El pan y la flor de Yeruham Scharovsky
A propósito de la gira de la Orquesta Sinfónica Nacional de Colombia, presentamos un perfil de su director, el maestro argentino-israelí Yeruham Scharovsky: su infancia en Argentina, su contacto con figuras como Leonard Bernstein o Zubin Mehta, y su llegada al país.
Laura Camila Arévalo Domínguez
A comienzos del siglo pasado sus abuelos llegaron a la Villa de Moisés: un terreno cinco veces más grande que el Estado de Israel. Después de comprar un tren marítimo de 50 barcos y de cargarlo con judíos que milagrosamente seguían vivos, al llegar a Argentina el barón Hirsch le entregó a cada familia una hectárea de tierra, una vaca, un caballo y el deseo de que, con ese pase a la libertad, es decir, a la vida, sus destinos dejaran de ser una condena. Y ese nuevo horizonte se comenzó a construir en un país al que llegaron a vestirse como gauchos, pero comunicándose en idish, el idioma de la diáspora de los judíos (muy parecido al alemán). El tiempo logró que las raíces de sus pies comenzaran a plantarse en esa tierra distinta a la de su infancia. Tuvieron hijos y entre esa nueva generación nacieron los padres de Yeruham Scharovsky. Al crecer, un hermano de su mamá se fue para la ciudad de Rosario y allí compró una camioneta en la que montó mesas, sillas, tablas… Compró y vendió cuanta cosa encontró para intentar comer.
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A comienzos del siglo pasado sus abuelos llegaron a la Villa de Moisés: un terreno cinco veces más grande que el Estado de Israel. Después de comprar un tren marítimo de 50 barcos y de cargarlo con judíos que milagrosamente seguían vivos, al llegar a Argentina el barón Hirsch le entregó a cada familia una hectárea de tierra, una vaca, un caballo y el deseo de que, con ese pase a la libertad, es decir, a la vida, sus destinos dejaran de ser una condena. Y ese nuevo horizonte se comenzó a construir en un país al que llegaron a vestirse como gauchos, pero comunicándose en idish, el idioma de la diáspora de los judíos (muy parecido al alemán). El tiempo logró que las raíces de sus pies comenzaran a plantarse en esa tierra distinta a la de su infancia. Tuvieron hijos y entre esa nueva generación nacieron los padres de Yeruham Scharovsky. Al crecer, un hermano de su mamá se fue para la ciudad de Rosario y allí compró una camioneta en la que montó mesas, sillas, tablas… Compró y vendió cuanta cosa encontró para intentar comer.
Cuando Scharovsky cumplió siete años se fue de vacaciones a esa ciudad con su tío, que sabía que el niño se agitaba en cuanto escuchaba alguna melodía. En una de sus compras consiguió una guitarra para su sobrino, el primer instrumento de su vida. Y en una de esas salidas, que para el pequeño eran paseos y para el grande solo días de trabajo, llegaron al teatro El Círculo. Como un par de “ladroncillos” se acercaron a la puerta casi que en puntas de pies y, por primera vez, el niño que estaba condenado desde hacía años a no nacer, sintió una electricidad a través de los dedos de los pies y de las manos. Como mariposas, los oídos se le desprendieron de la cabeza para intentar acercarse al origen de esa fantasía:
-Vamos a entrar, tío, le dijo Edgardo, el nombre en español de Scharovsky.
-No podemos, Edgardito, están ensayando.
-Entonces vayamos a comprar una boleta para el concierto.
-No nos podemos permitir eso, es muy caro.
Hecho un adulto, el director le contó al público que ese día estaba precisamente emocionado de estar en esa tarima, tener esa batuta y estar mirando esa puerta: cincuenta años después había conseguido una boleta para escuchar un concierto en el lugar que le había revelado que la vida tenía sentido, a pesar de que otros habían decidido que ni sus padres ni él ni nadie cercano a su familia podrían averiguarlo: no existir era su más alta probabilidad. Pero consiguió una batuta.
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El director de la Orquesta Sinfónica Nacional cree que en Colombia lo quieren porque saben a qué viene, porque “cómo no se van a dar cuenta, si es obvio: vine a dar mi corazón y los músicos lo sienten. No se puede ocultar que algo te importa, y no solo me refiero a la música. Trato de estar pendiente de si están bien, si se sienten felices, si necesitan algo. Y se dejaron tomar de la mano gracias a que me gané su confianza, y eso no es fácil, no pasa inmediatamente. Identifican al minuto cuando alguien quiere hacerse el inteligente, quieren mandar por mandar o realmente exigen buscando excelencia. Me gusta tener todo en la memoria para mirarlos a los ojos cuando los dirijo: no es una cuestión automática, es una cuestión de creatividad y de pasión. Y en Colombia saben que, si pasa un día en el que no esté en contacto con la música, me acuesto incompleto. La Sinfónica Nacional es mi último proyecto en la vida, y estoy más que satisfecho: en la música no puedes aparentar excelencia. Eres o no eres. Y esta orquesta está en su nivel más alto”.
Por estos días se baja y se sube y aborda y desembarca en buses y aviones que van recorriendo ciudades de Brasil. Hoy la gira llegó a Argentina, el país en el que nació y creció.
No recuerda cómo se dio cuenta de que le gustaba la música: nadie se acercó a convencerlo, nadie lo acercó a la flauta traversa o al contrabajo, los dos instrumentos que tocó antes de convertirse en director de orquesta. Su familia era como cualquier otra y su papá, un comerciante judío que había logrado una buena cosecha económica, quería que él la conservara y tuviera con qué sostenerla, así que se esperaba que se decidiera por el derecho o la medicina, y como su hermano mayor había elegido la primera, ya estaba casi que decidido que él sería médico.
Los padres de la familia querían que sus hijos hablaran varios idiomas, pero él resistía al inglés. “Algún día me lo agradecerás”, contó que le dijo su madre al futuro médico (según los planes de ella), en uno de sus arrebatos de rebeldía. Y sí, finalmente tuvo que agradecer: salió del país por insistencia de sus padres, que querían salvarlo de una inminente desaparición que le respiraba en la nuca: era un adolescente que militaba en la política local y se resistía al gobierno militar de su país, así que terminó en Israel. Y el inglés lo salvó. O lo ayudó a salvarse en un país nuevo que, de todas formas, lo obligó a comunicarse en hebreo. Luego aprendió italiano, francés, portugués y alemán.
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Después de observarlo desayunar en varios hoteles, bailar zamba, tomar cerveza y dirigir las primeras veces, pensaba en la cabeza del maestro como una fábrica repleta de mujeres y hombres muy pequeños a cargo de máquinas con funciones vitales. Como si cada uno operara sofisticados aparatos encargados de que cada cosa que saliera de la boca y las manos de aquel hombre de 1,80 metros, que hablaba español con acento argentino, pero casi de inmediato daba una indicación en portugués y, para alivianar, hacía un chiste que tenía versión en inglés, francés y alemán, tuviese que ser perfecta. Como si de eso dependiera el destino del mundo. Pero luego entendí que no podía ser una máquina: esos movimientos no eran automáticos, no estaban programados. Pensé entonces en una selva en la que había mucha vida y cada cosa que existía en aquel ecosistema tenía una razón de ser de suma importancia para el resto de los seres vivos. Y que por eso todo nacía, moría y acontecía en un tiempo perfecto. Después de cada concierto podría decir que a pesar de que habló de la Sinfónica Nacional de Colombia como su último proyecto, la fertilidad de aquel pequeño universo sostenido por su cuello produce aún mucho. Y según los músicos de su orquesta, lo produce bien.
El primer día en Río de Janeiro se los llevó a un bar llamado Carioca da Gema, que porque allí se tocaba zamba y no era peligroso, y ahí estaba la noche de Brasil, pero la noche manejable. Y bailó y bebió y preguntó mil veces, a cada uno, de sus mujeres y hombres a cargo, si estaban bien: si, como él, también habían bailado y comido. Pero no lo ha dejado de hacer durante todo el viaje. A veces se ve como su padre, para después salir como el maestro de un grupo de 90 músicos que le confían sus propias apuestas de vida.
“Para qué una flor, para qué un paisaje, para qué una poesía. Hay un proverbio chino que dice: ‘Si tuviese que entregarle algo a una persona, le daría un pedazo de pan y una flor. El pan para que pueda vivir y la flor para que tenga para qué vivir. Sin la música mi vida no tendría ningún sentido. No sé hablar muy bien, por eso me expreso a través de la música. Y desde allí hablo de todo: lo bueno, lo malo, lo terrible, lo sublime. Todo”, dijo cuando se le preguntó para qué todo lo que hacía. Para qué la música, pero, además, por qué la obsesión. Por qué no descansa. Y respondió que simplemente no lo necesitaba: no tenía tiempo libre.
¿Y qué es el tiempo libre? Si de todas formas es dueño de su tiempo y, según él, llegó a un momento en el que dirige a quienes quiere dirigir. Podría salir “con una cámara y un sombrero a dar vueltas por las ciudades” para conocerlas, para ser turista. “Conozco todo el mundo, pero solo voy a los hoteles, a los aeropuertos y a las salas de conciertos. No salgo porque tengo mucho para hacer, pero no me quedo sufriendo: sin la música estoy intranquilo. Hay que estudiar mucho, hay que seguir creando. Tal vez diría que podría dormir más porque a veces me siento muy cansado, pero ahora me despierto a las 3 o 4 de la mañana y, ¿qué otra cosa puedo hacer? Estudiar las partituras. Leerlas para escucharlas en mi cabeza”.
Les hace anotaciones, analiza su estructura y no se las aprende por partes solamente (de a instrumento), sino casi que de forma vertical, de a columnas, como escuchándolos a todos juntos. Y en ese “manantial”, como le dice él, de los “grandes”, se ahoga. Como lo aclaró, una asfixia voluntaria que se despeja en las salas de los conciertos.
¿Y de cuáles otros manantiales bebe? ¿Lee poesía, ve cine, le gusta la pintura?
No, soy una persona poco interesante.
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Su salida de Argentina se dio a los 16 años. Entró a estudiar en Jerusalén para ser compositor, pero después de una sola clase de una materia llamada principios de la dirección orquestal, con Mendi Rodan, cambió de enfoque: ver a ese hombre a quien todos reconocían como un “monstruo” de la música moviendo las manos y hablando de las obras lo convenció de que nada en la vida le daría más plenitud que dedicarse a eso.
Scharovsky tomó clases magistrales con Leonard Bernstein, Franco Ferrara y se ganó el primer lugar en una competencia realizada por Zubin Mehta para la Filarmónica de Israel. Ganó el primer lugar entre más de 30 aspirantes y, a partir de ese momento, comenzó a ser director invitado de manera internacional. De este punto en adelante, la enumeración de lugares y años podría tomar un rato y mucho más espacio de este impreso: director de la Orquesta Sinfónica de Israel, director residente en la Ópera de Helsinki (Finlandia), director de la Orquesta Sinfónica de Río de Janeiro, director de la Orquesta Sinfónica de Roma, director de la Sinfónica de Aviñón de Francia, director de la Filarmónica de Macedonia, regreso a Jerusalén y, finalmente, director de la Orquesta Sinfónica de Colombia.
Y sobre su “última apuesta” insiste en que su amor con los músicos colombianos fue inmediato y que él cree en este tipo de cosas. No cree en la reencarnación, pero sí el amor a primera vista. Que de las 70 orquestas en más de 27 países que ha dirigido, la de Colombia es de las más importantes y que se debe a la actitud, a la posibilidad de la excelencia que consiguió con los músicos que la integran. Que gestionar esta gira y elegir un repertorio con tantas posibilidades para que algunos de ellos se lucieran fue su forma de ponerles en bandeja de plata a los países visitados (Brasil y Argentina) el talento y el trabajo que él había encontrado en un país que nunca lo trató como extranjero.
¿Por qué decidió ser director de orquesta?
Es maravilloso traducir la música según tu interpretación, eres un instrumento para llegar a un objetivo, y las obras que se escribieron para orquesta son absolutamente maravillosas. Estudié composición y nunca escribí nada porque como director uno es muy crítico. Jamás habría llegado a lo que hicieron Mozart o Stravinski... Es un tema de personalidad: el director es el número uno, es quien lidera. Y toda la vida he liderado, he estado adelante.
¿Qué quisiera o espera del futuro?
Afianzar la era de oro que estamos vivenciando, para que permanezca en el futuro como un legado de la orquesta.