Glosas a la historia de la filosofía en América Latina
Un ensayo sobre el pensamiento latinoamericano, a propósito de los veinte años de la muerte del filósofo mexicano Leopoldo Zea.
Juan Sebastián Fajardo Devia * / Especial para El Espectador
Macedonio Fernández, ironista por vocación y maestro de Borges, escribió: “los europeos son inteligentes y los hijos de los europeos parece que no”. Me aprovecharé de esta sentencia para desovillar algunos razonamientos acerca de lo que Leopoldo Zea llamó: un continuo regatear humanidad de los latinoamericanos que se traduce, en los compases de la época moderna, en súplicas para obtener el visto bueno del bien pensar europeo en los mapas del ejercicio filosófico universal. (Recomendamos otro ensayo de Juan Sebastián Fajardo sobre la soledad en el mundo actual).
Para ser breves, diremos que muchos profesores de filosofía, algunos de ellos acaso americanos por equivocación, aseguran que los pensadores del subcontinente no son filósofos por no vestir los ropajes de la metafísica metropolitana: es decir, que la circunstancia de que los intentos de Vasconcelos, Sarmiento, Alejandro Korn y Enrique Molina, entre otros, quizá los que más se aproximaron a construir un sistema filosófico a la manera de los franceses, ingleses o alemanes, no hayan cuajado del todo implica que en América Latina no hay filosofía. A lo sumo, hay una triste imitación de la inteligencia del viejo continente, algo como un hijo, corcovo, despedazado y con mal aliento, de la madre filosofía europea, que es la única que merece la disputada nominación.
El asunto del regateo hunde sus uñas en lo más profundo de la historia latinoamericana: cuando los castellanos, nuestros ancestros, conquistaron y colonizaron estas tierras, sometieron a los que ellos llamaban indios a un examen de humanidad. Tuvo que desarrollarse un debate encarnizado entre Bartolomé de las casas y Ginés de Sepúlveda para determinar con toda exactitud que aquellos animales extraños, domesticadores de la yuca que salvó a Europa de la hambruna, efectivamente, eran seres humanos y tenían alma.
Sabemos que nuestros ancestros castellanos eran ejemplares de un mestizaje intrincadísimo: arabesco, visigodo, escita, celta, etc. Aunque nunca fueron sometidos tan directamente como los pueblos originarios americanos a una comprobación de humanidad, para decir más, en el siglo XVI, ellos, nuestra ascendencia castellana, establecieron quién era humano y cómo podía uno arrebañarse en tan distinguida calidad. De nuevo, para ser breves: el que no era blanco, católico y europeo no era humano: podía ser descendiente de judíos, antropófago, negro, mexica, muisca, idólatra, satanista, brujo o detentar cualquiera otra condición, igual o más interesante, pero, ni de broma, era humano. La polémica se zanjó, a partir de las elaboraciones de Bartolomé de las casas, en favor de la humanidad de los originarios.
Tal y como en el siglo XVI, nuestros ancestros europeos, mestizos del mediterráneo, decidieron quién era humano y quién no, hoy, nuestros profesores de filosofía, ¿americanos por error? ¿europeos nacidos por equivocación en Latinoamérica? Y sus colegas europeos nacidos donde debían, deciden qué es la filosofía y quién la hace. No se extrañen al pensar que, hoy como ayer, la filosofía la hacen los únicos humanos, los dueños del logos, de la palabra verdadera: los alemanes, los franceses, los ingleses y, por ahí, con dificultades y tropiezos: los españoles.
El viejo regateo del que hablaba Zea reaparece en la forma de búsqueda de reconocimiento de la filosofía en América. En este punto no debe parecer tan lógico como antes que en las facultades de filosofía se conozca mejor a Hegel que a Vasconcelos; tampoco parece tan coherente que en nuestra parte del trópico no exista filosofía. En efecto, para alivianar las contrariedades que quizá no produzcan mis reflexiones, hay que decir que la filosofía en América demuestra particularidades, y me creo obligado, aunque no lo esté, a mencionar la menor cantidad posible de aquellas:
Octavio Paz se dio cuenta de que en América Latina las ideas solían encubrir las realidades: es decir que primero venían los procesos sociales: revoluciones, dictaduras, revueltas y todo tipo de conflagraciones y, luego, los pensadores-políticos americanos, filósofos de la praxis, trataban de encajarlas en un esquema que gustara bien a los verdaderos filósofos, hijos legítimos de la severa madre europea.
Así, por ejemplo, el sospechoso blancaje criollo, españoles nacidos por equivocación en América, si bien dio continuidad al régimen colonial en muchos aspectos, luego de la independencia de la corona española, se vistió de ilustrado y se afrancesó porque aquí la filosofía se adapta a la política a posteriori. En Europa, en cambio, de forma más natural, la filosofía sustentó la política. Para verlo más claro: primero fue El contrato social, de Rousseau, y luego la revolución francesa; no al contrario.
En Latinoamérica viene la revolución y luego se escoge la filosofía que mejor la justifique. Aunque esta peculiaridad puede ofrecer dificultades al profesor más ortodoxo, no implica una decadencia de la filosofía ni un calco, más bien tiene que ver con un ejercicio filosófico latinoamericano que responde a la necesidad de renovar las estructuras de relación social y a cierto desatino en aquello de prestar demasiada atención a los tribunales académicos más tradicionales.
En América Latina, la filosofía es inseparable de la praxis y no, no se trata de una consigna: es una condición histórica. Quizá, más adelante, escriba sobre algunas que, creo, son las posibles causas de esta circunstancia, por ahora insistiré en algunos ejemplos. Leopoldo Zea se preocupó por estos asuntos mucho antes que yo. En un libro, de lectura nada prescindible para los filósofos americanos, intitulado: “la filosofía americana como filosofía sin más” porque la filosofía es ella misma en América, India, África, Oceanía y cualquier rincón del mundo, más o menos blanco, y no necesita apellidos ya que la dimensión geográfica o racial no define la esencia del pensamiento, expone la conjetura, para nada despreciable, de que la filosofía en América ha operado, la más de las veces, como ideología.
Sabemos que las metafísicas occidentales implican un proyecto político: la metafísica kantiana alimenta el modelo estatal de la ilustración francesa, el platonismo, la idea de república perfecta, etc. En América Latina, el encuentro con el desierto de la creación de sistemas políticos, en la Colonia y luego en la institución de repúblicas independientes, deriva una serie de contorsiones filosóficas de adaptación. Pensemos en el Liberalismo latinoamericano y contrastémoslo con el pensamiento de Bentham. Desde luego sumaremos desencuentros, distancias. El trecho que separa el modelo metropolitano de su manifestación concreta en Latinoamérica es, precisamente, el rasgo distintivo de la filosofía en este territorio.
Así, el peso de la escolástica medieval reflexionó sobre la ontología del ser europeo y del ser originario para ordenar el edificio político de la Colonia. Los caudillos de las guerras de independencia se acercaron al enciclopedismo francés para romper lazos con la vieja España, aunque les interesara muy poco desbaratar los privilegios que la encomienda había instalado para ellos y sus familias, y los movimientos campesinos de autodefensa en Colombia buscaron abrigo en el marxismo para cultivar su vocación de poder.
En Cuba y Nicaragüa, la lucha contra las dictaduras allanó el camino para el desarrollo de razonamientos filosóficos, de corazón marxista, expandidos en el ajetreo de las circunstancias latinoamericanas para apartarse del marco filosófico y discursivo original y producir un nuevo género de filosofía política. La dialéctica de la filosofía americana presenta un contraste entre el modelo europeo y las circunstancias concretas. En la contradicción de los ámbitos en cuestión se produce la originalidad del pensamiento. El positivismo decimonónico de Brasil y Argentina de ninguna manera es el positivismo europeo de la misma época.
Se podrían incluir varios ejemplos más, pero parece suficiente con los aportados para sustentar nuestra valoración de una de las circunstancias que singularizan el desarrollo de la filosofía en América Latina: su carácter práctico, creativo y adaptable como filosofía política a posteriori. Sin duda, avanzaremos en el propósito de reconocer, en su justa medida, el ejercicio filosófico de los pueblos americanos, así como será justo buscar perspectiva respecto de las ideas del gran museo de la cultura europea.
Los dejo con unas pocas líneas del recienvenido macedónico que cité al comenzar esta cavilación para que se preocupen un poco más por estos asuntos: “La menor inteligencia promedia de algunos europeos frente a la nuestra se revela en juicios errados, injustos, acerca de nosotros; y nuestra mayor benevolencia, frente a la de ellos, se revela en la tolerancia con que los dejamos decir.”
* Juan Sebastián Fajardo Devia, sociólogo – docente, Escuela de Idiomas, U.P.T.C.
Macedonio Fernández, ironista por vocación y maestro de Borges, escribió: “los europeos son inteligentes y los hijos de los europeos parece que no”. Me aprovecharé de esta sentencia para desovillar algunos razonamientos acerca de lo que Leopoldo Zea llamó: un continuo regatear humanidad de los latinoamericanos que se traduce, en los compases de la época moderna, en súplicas para obtener el visto bueno del bien pensar europeo en los mapas del ejercicio filosófico universal. (Recomendamos otro ensayo de Juan Sebastián Fajardo sobre la soledad en el mundo actual).
Para ser breves, diremos que muchos profesores de filosofía, algunos de ellos acaso americanos por equivocación, aseguran que los pensadores del subcontinente no son filósofos por no vestir los ropajes de la metafísica metropolitana: es decir, que la circunstancia de que los intentos de Vasconcelos, Sarmiento, Alejandro Korn y Enrique Molina, entre otros, quizá los que más se aproximaron a construir un sistema filosófico a la manera de los franceses, ingleses o alemanes, no hayan cuajado del todo implica que en América Latina no hay filosofía. A lo sumo, hay una triste imitación de la inteligencia del viejo continente, algo como un hijo, corcovo, despedazado y con mal aliento, de la madre filosofía europea, que es la única que merece la disputada nominación.
El asunto del regateo hunde sus uñas en lo más profundo de la historia latinoamericana: cuando los castellanos, nuestros ancestros, conquistaron y colonizaron estas tierras, sometieron a los que ellos llamaban indios a un examen de humanidad. Tuvo que desarrollarse un debate encarnizado entre Bartolomé de las casas y Ginés de Sepúlveda para determinar con toda exactitud que aquellos animales extraños, domesticadores de la yuca que salvó a Europa de la hambruna, efectivamente, eran seres humanos y tenían alma.
Sabemos que nuestros ancestros castellanos eran ejemplares de un mestizaje intrincadísimo: arabesco, visigodo, escita, celta, etc. Aunque nunca fueron sometidos tan directamente como los pueblos originarios americanos a una comprobación de humanidad, para decir más, en el siglo XVI, ellos, nuestra ascendencia castellana, establecieron quién era humano y cómo podía uno arrebañarse en tan distinguida calidad. De nuevo, para ser breves: el que no era blanco, católico y europeo no era humano: podía ser descendiente de judíos, antropófago, negro, mexica, muisca, idólatra, satanista, brujo o detentar cualquiera otra condición, igual o más interesante, pero, ni de broma, era humano. La polémica se zanjó, a partir de las elaboraciones de Bartolomé de las casas, en favor de la humanidad de los originarios.
Tal y como en el siglo XVI, nuestros ancestros europeos, mestizos del mediterráneo, decidieron quién era humano y quién no, hoy, nuestros profesores de filosofía, ¿americanos por error? ¿europeos nacidos por equivocación en Latinoamérica? Y sus colegas europeos nacidos donde debían, deciden qué es la filosofía y quién la hace. No se extrañen al pensar que, hoy como ayer, la filosofía la hacen los únicos humanos, los dueños del logos, de la palabra verdadera: los alemanes, los franceses, los ingleses y, por ahí, con dificultades y tropiezos: los españoles.
El viejo regateo del que hablaba Zea reaparece en la forma de búsqueda de reconocimiento de la filosofía en América. En este punto no debe parecer tan lógico como antes que en las facultades de filosofía se conozca mejor a Hegel que a Vasconcelos; tampoco parece tan coherente que en nuestra parte del trópico no exista filosofía. En efecto, para alivianar las contrariedades que quizá no produzcan mis reflexiones, hay que decir que la filosofía en América demuestra particularidades, y me creo obligado, aunque no lo esté, a mencionar la menor cantidad posible de aquellas:
Octavio Paz se dio cuenta de que en América Latina las ideas solían encubrir las realidades: es decir que primero venían los procesos sociales: revoluciones, dictaduras, revueltas y todo tipo de conflagraciones y, luego, los pensadores-políticos americanos, filósofos de la praxis, trataban de encajarlas en un esquema que gustara bien a los verdaderos filósofos, hijos legítimos de la severa madre europea.
Así, por ejemplo, el sospechoso blancaje criollo, españoles nacidos por equivocación en América, si bien dio continuidad al régimen colonial en muchos aspectos, luego de la independencia de la corona española, se vistió de ilustrado y se afrancesó porque aquí la filosofía se adapta a la política a posteriori. En Europa, en cambio, de forma más natural, la filosofía sustentó la política. Para verlo más claro: primero fue El contrato social, de Rousseau, y luego la revolución francesa; no al contrario.
En Latinoamérica viene la revolución y luego se escoge la filosofía que mejor la justifique. Aunque esta peculiaridad puede ofrecer dificultades al profesor más ortodoxo, no implica una decadencia de la filosofía ni un calco, más bien tiene que ver con un ejercicio filosófico latinoamericano que responde a la necesidad de renovar las estructuras de relación social y a cierto desatino en aquello de prestar demasiada atención a los tribunales académicos más tradicionales.
En América Latina, la filosofía es inseparable de la praxis y no, no se trata de una consigna: es una condición histórica. Quizá, más adelante, escriba sobre algunas que, creo, son las posibles causas de esta circunstancia, por ahora insistiré en algunos ejemplos. Leopoldo Zea se preocupó por estos asuntos mucho antes que yo. En un libro, de lectura nada prescindible para los filósofos americanos, intitulado: “la filosofía americana como filosofía sin más” porque la filosofía es ella misma en América, India, África, Oceanía y cualquier rincón del mundo, más o menos blanco, y no necesita apellidos ya que la dimensión geográfica o racial no define la esencia del pensamiento, expone la conjetura, para nada despreciable, de que la filosofía en América ha operado, la más de las veces, como ideología.
Sabemos que las metafísicas occidentales implican un proyecto político: la metafísica kantiana alimenta el modelo estatal de la ilustración francesa, el platonismo, la idea de república perfecta, etc. En América Latina, el encuentro con el desierto de la creación de sistemas políticos, en la Colonia y luego en la institución de repúblicas independientes, deriva una serie de contorsiones filosóficas de adaptación. Pensemos en el Liberalismo latinoamericano y contrastémoslo con el pensamiento de Bentham. Desde luego sumaremos desencuentros, distancias. El trecho que separa el modelo metropolitano de su manifestación concreta en Latinoamérica es, precisamente, el rasgo distintivo de la filosofía en este territorio.
Así, el peso de la escolástica medieval reflexionó sobre la ontología del ser europeo y del ser originario para ordenar el edificio político de la Colonia. Los caudillos de las guerras de independencia se acercaron al enciclopedismo francés para romper lazos con la vieja España, aunque les interesara muy poco desbaratar los privilegios que la encomienda había instalado para ellos y sus familias, y los movimientos campesinos de autodefensa en Colombia buscaron abrigo en el marxismo para cultivar su vocación de poder.
En Cuba y Nicaragüa, la lucha contra las dictaduras allanó el camino para el desarrollo de razonamientos filosóficos, de corazón marxista, expandidos en el ajetreo de las circunstancias latinoamericanas para apartarse del marco filosófico y discursivo original y producir un nuevo género de filosofía política. La dialéctica de la filosofía americana presenta un contraste entre el modelo europeo y las circunstancias concretas. En la contradicción de los ámbitos en cuestión se produce la originalidad del pensamiento. El positivismo decimonónico de Brasil y Argentina de ninguna manera es el positivismo europeo de la misma época.
Se podrían incluir varios ejemplos más, pero parece suficiente con los aportados para sustentar nuestra valoración de una de las circunstancias que singularizan el desarrollo de la filosofía en América Latina: su carácter práctico, creativo y adaptable como filosofía política a posteriori. Sin duda, avanzaremos en el propósito de reconocer, en su justa medida, el ejercicio filosófico de los pueblos americanos, así como será justo buscar perspectiva respecto de las ideas del gran museo de la cultura europea.
Los dejo con unas pocas líneas del recienvenido macedónico que cité al comenzar esta cavilación para que se preocupen un poco más por estos asuntos: “La menor inteligencia promedia de algunos europeos frente a la nuestra se revela en juicios errados, injustos, acerca de nosotros; y nuestra mayor benevolencia, frente a la de ellos, se revela en la tolerancia con que los dejamos decir.”
* Juan Sebastián Fajardo Devia, sociólogo – docente, Escuela de Idiomas, U.P.T.C.