Germán Moure, el monje del teatro
Sobre “el asceta” del teatro, como lo describió su sobrino Andrés Moure, o el experto en puestas en escenas, como lo recordó Germán Jaramillo. Sobre Germán Moure, que murió como una de las figuras más importantes para el teatro en Colombia.
Laura Camila Arévalo Domínguez
Fumaba mucho. Y como fumaba tanto, su risa se reconocía fácilmente. Siempre sonaba igual, así como su tos, que también era distinta a las demás formas de toser y que también se convirtió en un rasgo distintivo por ese vicio suyo que lo acompañó hasta casi los 80 años. Fumaba tanto que, cuando regresó de un trabajo en Cartagena en el que ganaba un sueldo fijo, le pedía plata a su mamá para los cigarrillos. Muchas fueron las veces en las que estuvo en Bogotá y no tuvo plata para los cigarrillos ni para nada. Ni al cigarrillo ni al teatro los dejó por gusto, sino por imposición del cuerpo. Paró cuando lo obligaron a pesar de las advertencias de que fumar daba cáncer y el teatro no daba plata.
Tenía una risa traviesa. Soltaba chistes que no tenían forma de chistes y cuando escuchaba las risas de los demás, esbozaba un gesto de travesura y se llegaba a ver tierno, frágil, ingenuo. Y tal vez sí fue todo esto, además de culto: que leía mucho, decían. Y que hasta se burlaba inofensivamente de los que no leían. “¿Cómo así que usted no sabía que eso había pasado?”, decía, y volvía a reírse. Que como había quedado tan enamorado del teatro y que como ese amor nunca murió ni disminuyó ni se desgastó, no tuvo más amores. O no tan formales o confirmados como los amores de los que sí confirman, divulgan y formalizan. Que tampoco tuvo hijos. El teatro quita mucho tiempo y regala mucha vida. Que por eso vivió hasta los 93 años.
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Los últimos años de su vida transcurrieron al lado de una enfermera. Una enfermera que no le gustaba, pero no por la enfermera, sino por lo que simbolizaba su presencia: ya no podía con él mismo. Él, que había nacido en Pamplona, se había salido de Arquitectura para estudiar Teatro y se había montado en un tren desconocido de Nueva York para ver títeres, ya no podía con él. Ni con él ni con nada.
Hace siete años, Moure le contó a Consuelo Luzardo en el programa En voz alta, que había nacido en un pueblo frío y pequeño en el que todo el mundo era amigo de todo el mundo: Pamplona. Su papá, Rafael Moure, fue contador. Y su mamá, Elvira Ramírez, fue ama de casa. Antes de estudiar Teatro, el plan era la Medicina. Después la Arquitectura. Lo que resultó convirtiéndose en el paisaje del resto de su vida le llegó cuando estaba en sexto semestre. Se fue sin mucho dolor. Le dijo al teatro que sí después de una pregunta directa: ¿quiere hacer teatro? Sí, respondió. Y se fue a hacer obras cortas de Antonio Montaña que ensayaba en el Teatro Colón todos los días. Mil veces dijo que volvería a la universidad. Mil veces lo pospuso.
Aprendió a dirigir teatro con Santiago García, con quien trabajó un tiempo y de quien “aprendió mucho”, dijo alguna vez. Después de varios años de comienzos en su nuevo mundo, recibió la carta de su tío Eduardo Ramírez Villamizar, su gran amigo y cómplice en las artes, con un tiquete a Nueva York. Moure se montó en un avión y al otro día aceptó la sugerencia de visitar un grupo que trabajaba con títeres. Le dieron una dirección y se montó al metro. “Con mucho miedo, llegué”, le contó Moure a Luzardo, sobre ese lugar en el que, después de una obra de canciones, desorden y muñecos, se quedó mirando una vitrina con máscaras. Alguien se le acercó y le dijo que se tenían que ir, que iban a cerrar. El desconocido se dio cuenta de su fascinación y le preguntó si quería trabajar ahí. Moure dijo que sí. Volvió el martes. Resultó que el grupo de títeres no era un teatro cualquiera y que el señor que le pidió que se fuera, pero que después volviera, tampoco. Se trataba del Bread and Puppet Theatre y de Peter Schumann, con quien trabajó en más de seis montajes.
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Hizo parte del grupo de fundadores del Teatro La Mama, en 1968, y del Teatro Libre, en 1973. Además de amor por el teatro, tuvo suerte, así que consiguió trabajo con cierta facilidad (la facilidad propia de los que se dedican al teatro y viven de él). Moure, que cuando se encontraba con una obra de teatro por primera vez la leía en voz alta, fue muy solitario. El actor Germán Jaramillo lo conoció en 1976 y lo recordó como un tipo muy culto, generoso y sarcástico. “Dueño de un humor cáustico, mordaz. Dominaba el arte de la puesta en escena. Tenía una mirada sobre le espacio escénico que a muy pocos directores les he visto, y me parecía muy divertido, pero muy admirable también. Se sabía los chismes de los actores de cine del siglo XX, porque además creo que vio todas las películas del siglo XX”, dijo Jaramillo, que declaró tres días de luto riguroso al enterarse de la muerte de Moure, quien, según cuenta, era sencillo de personalidad, pero no de sensibilidad y mucho menos de cultura. “Si las obras le gustaban decía una palabra. Si no, también. Tenía gestos precisos para aprobar o desaprobar”, concluyó.
Andrés Moure, director del Pequeño Teatro de Medellín y sobrino de Germán Moure, coincidió con Jaramillo en que su tío jamás abandonó el sarcasmo y que fue una influencia determinante para muchos, y, sobre todo, para sus estudiantes, a quienes se entregó completamente. Admiró su humanidad, de la que solo fue consciente hasta que creció: durante su infancia le tuvo miedo por un juego que jamás entendieron él ni sus hermanos: para asustarlos, divertirlos o ahuyentarlos (nunca lo sabremos), su tío “ponía cara de bravo”.
Pero esa cara no le duró. Del tío cascarrabias se convirtió en el asceta, en el monje del teatro. Así comenzó a verlo Andrés, que habló por última vez con él hace más de un año antes de que su salud se deteriorara.
“Su labor como hombre de teatro fue intensa y honda. Era el gran Maestro, el gran disertado. Tenía el genio de encontrar de inmediato la arista de las cosas. Por muchos años resonará en el Teatro Libre su palabra serena, clara y fuerte lógica. Vivirá la enseñanza de hombre superior que supo trasmitir a sus discípulos, que lo oyeron con el respeto y la unción que se tiene frente a un hombre sabio. Referente del teatro colombiano, fundador de agrupaciones históricas, había sido develador de algunos de los secretos de Shakespeare en sus montajes con el Teatro Libre de Bogotá, que sentirá la ausencia de uno de sus guías”, escribió Octavio Arbeláez, director del Festival de Teatro de Manizales.
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Moure fue amigo cercano de Enrique Grau y Virgilio Barco. Y fueron amigos que pasaron a ser amigos de sus otros amigos, a quienes presentó sin envidias, recelos ni inseguridades. Extrañó la escuela de actores que fundó en el Teatro Libre hasta sus últimos días. Intentó convencer a sus estudiantes de que una de las cosas que primero debían entender era que para ser actor había que conocerse. Y que eso no era tan fácil. Que eso requería un trabajo constante y honesto, así como el suyo. Así como su vida que, aunque solitaria, influyó el trasegar de quienes hoy lo recuerdan como una de las figuras más importantes del teatro colombiano.
Fumaba mucho. Y como fumaba tanto, su risa se reconocía fácilmente. Siempre sonaba igual, así como su tos, que también era distinta a las demás formas de toser y que también se convirtió en un rasgo distintivo por ese vicio suyo que lo acompañó hasta casi los 80 años. Fumaba tanto que, cuando regresó de un trabajo en Cartagena en el que ganaba un sueldo fijo, le pedía plata a su mamá para los cigarrillos. Muchas fueron las veces en las que estuvo en Bogotá y no tuvo plata para los cigarrillos ni para nada. Ni al cigarrillo ni al teatro los dejó por gusto, sino por imposición del cuerpo. Paró cuando lo obligaron a pesar de las advertencias de que fumar daba cáncer y el teatro no daba plata.
Tenía una risa traviesa. Soltaba chistes que no tenían forma de chistes y cuando escuchaba las risas de los demás, esbozaba un gesto de travesura y se llegaba a ver tierno, frágil, ingenuo. Y tal vez sí fue todo esto, además de culto: que leía mucho, decían. Y que hasta se burlaba inofensivamente de los que no leían. “¿Cómo así que usted no sabía que eso había pasado?”, decía, y volvía a reírse. Que como había quedado tan enamorado del teatro y que como ese amor nunca murió ni disminuyó ni se desgastó, no tuvo más amores. O no tan formales o confirmados como los amores de los que sí confirman, divulgan y formalizan. Que tampoco tuvo hijos. El teatro quita mucho tiempo y regala mucha vida. Que por eso vivió hasta los 93 años.
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Los últimos años de su vida transcurrieron al lado de una enfermera. Una enfermera que no le gustaba, pero no por la enfermera, sino por lo que simbolizaba su presencia: ya no podía con él mismo. Él, que había nacido en Pamplona, se había salido de Arquitectura para estudiar Teatro y se había montado en un tren desconocido de Nueva York para ver títeres, ya no podía con él. Ni con él ni con nada.
Hace siete años, Moure le contó a Consuelo Luzardo en el programa En voz alta, que había nacido en un pueblo frío y pequeño en el que todo el mundo era amigo de todo el mundo: Pamplona. Su papá, Rafael Moure, fue contador. Y su mamá, Elvira Ramírez, fue ama de casa. Antes de estudiar Teatro, el plan era la Medicina. Después la Arquitectura. Lo que resultó convirtiéndose en el paisaje del resto de su vida le llegó cuando estaba en sexto semestre. Se fue sin mucho dolor. Le dijo al teatro que sí después de una pregunta directa: ¿quiere hacer teatro? Sí, respondió. Y se fue a hacer obras cortas de Antonio Montaña que ensayaba en el Teatro Colón todos los días. Mil veces dijo que volvería a la universidad. Mil veces lo pospuso.
Aprendió a dirigir teatro con Santiago García, con quien trabajó un tiempo y de quien “aprendió mucho”, dijo alguna vez. Después de varios años de comienzos en su nuevo mundo, recibió la carta de su tío Eduardo Ramírez Villamizar, su gran amigo y cómplice en las artes, con un tiquete a Nueva York. Moure se montó en un avión y al otro día aceptó la sugerencia de visitar un grupo que trabajaba con títeres. Le dieron una dirección y se montó al metro. “Con mucho miedo, llegué”, le contó Moure a Luzardo, sobre ese lugar en el que, después de una obra de canciones, desorden y muñecos, se quedó mirando una vitrina con máscaras. Alguien se le acercó y le dijo que se tenían que ir, que iban a cerrar. El desconocido se dio cuenta de su fascinación y le preguntó si quería trabajar ahí. Moure dijo que sí. Volvió el martes. Resultó que el grupo de títeres no era un teatro cualquiera y que el señor que le pidió que se fuera, pero que después volviera, tampoco. Se trataba del Bread and Puppet Theatre y de Peter Schumann, con quien trabajó en más de seis montajes.
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Hizo parte del grupo de fundadores del Teatro La Mama, en 1968, y del Teatro Libre, en 1973. Además de amor por el teatro, tuvo suerte, así que consiguió trabajo con cierta facilidad (la facilidad propia de los que se dedican al teatro y viven de él). Moure, que cuando se encontraba con una obra de teatro por primera vez la leía en voz alta, fue muy solitario. El actor Germán Jaramillo lo conoció en 1976 y lo recordó como un tipo muy culto, generoso y sarcástico. “Dueño de un humor cáustico, mordaz. Dominaba el arte de la puesta en escena. Tenía una mirada sobre le espacio escénico que a muy pocos directores les he visto, y me parecía muy divertido, pero muy admirable también. Se sabía los chismes de los actores de cine del siglo XX, porque además creo que vio todas las películas del siglo XX”, dijo Jaramillo, que declaró tres días de luto riguroso al enterarse de la muerte de Moure, quien, según cuenta, era sencillo de personalidad, pero no de sensibilidad y mucho menos de cultura. “Si las obras le gustaban decía una palabra. Si no, también. Tenía gestos precisos para aprobar o desaprobar”, concluyó.
Andrés Moure, director del Pequeño Teatro de Medellín y sobrino de Germán Moure, coincidió con Jaramillo en que su tío jamás abandonó el sarcasmo y que fue una influencia determinante para muchos, y, sobre todo, para sus estudiantes, a quienes se entregó completamente. Admiró su humanidad, de la que solo fue consciente hasta que creció: durante su infancia le tuvo miedo por un juego que jamás entendieron él ni sus hermanos: para asustarlos, divertirlos o ahuyentarlos (nunca lo sabremos), su tío “ponía cara de bravo”.
Pero esa cara no le duró. Del tío cascarrabias se convirtió en el asceta, en el monje del teatro. Así comenzó a verlo Andrés, que habló por última vez con él hace más de un año antes de que su salud se deteriorara.
“Su labor como hombre de teatro fue intensa y honda. Era el gran Maestro, el gran disertado. Tenía el genio de encontrar de inmediato la arista de las cosas. Por muchos años resonará en el Teatro Libre su palabra serena, clara y fuerte lógica. Vivirá la enseñanza de hombre superior que supo trasmitir a sus discípulos, que lo oyeron con el respeto y la unción que se tiene frente a un hombre sabio. Referente del teatro colombiano, fundador de agrupaciones históricas, había sido develador de algunos de los secretos de Shakespeare en sus montajes con el Teatro Libre de Bogotá, que sentirá la ausencia de uno de sus guías”, escribió Octavio Arbeláez, director del Festival de Teatro de Manizales.
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Moure fue amigo cercano de Enrique Grau y Virgilio Barco. Y fueron amigos que pasaron a ser amigos de sus otros amigos, a quienes presentó sin envidias, recelos ni inseguridades. Extrañó la escuela de actores que fundó en el Teatro Libre hasta sus últimos días. Intentó convencer a sus estudiantes de que una de las cosas que primero debían entender era que para ser actor había que conocerse. Y que eso no era tan fácil. Que eso requería un trabajo constante y honesto, así como el suyo. Así como su vida que, aunque solitaria, influyó el trasegar de quienes hoy lo recuerdan como una de las figuras más importantes del teatro colombiano.