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Esta novela cuenta la vida de Gloria, la madre del escritor Andrés Felipe Solano, una mujer que recorrió las calles de Manhattan con la promesa de olvidar el amargo pasado que algunas noches la atormentaba. Es una historia que comenzó a escribirse en la mente del autor colombiano mucho tiempo atrás, quizá justo el día en que decidió esculcar entre los cajones del estudio de su madre para combatir el aburrimiento de las vacaciones escolares y se llevó una sorpresa: encontró una moneda extraña que lo hizo preguntarse si podría usarla para comprarse algo.
Ante la presencia de aquel objeto, los ojos de su madre volvieron a iluminarse. Ella recordó que en un pasado se había sumergido entre las calles neoyorquinas con la promesa de emprender nuevos caminos lejos del país que la vio nacer. Probablemente en ese momento fue que Solano comprendió que había una historia, un pasado, unas calles y viejos amores y experiencias en las vivencias de su madre, que lo alentaron a escribir esta novela. Ese mismo día, horas más tarde, ella le explicó a su hijo que el nombre correcto de aquel objeto era “token”, y que era una moneda que se usaba para poder tomar el metro de Nueva York. A lo mejor la historia de Gloria empezó a escribirse en un papel aquella noche de 1998, cuando llegó el turno del autor en atravesar las aceras de aquella ciudad, tras cumplir 20 años, y confirmar que su madre tenía la misma edad que él cuando pisó la avenida Roosevelt por vez primera.
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Fue precisamente en esas ruidosas calles que Gloria encontró una nueva forma de libertad. Desde el primer momento, esta ciudad le abrió las puertas y ventanas de par en par, puertas y ventanas que la condujeron a vivir los capítulos más importantes de su existencia, sin siquiera sospechar que, muchos años después, su hijo plasmaría estos momentos de su vida en las páginas de este libro.
El autor Andrés Felipe Solano, por medio de una narrativa delicada, honesta y, sobre todo, profunda indaga por la obsesión que tenemos los seres humanos por sepultar el pasado o, mejor aún, por clasificar el tiempo y dividirlo en pasado, presente y futuro, cuando la mayor parte de nuestra vida estamos en un presente del que constantemente nos ausentamos, retornándonos a momentos de la infancia, de la primera caricia que dimos, de nuestro primer beso o de la primera canción que dedicamos. La mayor parte de nuestra vida es un círculo en el que, consciente o inconscientemente, acariciamos los recuerdos del ayer.
La novela transcurre en un solo día, una tarde de sábado en la que Gloria se encontraba en la pastelería La Mallorquina, en la esquina de la avenida Queens. Esa tarde ella escogió la mesa del rincón que da hacia la ventana para poder ver el momento exacto en el que llegara el Tigre, su novio. Lo esperaba con gran ansiedad, como si una corriente eléctrica se asentase en su cabeza y, sin previo aviso, bajara con gran rapidez hasta la punta de sus pies y se devolviera para refugiarse en su pecho, ocasionándole esas punzadas de incertidumbre y sosiego que aceleran, cada vez más, los latidos de su corazón. Entonces, mira su reloj, son las cuatro y treinta y dos. Piensa que su única oportunidad de ver a su adorado Sandro presentarse en el Madison Square Garden quedó sepultada para siempre, gracias a la impuntualidad del Tigre, que días atrás había prometido recogerla a tiempo.
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Gloria nunca había fumado, pero el narrador, que conoce hasta sus pensamientos más oscuros y dolorosos, aquellos que ni si quiera se atreve a confesarle al Tigre, le sugiere que se arriesgue a prender un cigarrillo para de esta manera sobrevivir ante el mar infinito de sus emociones e incertidumbres. Al sumergirse en las páginas de esta novela, el lector se encontrará con un narrador que se acerca a Gloria para susurrarle cosas al oído y al mismo tiempo abrazarla, este es el autor de esta novela, Andrés Felipe Solano, quien se devuelve en el tiempo para permitirse estar ahí, en los momentos más melancólicos de la vida de esa mujer, con la promesa de revivir a los personajes de su pasado, que algún día la hicieron ilusionarse con la idea de que encontraría al amor de su vida, y cuando tocara a su puerta sería para siempre.
Sin embargo, solo al volver cientos de veces por la Octava avenida y la estación de Jackson Heights, ella comprendió que el amor es un préstamo, una compañía que, como una canción, agudiza los sentidos y enamora al compás de su letra y su melodía pero que luego de cumplir esta función termina por abandonar los oídos de quien la escucha.
En la panadería, Gloria observa el reloj, lo que la hace acordarse de su madre, que se lo había regalado justo una semana antes de subirse a un avión rumbo a Estados Unidos. Pensar en ella la hace recordar a su padre, aquel hombre que fue asesinado cuando apenas tenía tres años. Está sentada allí, lejos de todos sus familiares, que residen en Colombia, pero el pasado vuelve a hacerse presente, sus heridas y cicatrices se manifiestan en el humo del cigarrillo, que se expande por todo el lugar. Mira por la ventana, piensa en que será una tarde prometedora que quedará inmortalizada para siempre en su memoria; por eso se estrenó su minifalda color rojo, para así enterrar los recuerdos del pasado y olvidar la cocina, la sala y el comedor de la casa materna, que aún la perturba, la asusta y la encierra en un callejón sin salida.
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Apaga el cigarrillo y tararea la canción de Sarita Montiel: “Fumando espero al hombre a quien yo quiero, tras los cristales de alegres ventanales…”, la ha cantado varias veces con su amiga Amparo, que la consoló el día en que casi vomita al observar unas fotografías horribles en su trabajo. La canción la hace pensar nuevamente en el Tigre, que luce camisas de cuello holgado y que se ganó ese apodo en una de tantas peleas callejeras que tuvo en su caminar como inmigrante, se sobrepuso a muchos tropiezos, que lo condujeron a coincidir con Gloria Lucía, como le dice siempre que está serio. También piensa en Carlota, quien asistirá al concierto de Sandro en compañía de su novio, el torero. Piensa en lo afortunada que es por tener amigas así, que la abrazan y la consuelan, en una ciudad con cientos de habitantes que atraviesan las mismas calles sin encontrarse con una mano amiga.
La semana anterior a esa tarde de sábado se dispuso a cortar diapositivas, como de costumbre, pero antes de hacerlo llevó a cabo su ritual, que no se trataba de repetir una oración a la Virgen de Guadalupe o hacer una plegaria, sino de ponerse su bata blanca y pasar sus manos por su nombre, bordado con color rojo en la esquina de aquella prenda. Siempre hacía esto para que la máquina funcionara sin ningún problema durante las largas horas de trabajo. Hacerlo le otorgaba mayor seguridad, pues era justo en ese momento cuando recordaba que estaba trabajando en una importante empresa que confiaba ciegamente en ella y que siempre pagaba su sueldo puntual, con el que pudo comprar las boletas de este legendario concierto en que escuchará, en vivo y en directo, la voz de Sandro, siempre y cuando aparezca el Tigre. Si esto ocurre, tendrá la oportunidad de ver de cerca a su amado artista, cantando una de sus canciones favoritas: “Rosa, Rosa tan maravillosa, como blanca diosa, como flor hermosa, tu amor me condena a la dulce pena de sufrir…”.
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Luego recuerda que ocho días antes, después de ponerse los guantes y las gafas que debía usar en la sala de montaje, se había encontrado con fotografías que, de inmediato, trastornaron su mente: una tina llena de sangre, un perro con bozal, los ojos dilatados de un caballo, una mujer que sonríe a la cámara con una vara gruesa, oscura y peligrosa. Observar esas imágenes la condujeron rápidamente al baño, y a Amparo detrás de ella, siempre tan incondicional, fiel como la Luna y el Sol. Por eso, ese sábado 11 de abril de 1970 era el día preciso para olvidar aquellas fotos y, de paso, la ausencia en todos estos años de su padre. Por ese motivo también estrenó sus candongas, del mismo color de su falda, y se puso bonita para dejar sus cicatrices, miedos y grietas enterradas de una vez por todas y poder disfrutar aquel concierto.
Se asegura de llevar dentro de su cartera su cámara Kodak Instamatic X-15 para tomarle una foto al Tigre, ya lo ha hecho un par de veces y él siempre mira al lente con una sonrisa. ¿Aparecerá? ¿El concierto será un abrebocas para sellar su amor de una vez por todas? ¿Se animará a confesarle los posibles hechos de la muerte de su padre, que tanto le ha insistido que le cuente? Estas preguntas se posan por su mente sin obtener una posible respuesta. Lo cierto es que ha sobrevivido todos estos meses en Nueva York, y si estuviese en otra ciudad, probablemente no hubiese salido victoriosa de sus días oscuros.
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Piensa con total convicción que la mejor decisión que tomó en su vida fue haber tomado ese avión. Nunca se había permitido enamorarse de una ciudad de la forma en que lo ha hecho, las carcajadas y los pasos agitados de sus habitantes hacen que esta urbe se presente más viva y poderosa que nunca. Sumergirse en estas calles la hizo reflexionar sobre su propia vida. Seguramente esta historia se comenzó a escribir 30 años después, cuando su hijo fue a visitarla a Nueva Jersey. Decidieron, o más bien ella decidió, que durante esas semanas dedicarían los lunes y jueves a lavar la ropa en la lavandería, Superwash, pues ver la ropa sucia en casa realmente la aturde, fue allí donde ella decidió contarle la historia de su vida.
Sin embargo, su hijo trató de persuadirla durante esos días para que volviera a Colombia, finalmente nada la ataba a este lugar, pero a lo largo de su vida ella jamás pudo desprenderse de las avenidas de Queens y de Nueva Jersey, sin importar lo que dijeran los demás, ella más temprano que tarde regresaba a ellas, con la idea de apaciguar su soledad transitando por aquellos senderos. Por eso ese día su hijo insistió en que no quería dejarla sola, en ese lugar. Fue entonces cuando ella con sus ojos claros e iluminados le contestó: “Si hay libertad, no hay abandono. Si hay libertad, no existe la soledad absoluta, si hay libertad la barca sin ocupantes se mece al compás del mar…”.