Gato (Cuentos de sábado en la tarde)
Tom, un gato con múltiples nombres y personalidades, vive una vida plena en un viejo edificio de la ciudad. Por la noche, Tom regresa al tejado, donde sueña con los días que vendrán mientras observa la ciudad en calma.
John Gómez
Cada día era un paisaje desconocido, y él caminaba por ese territorio sin mapa, como un explorador de su propia alma.
Había una vez un gato y su primer nombre fue Tom. Sí, Tom, como el gato de Tom y Jerry. No es que quien le puso el nombre tuviera poca imaginación, solo pensaba que Tom era el mejor nombre para un gato. Tom también se llamaba Micifuz y era Micifuz por el título de un tango. Y Tom-Micifuz, además, se llamaba Mota, porque siempre que se dormía en la manta del sofá, la dejaba toda cubierta de bolas de su largo pelo negro.
Tom-Micifuz-Mota pasaba la noche en el tejado de un edificio viejo de apartamentos del centro de la ciudad. Un edificio que se levantaba ahogado entre dos grandes torres de oficinas, con un patio en el interior, fachadas de ladrillo y balcones estrechos donde a veces colgaban plantas y ropa recién lavada.
Tom-Micifuz-Mota se despertaba antes de la salida del sol y caminaba un poco sobre el tejado, estirándose y disfrutando del eco crujiente de las tejas bajo sus patas. Miraba atento hacia la puerta de madera roja desteñida del primer piso, que siempre se abría poco después del amanecer. De ahí salía Margarita y cuando la veía, Micifuz bajaba en tres saltos hasta el patio y se restregaba en sus piernas maullando, impaciente por el desayuno. Margarita se reía y acariciaba su lomo hacia adelante y hacia atrás, haciéndolo entornar los ojos y soltar un ronroneo de satisfacción.
A Micifuz le gustaba la risa de Margarita, corta y melódica, como una marimba, y también sus manos resecas y arrugadas, perfectas para sobar la cabeza entre las orejas. Se comía feliz el atún enlatado y se quedaba viendo a Margarita regar las flores y las demás plantas. A Micifuz le gustaban las flores, pero Margarita no lo dejaba comérselas. Igual a él no le importaba, porque escuchaba embelesado a Margarita tararear tangos mientras terminaba de arreglarlas.
Luego, Micifuz la seguía al apartamento para acompañarla a desayunar. Ella sintonizaba una emisora en la radiola y cantaba casi todas las canciones mientras tejía uno más de sus cientos de suéteres de colores y Micifuz se dormía de nuevo con la música del bandoneón. Otras veces, Margarita se quedaba mirando fotos desteñidas de sus hijos que ya no la visitaban y Micifuz le lamía el dorso de la mano, salado por las lágrimas.
Siempre antes de las doce, Margarita se iba a la iglesia. Micifuz aprovechaba para salir al patio y, en los días despejados, se quedaba dormitando bajo el sol. Pasado el mediodía, Pablo llegaba del colegio a buscarlo y lo saludaba y lo alzaba gritando su nombre y a Tom le encantaba dejarse alzar mientras escuchaba la risa de Pablo, unas veces larga y otras veces corta, nunca la misma y se sentía fresca en las orejas como una mañana con neblina.
Pablo subía las escaleras con Tom en brazos y entraban derecho a su cuarto a jugar. Tom corría y saltaba siguiendo las luces que Pablo le apuntaba con un espejo o haciendo piruetas con los carros de cuerda hasta que llegaba la hora del almuerzo y comían juntos en la cama. Después Pablo le contaba a Tom las historias más fantásticas, de aventuras espaciales y dragones voladores, y Tom se arrullaba en la voz de ese niño que nunca había conocido a su madre y que siempre veía a su padre tarde, porque tenía que trabajar mucho. Tom se despertaba cuando escuchaba la puerta del apartamento abrirse, veía al pequeño Pablo correr a los brazos de su padre y se escapaba porque le parecía que el papá de Pablo no olía muy bien.
Para entonces, el sol ya se había escondido tras el tejado y Tom subía unas cuantas escaleras más para rascar con sus uñas la puerta de Carlos, que nunca se tardaba mucho en abrir. Ahora, Mota miraba hacia arriba al hombre alto y robusto que le sonreía enternecido y se colaba hasta la cocina donde ya había servido un plato de leche. Mota se la tomaba feliz y paraba entre sorbo y sorbo a relamerse y a mirar a Carlos, que se reía celebrando sus bigotes mojados. La risa de Carlos también le gustaba porque era suave y ronca, ideal para dormir, así como le gustaba su barba rasposa, que lo hacía ronronear cuando se la pasaba por la cara.
Siempre curioso, observaba a Carlos mientras recogía el plato y lo veía lavar la loza y organizar la cocina, caminando, dando vueltas ansioso hasta que por fin Carlos terminaba y caminaban a la sala, donde se sentaban a ver los programas de concurso en la televisión y, mientras Mota soñaba con más platos de leche, Carlos añoraba a la mujer que nunca había tenido, acariciando al gato detrás de las orejas y suspirando con resignación. El sonido de lluvia del televisor, ya sin señal, despertaba a Mota, que se estiraba perezoso y dejaba a Carlos dormido en la silla saltando hasta la ventana de la cocina para volver al tejado.
En las noches despejadas, con la luna de testigo, Tom-Micifuz-Mota se quedaba sentado sobre las tejas, contemplando a ratos la ciudad que apagaba lentamente sus luces, a ratos el edificio ya en silencio, respirando sueños, esperando el día siguiente, que, quién sabe, podría venir con una nueva risa y, con ella, un nuevo nombre.
Cada día era un paisaje desconocido, y él caminaba por ese territorio sin mapa, como un explorador de su propia alma.
Había una vez un gato y su primer nombre fue Tom. Sí, Tom, como el gato de Tom y Jerry. No es que quien le puso el nombre tuviera poca imaginación, solo pensaba que Tom era el mejor nombre para un gato. Tom también se llamaba Micifuz y era Micifuz por el título de un tango. Y Tom-Micifuz, además, se llamaba Mota, porque siempre que se dormía en la manta del sofá, la dejaba toda cubierta de bolas de su largo pelo negro.
Tom-Micifuz-Mota pasaba la noche en el tejado de un edificio viejo de apartamentos del centro de la ciudad. Un edificio que se levantaba ahogado entre dos grandes torres de oficinas, con un patio en el interior, fachadas de ladrillo y balcones estrechos donde a veces colgaban plantas y ropa recién lavada.
Tom-Micifuz-Mota se despertaba antes de la salida del sol y caminaba un poco sobre el tejado, estirándose y disfrutando del eco crujiente de las tejas bajo sus patas. Miraba atento hacia la puerta de madera roja desteñida del primer piso, que siempre se abría poco después del amanecer. De ahí salía Margarita y cuando la veía, Micifuz bajaba en tres saltos hasta el patio y se restregaba en sus piernas maullando, impaciente por el desayuno. Margarita se reía y acariciaba su lomo hacia adelante y hacia atrás, haciéndolo entornar los ojos y soltar un ronroneo de satisfacción.
A Micifuz le gustaba la risa de Margarita, corta y melódica, como una marimba, y también sus manos resecas y arrugadas, perfectas para sobar la cabeza entre las orejas. Se comía feliz el atún enlatado y se quedaba viendo a Margarita regar las flores y las demás plantas. A Micifuz le gustaban las flores, pero Margarita no lo dejaba comérselas. Igual a él no le importaba, porque escuchaba embelesado a Margarita tararear tangos mientras terminaba de arreglarlas.
Luego, Micifuz la seguía al apartamento para acompañarla a desayunar. Ella sintonizaba una emisora en la radiola y cantaba casi todas las canciones mientras tejía uno más de sus cientos de suéteres de colores y Micifuz se dormía de nuevo con la música del bandoneón. Otras veces, Margarita se quedaba mirando fotos desteñidas de sus hijos que ya no la visitaban y Micifuz le lamía el dorso de la mano, salado por las lágrimas.
Siempre antes de las doce, Margarita se iba a la iglesia. Micifuz aprovechaba para salir al patio y, en los días despejados, se quedaba dormitando bajo el sol. Pasado el mediodía, Pablo llegaba del colegio a buscarlo y lo saludaba y lo alzaba gritando su nombre y a Tom le encantaba dejarse alzar mientras escuchaba la risa de Pablo, unas veces larga y otras veces corta, nunca la misma y se sentía fresca en las orejas como una mañana con neblina.
Pablo subía las escaleras con Tom en brazos y entraban derecho a su cuarto a jugar. Tom corría y saltaba siguiendo las luces que Pablo le apuntaba con un espejo o haciendo piruetas con los carros de cuerda hasta que llegaba la hora del almuerzo y comían juntos en la cama. Después Pablo le contaba a Tom las historias más fantásticas, de aventuras espaciales y dragones voladores, y Tom se arrullaba en la voz de ese niño que nunca había conocido a su madre y que siempre veía a su padre tarde, porque tenía que trabajar mucho. Tom se despertaba cuando escuchaba la puerta del apartamento abrirse, veía al pequeño Pablo correr a los brazos de su padre y se escapaba porque le parecía que el papá de Pablo no olía muy bien.
Para entonces, el sol ya se había escondido tras el tejado y Tom subía unas cuantas escaleras más para rascar con sus uñas la puerta de Carlos, que nunca se tardaba mucho en abrir. Ahora, Mota miraba hacia arriba al hombre alto y robusto que le sonreía enternecido y se colaba hasta la cocina donde ya había servido un plato de leche. Mota se la tomaba feliz y paraba entre sorbo y sorbo a relamerse y a mirar a Carlos, que se reía celebrando sus bigotes mojados. La risa de Carlos también le gustaba porque era suave y ronca, ideal para dormir, así como le gustaba su barba rasposa, que lo hacía ronronear cuando se la pasaba por la cara.
Siempre curioso, observaba a Carlos mientras recogía el plato y lo veía lavar la loza y organizar la cocina, caminando, dando vueltas ansioso hasta que por fin Carlos terminaba y caminaban a la sala, donde se sentaban a ver los programas de concurso en la televisión y, mientras Mota soñaba con más platos de leche, Carlos añoraba a la mujer que nunca había tenido, acariciando al gato detrás de las orejas y suspirando con resignación. El sonido de lluvia del televisor, ya sin señal, despertaba a Mota, que se estiraba perezoso y dejaba a Carlos dormido en la silla saltando hasta la ventana de la cocina para volver al tejado.
En las noches despejadas, con la luna de testigo, Tom-Micifuz-Mota se quedaba sentado sobre las tejas, contemplando a ratos la ciudad que apagaba lentamente sus luces, a ratos el edificio ya en silencio, respirando sueños, esperando el día siguiente, que, quién sabe, podría venir con una nueva risa y, con ella, un nuevo nombre.