la vanguardia del folclor nacional que ahora estamos ocupando, y que ocuparemos mucho tiempo, gracias precisamente a la sencillez, la autenticidad, la originalidad rudimentaria de nuestros cantos”. Consuelo Araújo, en definitiva, acabó con la alharaca erudita de Marta Traba.
Lamentos y reinas de Latinoamérica
Una vez se consolidó la rebelión vallenata, asomaron los diálogos creativos entre las líricas del continente. Violeta Parra, otra mujer sin igual para las letras de nuestra América, grabó en 1957 su canción “Arauco tiene una pena”. En ella, empuñando el arte de sus palabras, criticó el yugo al que aún eran sometidos los mapuches en el siglo XX. Para ella era inadmisible que los herederos de los movimientos independentistas continuaran con el maltrato. Frente a eso, cantó: “Arauco tiene una pena / que no la puedo callar. / Son injusticias de siglos / que todos ven aplicar. / Nadie le pone remedio / pudiéndolo remediar”.
Estas canciones que emanaban de nuestras realidades inspiraron a Víctor Jara para asumir la revolucionaria misión de cantar en tiempos crudos. Y, del mismo modo, la inspiración llegó al compositor vallenato Santander Durán Escalona, quien nació en una familia rodeada de músicos, pintores y poetas. Desde su juventud, se interesó por los durísimos contextos que sufren los pueblos originarios. Por lo que, cuando vio cómo algunos políticos de la región usaban a los indígenas como animales exóticos para mostrarlos a los “ilustres” visitantes de la capital, emborrachándolos y robándoles sus mochilas y tutusomas ancestrales, afiló sus palabras y compuso “Lamento arhuaco”. Pero, más allá de las similitudes históricas, fonéticas y semánticas de los títulos de las dos canciones, Chile y Colombia unificaron sus críticas sociopolíticas en estos dos cantos. Santander Durán escribió que, ante “el gran olvido de la nación… Hoy perseguido y desamparado / solo salvando su tradición. / El indio pide ser escuchado / ser hombre libre, tener honor”.
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La historia del folclor de nuestra América también es caprichosa, pues con “Lamento arhuaco” Santander Durán se coronó, en 1971 y en el Festival, rey vallenato de la canción inédita. Ese mismo año, Pablo Neruda obtuvo el Premio Nobel de Literatura. El eterno autor chileno, sin saberlo, marcaría otro diálogo folclórico entre su poesía y la poesía vallenata, cuando escribió su poema “La reina” y en esos versos sentidos se lee: “Yo te he nombrado reina. / Hay más altas que tú, más altas. / Hay más puras que tú, más puras. / Hay más bellas que tú, hay más bellas. / Pero tú eres la reina […] Cuando vas por las calles / nadie te reconoce. / Nadie ve tu corona de cristal”. Sin duda, el poeta y cantautor colombiano Hernán Urbina Joiro le brindó un homenaje a Neruda cuando transformó en vallenato esas letras en su canción “Tú eres la reina”.
Urbina entonó en clave Caribe el poema de Neruda, pero fue más allá y creó una nueva versión al cantar: “Puede haber más bellas que tú / habrá otra con más poder que tú. / Pueden existir en este mundo / pero eres la reina. / Las hay con corona de cristal / y tienen todas las perlas del mar”. Estos son apenas dos ejemplos que marcan la relevancia literaria y continental del vallenato, pero hay cientos de casos. De momento, se las dejo ahí. Pero eso sí, hoy bien puede decirse que el vallenato, como la literatura latinoamericana, tiene una tradición que se originó desde la diversidad de las regiones y no desde la rigidez del centralismo. Hoy el vallenato es patrimonio inmaterial de la humanidad, pero no llegó ahí porque sea música pura, como lo querían Marta Traba y su conjunto, sino que logró su sitio cultural indiscutible de otra manera, lo hizo a pura música, a pura literatura.