Garzón, más allá de sus asesinos
Hoy se cumplen 25 años del asesinato de Jaime Garzón. Para conmemorar su vida, el ilustrador Alfredo Garzón y la dramaturga Verónica Ochoa presentan el lanzamiento de la novela gráfica Garzón: El duelo imposible. Esta obra se centra en quienes intentaron transformar el país, en lugar de enfocarse en sus verdugos.
Diana Camila Eslava
Jaime Garzón solía decir que la racionalidad de los colombianos funcionaba al revés. Desconcertar esa antilógica y ponerla en evidencia fue el arte en el que más sobresalió. “Un buen chiste es el mejor argumento,” le comentó alguna vez a su hermano Alfredo. Guiado por esta filosofía, se convirtió en el anfitrión de diálogos improbables. Entre las anécdotas más recordadas, sus amigos relatan cómo convocó al exmilitante del M-19 Navarro Wolff y al exministro de Gobierno Jaime Castro, y los hizo cenar en su casa sin tenedores ni cuchillos, solo con cucharas, para evitar “cualquier tipo de violencia”.
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Jaime Garzón solía decir que la racionalidad de los colombianos funcionaba al revés. Desconcertar esa antilógica y ponerla en evidencia fue el arte en el que más sobresalió. “Un buen chiste es el mejor argumento,” le comentó alguna vez a su hermano Alfredo. Guiado por esta filosofía, se convirtió en el anfitrión de diálogos improbables. Entre las anécdotas más recordadas, sus amigos relatan cómo convocó al exmilitante del M-19 Navarro Wolff y al exministro de Gobierno Jaime Castro, y los hizo cenar en su casa sin tenedores ni cuchillos, solo con cucharas, para evitar “cualquier tipo de violencia”.
Una vez en un ascensor, y llamando la atención de todos los presentes, les dijo a sus amigos Antonio Morales y Diego León Hoyos que se revisaran los bolsillos y que “pilas con la billetera”, porque todo estaba muy inseguro. La broma hacía referencia al político liberal que tuvo la mala suerte de toparse con Garzón en ese mismo ascensor, y que acababa de cumplir una condena por fraude electoral. “¡Ya me robaron el reloj y me sacaron el celular!”, exclamaba Garzón con insolencia mientras los escoltas intentaban con disimulo ocultar sus risas con las manos.
Alfredo Garzón y Verónica Ochoa narraron en su novela que en su niñez, la de Jaime Garzón y sus hermanos, las noticias del país les llegaban a través de las historias de su madre, Ana Daisy Forero Portell, y de la radio, que se convirtió en la banda sonora de esos primeros años. Programas como La escuelita de doña Rita, La Cantaleta y El Pereque, con su lema “Vivir más, gastar menos, no molestar y hacer paz”, moldearon la sensibilidad del bogotano. El estilo del periodista Humberto Martínez Salcedo, su habilidad para imitar a personajes públicos y su enfoque en el humor político dejaron su influencia en Garzón. Ambos compartieron trayectorias paralelas en el uso del humor y ambos enfrentaron censura por parte de quienes no toleraban sus observaciones.
Doña Daisy Forero, quien trabajó como enfermera en el Hospital Central, vivió de cerca los eventos del 9 de abril de 1948. Según les contaba a sus cuatro hijos —Jorge, Alfredo, Jaime y Marisol—, ese día llegó al hospital el líder Jorge Eliécer Gaitán con tres heridas mortales. Forero, adscrita al Partido Liberal, no solo curó a los heridos que llegaron al hospital tras el Bogotazo, sino que también se dedicó a transmitirles a sus hijos su perspectiva de los hechos. Sabía que era poco probable que alguien más les contara su versión de la historia. En sus relatos les decía que mientras muchos hombres salieron a luchar por la dignidad del país, pronto cambiaron ese propósito por bienes materiales como neveras, canastas de cerveza o abrigos de piel. En contraste, las mujeres gaitanistas como ella mantuvieron el levantamiento, atendiendo a los heridos ante la posibilidad de un cambio. Sin embargo, luego llegó la persecución. “Porque muerto el perro, se acabó la rabia”, narra el libro.
Garzón sostenía que la política era un deber compartido, que el bienestar de todos dependía de la participación de cada uno. Ser colombiano, decía, implica asumir la responsabilidad de transformar el país. Por eso dedicó su vida a hablar, a desvelar y a evidenciar desde la sátira la compleja realidad de Colombia. Su hermana, Marisol Garzón, ha insistido en que Jaime era, ante todo, un pedagogo, y lo fue, porque intentó por todos los medios hacernos entender que para lograr la paz y trabajar por el bienestar común era necesario comprender la realidad colombiana y formarse un criterio propio, más allá de los resúmenes simplificados que ofrecen los medios.
“¿Quiénes somos?”, nos preguntaba Garzón, porque es esencial reconocer nuestra identidad, conocer la historia de la violencia en Colombia, examinar sus patrones, identificar a todos los actores del conflicto y no quedarse con la versión más cómoda o la que hace más ruido. “Ya no hacen falta más muertos en este país”, dijo en su última entrevista, un día antes de que lo asesinaran, hace 25 años. “Es hora de que se sienten a hablar.”
Quizá fue por eso que Garzón se convirtió en un hombre tan comprometido con los destinos del país, con la búsqueda de la paz y con el uso de la palabra como herramienta en las negociaciones. Desde niño estuvo inmerso en la crítica política, el análisis y los relatos que, más que darle definiciones exactas, le iban señalando las capas de la compleja realidad de Colombia.
Según los autores del libro, su curiosidad innata lo llevó a cuestionar desde temprano esa forma de educar que confundía instruir con disciplinar y domesticar. En su universo escolar sus travesuras se sobredimensionaban y tuvo constantes choques con la institución educativa, que no repensaba el concepto del “niño bien educado”. Para él, el conocimiento debía explorarse a partir de los propios impulsos y curiosidades. El juguete favorito, que compartía con su hermano Alfredo, eran unos guantes de boxeo, porque ambos admiraban a Muhammad Ali, quien se negó a ir a la guerra de Vietnam por no estar dispuesto a disparar contra otras personas.
“La construcción de la memoria puede ser problemática cuando el verdugo ocupa el centro del relato. ¿Quién tiene el poder de construir esa memoria y para qué intereses sirve? ¿Qué ocurre con quienes fueron arrebatados de la vida y luego desplazados de la memoria colectiva?”. Estas preguntas llevaron a Alfredo Garzón a crear una novela gráfica que no solo retrata la vida de su hermano, sino que también le ofrece un espacio para enfrentar su propia pérdida. En ese proceso, Alfredo se dio cuenta de que el duelo, en los términos tradicionales de aceptar y pasar la página, le resultaba imposible. Según él, lo que debía hacer era escuchar a su hermano. Convencido de que su habilidad para dibujar era una forma de enfrentarse a ello.
La novela gráfica se convierte así en una herramienta para enfrentar la violencia y el miedo. La frase que abre el libro: “Los muertos convierten a los que quedan en fabricantes de relatos. Todo se pone en movimiento. Signo de que algo, allí, insufla vida”, de Vinciane Despret, resume, según el ilustrador, la esencia del proyecto: un llamado a continuar las tareas pendientes y a encontrar esperanza en el legado de las víctimas.