George Orwell y un diario como legado
Setenta años han pasado desde que murió un escritor que también es profeta. Nos advirtió sobre gobiernos totalitarios, la manipulación del lenguaje y la pérdida de la libertad. Pero también nos dejó un legado como una carta lanzada al mar.
Juliana Vargas
En 1949, alguien ya había vivido bajo los puentes de París, había cubierto la guerra civil española, había visto la forma descarada en que tanto fascistas como socialistas manipulaban el lenguaje para mover masas. Alguien ya había visto los peligros de un gobierno totalitario y había escrito una novela acerca de una distopía en un alternativo 1984.
En su novela 1984, George Orwell presentaba un futuro intensamente nefasto, dividido entre tres poderes constantemente en guerra: Oceanía, Eurasia y Estasia. Introducía a un Gran Hermano que lideraba a un único partido y a una población esclavizada que tan solo podía seguir una ideología. Describía ministerios cuya misión era perseguir a todo aquel que pensara distinto a los intereses del Gran Hermano, reescribir el pasado para controlar el presente, desaparecer todo archivo que se refiriera a personas que hubieran sido perseguidas y asesinadas por el régimen, y asegurarse de que no existiera ningún vínculo amoroso o de cariño entre padres e hijos, esposos y esposas, amigos y amigas.
Colocaba en cada casa una telepantalla que vigilaba cada movimiento de los ciudadanos y los perseguía mediante la Policía del Pensamiento. Todo porque solo existía el Gran Hermano. El mundo giraba por y para él.
Llegó 1984 y nada de eso ocurrió. Sí, estábamos en medio de la Guerra Fría, había amenazas en ambos hemisferios de la Tierra y aparecían súbitamente espías imaginarios, pero dicho Gran Hermano no surgió, no hubo un Estado totalitario tan grande que devorara toda nuestra libertad, y 1984 pasó desapercibida como una buena obra de ciencia ficción.
Pero más que predecir el futuro, esta novela es una obra política. El Gran Hermano, el Ministerio del Amor que genera odio, el de la Verdad que extiende un manto de mentiras, y el de la Paz que hace la guerra; las telepantallas, las torturas, la manipulación del lenguaje y de la realidad, la vida por un líder y que toda otra relación quede atrás. Todo, todo se puede transformar, todo puede ser una metáfora, todo puede ser un símbolo que se materializa en gobiernos populistas, en aplicaciones que nos rastrean a cada minuto, en algoritmos que predicen nuestros movimientos. Puede que no vivamos en un Estado totalitario, puede que no haya una persona a la cual podamos identificar como el Gran Hermano, puede que sintamos que vivimos en una sociedad democrática y libre, pero en realidad caminamos de la mano del Gran Hermano.
Y es que, a menos de que queramos pasar el resto de nuestras vidas en una choza en medio de algún bosque en el rincón más alejado de la civilización, estamos condenados a vivir bajo el escrutinio del Estado, con las tecnologías de la información cada vez más integradas en nuestra vida cotidiana. Diariamente escuchamos una cacofonía de noticias que van y vienen, que diluyen la línea entre lo que es verdad y lo que no es más que ruido, y que erosionan nuestro derecho a la información. Varios políticos en distintos continentes distorsionan el pasado para recrear el presente, hablan de “hechos alternativos”, reforman parlamentos a su antojo, buscan que su personalidad sea la verdad de un partido y dicen sin asomo de duda que los enemigos de ayer son los amigos de hoy. Algoritmos detrás de una pantalla, de un reloj inteligente, de una nevera y hasta de un marcapasos recolectan nuestros datos y predicen nuestro futuro, desde nuestra canción favorita hasta enfermedades potenciales que podemos sufrir en unos años.
El Gran Hermano ya no es un dictador humano, es una realidad de la cual no podemos desprendernos.
Por otro lado, así como 1984 es altamente política, también es radicalmente emocional. Su objetivo es crear un estado emocional en el lector, uno de olvido y desesperanza. 1984 es la expresión de un estado de ánimo y también es una advertencia. El estado de ánimo que expresa es uno de desolación por el futuro del hombre y la advertencia es que, a menos de que el curso de la historia cambie, perderemos nuestras cualidades y nuestra libertad para convertirnos en autómatas sin alma.
Sin embargo, al mismo tiempo, Orwell nos regala una pequeña esperanza en la figura de Winston Smith. El protagonista de esta novela es, contra todo pronóstico, un personaje complejo, en contraste con todos los demás personajes que aparecen en la novela, quienes han sido disciplinados por una vigilancia ubicua para actuar en sumisión. Winston es un personaje complejo porque aún retiene un espacio en el que puede disfrutar de una forma de privacidad y, por ende, ser él mismo.
“Sentado en aquel hueco y situándose lo más dentro posible, Winston podía mantenerse fuera del alcance de la telepantalla en cuanto a la visualidad, ya que no podía evitar que oyera sus ruidos. En parte, fue la misma distribución insólita del cuarto lo que le indujo a lo que ahora se disponía a hacer…”. Lo que ahora se disponía a hacer era abrir su diario.
Mientras el diario exista, mientras pueda escribir sus experiencias, sus sentimientos y su ira mediante sus propias palabras, podrá saborear algo de libertad en un mundo hostil, porque en un mundo en el que hay vigilancia constante, la mente es el último bastión de la privacidad y, sobre todo, de la humanidad.
Es por esto mismo que lo más desgarrador de la novela no son las telepantallas, la vigilancia constante, los Ministerios del Amor; ni siquiera la manipulación que ejerce el Gran Hermano sobre los proles es tan estremecedora como la manera en la que le lavan el cerebro a Winston, que terminó diciendo “Amo al Gran Hermano” porque perdió la santidad de su diario.
Setenta años después de tensiones y guerras, de democracias fantasmas y dictaduras fáciles, de cámaras, bases de datos y análisis de nuestras más profundas emociones, el gran legado que nos deja George Orwell es el recuerdo de unas páginas a medio escribir. Es el poder de la tinta, de nuestras manos moviéndose al ritmo de nuestras propias experiencias, de nuestro propio autoconocimiento; de sabernos libres porque el diario no critica, no juzga, no se burla, no dice quién serás en el futuro. En un mundo hiperconectado, colmado de noticias falsas, dictadores disfrazados de mesías y algoritmos que gobiernan nuestro comportamiento, todos somos Winston Smith en un rincón, escribiendo, pensando, sintiendo y siendo libres solo para y por nosotros.
“—No —dijo por fin—. Es lo único que no pueden hacer. Pueden obligarte a decir cualquier cosa, lo que sea, pero no obligarte a que lo creas. No se pueden meter en tu cabeza. —No —respondió él un poco más esperanzado—, no; tienes razón. No se pueden meter en tu cabeza. Si seguimos sintiendo que vale la pena seguir siendo humanos, incluso aunque no sirva de nada, les habremos derrotado”.
En 1949, alguien ya había vivido bajo los puentes de París, había cubierto la guerra civil española, había visto la forma descarada en que tanto fascistas como socialistas manipulaban el lenguaje para mover masas. Alguien ya había visto los peligros de un gobierno totalitario y había escrito una novela acerca de una distopía en un alternativo 1984.
En su novela 1984, George Orwell presentaba un futuro intensamente nefasto, dividido entre tres poderes constantemente en guerra: Oceanía, Eurasia y Estasia. Introducía a un Gran Hermano que lideraba a un único partido y a una población esclavizada que tan solo podía seguir una ideología. Describía ministerios cuya misión era perseguir a todo aquel que pensara distinto a los intereses del Gran Hermano, reescribir el pasado para controlar el presente, desaparecer todo archivo que se refiriera a personas que hubieran sido perseguidas y asesinadas por el régimen, y asegurarse de que no existiera ningún vínculo amoroso o de cariño entre padres e hijos, esposos y esposas, amigos y amigas.
Colocaba en cada casa una telepantalla que vigilaba cada movimiento de los ciudadanos y los perseguía mediante la Policía del Pensamiento. Todo porque solo existía el Gran Hermano. El mundo giraba por y para él.
Llegó 1984 y nada de eso ocurrió. Sí, estábamos en medio de la Guerra Fría, había amenazas en ambos hemisferios de la Tierra y aparecían súbitamente espías imaginarios, pero dicho Gran Hermano no surgió, no hubo un Estado totalitario tan grande que devorara toda nuestra libertad, y 1984 pasó desapercibida como una buena obra de ciencia ficción.
Pero más que predecir el futuro, esta novela es una obra política. El Gran Hermano, el Ministerio del Amor que genera odio, el de la Verdad que extiende un manto de mentiras, y el de la Paz que hace la guerra; las telepantallas, las torturas, la manipulación del lenguaje y de la realidad, la vida por un líder y que toda otra relación quede atrás. Todo, todo se puede transformar, todo puede ser una metáfora, todo puede ser un símbolo que se materializa en gobiernos populistas, en aplicaciones que nos rastrean a cada minuto, en algoritmos que predicen nuestros movimientos. Puede que no vivamos en un Estado totalitario, puede que no haya una persona a la cual podamos identificar como el Gran Hermano, puede que sintamos que vivimos en una sociedad democrática y libre, pero en realidad caminamos de la mano del Gran Hermano.
Y es que, a menos de que queramos pasar el resto de nuestras vidas en una choza en medio de algún bosque en el rincón más alejado de la civilización, estamos condenados a vivir bajo el escrutinio del Estado, con las tecnologías de la información cada vez más integradas en nuestra vida cotidiana. Diariamente escuchamos una cacofonía de noticias que van y vienen, que diluyen la línea entre lo que es verdad y lo que no es más que ruido, y que erosionan nuestro derecho a la información. Varios políticos en distintos continentes distorsionan el pasado para recrear el presente, hablan de “hechos alternativos”, reforman parlamentos a su antojo, buscan que su personalidad sea la verdad de un partido y dicen sin asomo de duda que los enemigos de ayer son los amigos de hoy. Algoritmos detrás de una pantalla, de un reloj inteligente, de una nevera y hasta de un marcapasos recolectan nuestros datos y predicen nuestro futuro, desde nuestra canción favorita hasta enfermedades potenciales que podemos sufrir en unos años.
El Gran Hermano ya no es un dictador humano, es una realidad de la cual no podemos desprendernos.
Por otro lado, así como 1984 es altamente política, también es radicalmente emocional. Su objetivo es crear un estado emocional en el lector, uno de olvido y desesperanza. 1984 es la expresión de un estado de ánimo y también es una advertencia. El estado de ánimo que expresa es uno de desolación por el futuro del hombre y la advertencia es que, a menos de que el curso de la historia cambie, perderemos nuestras cualidades y nuestra libertad para convertirnos en autómatas sin alma.
Sin embargo, al mismo tiempo, Orwell nos regala una pequeña esperanza en la figura de Winston Smith. El protagonista de esta novela es, contra todo pronóstico, un personaje complejo, en contraste con todos los demás personajes que aparecen en la novela, quienes han sido disciplinados por una vigilancia ubicua para actuar en sumisión. Winston es un personaje complejo porque aún retiene un espacio en el que puede disfrutar de una forma de privacidad y, por ende, ser él mismo.
“Sentado en aquel hueco y situándose lo más dentro posible, Winston podía mantenerse fuera del alcance de la telepantalla en cuanto a la visualidad, ya que no podía evitar que oyera sus ruidos. En parte, fue la misma distribución insólita del cuarto lo que le indujo a lo que ahora se disponía a hacer…”. Lo que ahora se disponía a hacer era abrir su diario.
Mientras el diario exista, mientras pueda escribir sus experiencias, sus sentimientos y su ira mediante sus propias palabras, podrá saborear algo de libertad en un mundo hostil, porque en un mundo en el que hay vigilancia constante, la mente es el último bastión de la privacidad y, sobre todo, de la humanidad.
Es por esto mismo que lo más desgarrador de la novela no son las telepantallas, la vigilancia constante, los Ministerios del Amor; ni siquiera la manipulación que ejerce el Gran Hermano sobre los proles es tan estremecedora como la manera en la que le lavan el cerebro a Winston, que terminó diciendo “Amo al Gran Hermano” porque perdió la santidad de su diario.
Setenta años después de tensiones y guerras, de democracias fantasmas y dictaduras fáciles, de cámaras, bases de datos y análisis de nuestras más profundas emociones, el gran legado que nos deja George Orwell es el recuerdo de unas páginas a medio escribir. Es el poder de la tinta, de nuestras manos moviéndose al ritmo de nuestras propias experiencias, de nuestro propio autoconocimiento; de sabernos libres porque el diario no critica, no juzga, no se burla, no dice quién serás en el futuro. En un mundo hiperconectado, colmado de noticias falsas, dictadores disfrazados de mesías y algoritmos que gobiernan nuestro comportamiento, todos somos Winston Smith en un rincón, escribiendo, pensando, sintiendo y siendo libres solo para y por nosotros.
“—No —dijo por fin—. Es lo único que no pueden hacer. Pueden obligarte a decir cualquier cosa, lo que sea, pero no obligarte a que lo creas. No se pueden meter en tu cabeza. —No —respondió él un poco más esperanzado—, no; tienes razón. No se pueden meter en tu cabeza. Si seguimos sintiendo que vale la pena seguir siendo humanos, incluso aunque no sirva de nada, les habremos derrotado”.