El “gueto” de los músicos de orquesta
Dos contrabajistas y un violinista contestan dudas de algunos colombianos que, aprovechando su gira por Latinoamérica, preguntaron sobre sus oficios e implicaciones de este recorrido por Brasil y Argentina.
Laura Camila Arévalo Domínguez
Le conté al maestro Yeruham Scharovsky, director de la Orquesta Sinfónica de Colombia, que me recordaba a muchos amigos mayores. Amigos que no eran de mi edad. Que un hombre cercano, uno así como él, repetía mucho una frase de Friedrich Nietzsche: “No aspiro a mi felicidad, aspiro a mi obra”. Y que creía que como a él no le hacían falta las vacaciones y se despertaba en la madrugada a estudiar partituras, la frase le servía para acompañar una de sus tantas historias. Después le pregunté qué creía de nosotros los jóvenes, de nuestra concentración, de nuestras aspiraciones de formación, de nuestra poca paciencia. De nuestra ambición de placer rápido y de nuestra poca tolerancia al fracaso. Y contestó: “Probablemente vivo dentro de un gueto: para tocar el violín no existe la inmediatez. Son horas y horas y días y días y años y años para que consigas un poco de agradecimiento por parte del instrumento. Se dice que cuando un músico profesional no toca un día, lo siente él. Cuando no toca dos, lo sienten sus enemigos. Y cuando no toca tres, lo sienten hasta sus amigos. Para convertirse en músico de orquesta se debe entender el valor del tiempo. Hay que convencerse de que las cosas tienen que madurar. Un profesional de este estilo es un proceso. Y uno muy largo”.
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Le conté al maestro Yeruham Scharovsky, director de la Orquesta Sinfónica de Colombia, que me recordaba a muchos amigos mayores. Amigos que no eran de mi edad. Que un hombre cercano, uno así como él, repetía mucho una frase de Friedrich Nietzsche: “No aspiro a mi felicidad, aspiro a mi obra”. Y que creía que como a él no le hacían falta las vacaciones y se despertaba en la madrugada a estudiar partituras, la frase le servía para acompañar una de sus tantas historias. Después le pregunté qué creía de nosotros los jóvenes, de nuestra concentración, de nuestras aspiraciones de formación, de nuestra poca paciencia. De nuestra ambición de placer rápido y de nuestra poca tolerancia al fracaso. Y contestó: “Probablemente vivo dentro de un gueto: para tocar el violín no existe la inmediatez. Son horas y horas y días y días y años y años para que consigas un poco de agradecimiento por parte del instrumento. Se dice que cuando un músico profesional no toca un día, lo siente él. Cuando no toca dos, lo sienten sus enemigos. Y cuando no toca tres, lo sienten hasta sus amigos. Para convertirse en músico de orquesta se debe entender el valor del tiempo. Hay que convencerse de que las cosas tienen que madurar. Un profesional de este estilo es un proceso. Y uno muy largo”.
En el gueto de Scharovsky sus vecinos son los músicos. Y algunos son muy jóvenes, pero, según su director y sus interpretaciones, saben del poder de la repetición, del valor de la persistencia y de los efectos de aspirar a la obra. En ese barrio no hay marginados, sino voluntarios que se le ofrecen a la música y entregan el costo de la decisión: tiempo. Y ahí radica su diferencia con nosotros, el resto de los mortales que, por fortuna, nos beneficiamos cada vez más fácilmente de aquellas horas de entrenamiento.
Algunos colombianos conscientes de este beneficio, pero tímidos para adquirirlo, enviaron algunas preguntas a este periódico para que fueran contestadas por los músicos de esta orquesta, que actualmente se encuentra de gira por Brasil y Argentina. Ya tocaron en Campos do Jordão, Río de Janeiro, Blumenau y Jaraguá do Sul.
“Escuchar la música sinfónica en una grabación o un video es muy diferente a la experiencia del teatro. Las ondas sonoras generan una vibración que no puedes sentir con un dispositivo. Pero cuando estás entre esa cantidad de instrumentos produciendo vibraciones, el sonido llega a todas las fibras de tu cuerpo. Es como musicoterapia. Sepas o no sepas, eso te conectará. La experiencia sensorial es muy impactante”, le contestó Ligia Patricia Pinto, principal de contrabajos de la Orquesta Sinfónica Nacional, al bogotano Efraín Vásquez, de 44 años.
Sobre el anticuado, pero increíblemente presente estigma de la “alta cultura”, Gabriela Escobar, de 33 años, preguntó: “¿Cómo desvincular los conciertos sinfónicos de los discursos de clase?”. A lo que Juan Manuel Giraldo, contrabajista tutti de 43 años, respondió que eso se lograba “yendo al teatro”. “El arte no tiene discurso: es una expresión de la humanidad y hay que ir a disfrutarla sin prejuicios”. Pinto, su compañera, agregó que la evolución de la música con los años la convirtió en algo “de todo el mundo”. Contó que desde que Joseph Haydn, el compositor austriaco, se ganó su reconocimiento como “padre de la sinfonía” gracias a que amplió el formato (al principio solo había grupos de cámara pequeños) los auditorios se ensancharon y esos límites o separaciones se comenzaron a disolver. “Quienes aún piensan que esta es una experiencia exclusiva de clases altas se quedaron en el pasado”.
¿Se le dice música clásica?”, preguntó Valeria Gómez, de 45 años, en Medellín. Víctor Colmenares Botero, violinista tutti, explicó que se le dice “clásica” porque así la conocen todos, “pero lo gracioso es que abarca muchísimos períodos y géneros. Creo que sobrepasa el concepto. Le llamaría música sinfónica, pero clásica funciona”. Y los contrabajistas estuvieron de acuerdo: Pinto prefirió llamarla “música académica”. Giraldo aclaró que el término de música clásica no estaba mal usado, pero que cuando alguien se interesaba terminaba por ahondar en distintas aristas contenidas. “De entrada está bien, pero si profundizas encontrarás todo un universo. Depende de quién se acerque a escudriñar”.
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“Somos personas comunes y corrientes que se interesan y tienen curiosidad por lo que ocurre en el mundo”, mencionó Colmenares cuando el tema se centró en los espacios entre los aeropuertos, tiempos de vuelo, salas de espera y las carreteras. Para esta conversación se tuvo en cuenta la pregunta de una joven de 21 años que vive en Bucaramanga, quien se interesó por si cualquiera de ellos escuchaba géneros musicales diferentes a la música orquestal: “¿Escuchan salsa o rock? ¿Piensan mal del reguetón?”. Y del último género de esta pregunta no dijeron mucho. Uno de ellos mencionó que trataba de alejarse de lo “comercial” y que en su familia el que menos tenía audífonos puestos o algún sonido activo era él. Colmenares, Pinto y Giraldo hablaron sobre sus anhelos de silencio: debido a los ensayos constantes, cuando pueden, se aferran a la ausencia de sonido. Así cuidan sus oídos y su cordura y su contacto con la música.
Los contrabajistas hablaron del rock. De hecho, Giraldo conoció la suite de piezas “Cuadros de una exposición” (1874), de Modest Músorgski, gracias a la banda de rock progresivo Emerson, Lake & Palmer. Mencionaron a los Beatles, pero también a las noches de fogata en las que, con una guitarra, se improvisaban bambucos y pasillos. El violinista habló de la electrónica y de las duchas al son de la salsa.
Para los tres, quienes en medio del desayuno en uno de los tantos hoteles que ya han visitado, contestaron algunas de las preguntas aquí mencionadas, la gira en la que se encuentran es “muy relevante”: generar un circuito latinoamericano de circulación es fundamental. “Es una lástima que aún no haya relación directa entre lo que hacemos los colombianos con los venezolanos, los argentinos o los brasileños. Esa separación es nuestra gran tragedia. Conocer cómo suena una orquesta de un país tan cercano es un valor agregado que integrará más a este continente y, para los músicos, mostrar nuestra interpretación y nuestra cosmovisión es potente”, concluyó Giraldo.