Goethe, sus tribulaciones y su obra (II)
A través de sus personajes, Goethe cuestionaba a sus contemporáneos, a la posteridad, y sobre todo, las verdaderas intenciones de los artistas y del público. Cuestionaba al hombre y la vida y el sentido de la vida. Cuando dijo “He vivido, amado y sufrido. Eso es todo”, resumía el existir, y se igualaba con los simples mortales, probablemente porque de tanto pensar y escribir y profundizar, había concluido que era un hombre, solo un hombre.
Fernando Araújo Vélez
Cuando Goethe escribió su propia biografía, Poesía y verdad sacadas de mi vida, concluyó que el hombre existía para la cultura, y como escribió R. W. Emerson, “No para lo que pueda realizar, sino para lo que pueda realizarse en él. La reacción de las cosas en el hombre es el único resultado digno de atención”. Goethe atendió toda su vida a la vida, con sus fracasos y supuestos éxitos. Fue un observador de sí mismo y de la sociedad que lo rodeaba, incluyendo, por supuesto, las sociedades escritas y representadas en los cientos de libros que leyó y que lo fueron marcando desde niño. Era un hombre que, ante todo, quería conocer. La felicidad era conocer los porqués de los porqués, aunque esos porqués le dolieran, y él era, fue, su más cercano y profundo instrumento del saber.
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Cuando Goethe escribió su propia biografía, Poesía y verdad sacadas de mi vida, concluyó que el hombre existía para la cultura, y como escribió R. W. Emerson, “No para lo que pueda realizar, sino para lo que pueda realizarse en él. La reacción de las cosas en el hombre es el único resultado digno de atención”. Goethe atendió toda su vida a la vida, con sus fracasos y supuestos éxitos. Fue un observador de sí mismo y de la sociedad que lo rodeaba, incluyendo, por supuesto, las sociedades escritas y representadas en los cientos de libros que leyó y que lo fueron marcando desde niño. Era un hombre que, ante todo, quería conocer. La felicidad era conocer los porqués de los porqués, aunque esos porqués le dolieran, y él era, fue, su más cercano y profundo instrumento del saber.
Lo invitamos a leer la primera entrega del especial Goethe, sus tribulaciones y su obra
Asesino sin pistola, harapiento sin harapos, juez sin poder de condenar, eligió escribir, y escribiendo fue asesino en sus libros, demonio, un harapiento con sus decenas de harapos, juez, verdugo, víctima y todos los hombres que pudo encontrar e imaginar en un hombre, e incluso, más allá del hombre. Fue, en una sola palabra, un escritor, como lo describía Emerson, sacándolo de la multitud de escritores de su tiempo. Porque, decía, “Hubo tiempo en que el escritor era persona sagrada: escribía Biblias, los primeros himnos, los códigos, los poemas épicos, los cantos trágicos, los versos sibilinos, los oráculos caldeos, las sentencias lacónicas inscritas en las paredes de los templos. Toda palabra suya era verdadera y despertaba las naciones a nueva vida. Escribía sin ligereza y sin primor”.
Después se preguntaba y preguntaba, para tratar de explicar a Goethe, “pero ¿cómo puede ser honrado cuando él no se honra a sí mismo? Cuando se pierde entre la muchedumbre, cuando ya no es el legislador, sino el sicofante, que chapuza en la veleidosa opinión de un público indiferente; cuando se halla en la necesidad de sostener, con abogacía desvergonzada, a algún mal gobierno, o ladrar todo el año en la oposición, o escribir crítica convencional o novelas libertinas, o, en todo caso, escribir sin pensamiento y sin recurrir noche y día a las fuentes verdaderas de inspiración”. Goethe era el arte por el arte, el pensamiento por el pensamiento, la idea por la idea, más allá de que cambiara de parecer según iban transcurriendo los años y los sucesos.
Por eso “El poeta”, en el preludio de Fausto, decía con soberbia y con rabia que los efectismos eran eso, efectos, ilusiones, malabares de consecuencias inmediatas que surgían y al segundo se olvidaban, y que inmersos en el olvido, era como si jamás hubieran existido. “A menudo no aparece la obra en su forma cabal sino con el transcurso de los años. Lo que deslumbra vive un solo instante; lo que es bueno de veras, permanece intacto para la posteridad”. Los tiempos de Goethe, finales del Siglo XVIII y comienzos del XIX, eran mucho más lentos que los que llegaron luego con la multiplicación del dinero, de los negocios, del capitalismo, del deslumbramiento y el efectismo que conducían a la publicidad, y a la venta y la compra.
Sin embargo, más allá de las velocidades, el debate por el arte, por lo inmediato, la premura y la paciencia, por lo excelso, lo que seducía y lo que permanecía, era similar en aquellos años al que se había dado desde que el humano era humano, y lo sería luego, quizá con otros nombres y distintas palabras. A través de sus personajes, Goethe cuestionaba a sus contemporáneos, a la posteridad, y sobre todo, las verdaderas intenciones de los artistas y del público. Cuestionaba al hombre y la vida y el sentido de la vida. Cuando dijo “He vivido, amado y sufrido. Eso es todo”, resumía el existir, y se igualaba con los simples mortales, probablemente porque de tanto pensar y escribir y profundizar, había concluido que era un hombre, solo un hombre.
Tal vez por eso, en la voz de El Señor, en Fausto, le preguntaba a Mefistófeles si no tenía nada para decir fuera de inculpar al hombre por todo y de todo, y de andar lamentándose y diciendo que sólo había inmundicia en este mundo. “¿Nada más tienes que decirme? ¿Has de venir siempre a inculpar? ¿Nunca hay para ti algo bueno en la tierra?”, le preguntaba, con angustia y desesperación, y con la misma angustia tenía que escuchar al señor de las oscuridades responderle que “No, señor, encuentro lo de allá deplorable como siempre. Lástima me dan los hombres en sus días de miseria, y hasta se me quitan las ganas de atormentar a esa pobre gente”. Mephostophilis, según la antigua leyenda, era el espíritu de la negación. Para los griegos, el enemigo de la luz. Para los hebreos, un corruptor.
Más allá de Mefistófeles, sus nombres y apariencias, y de recriminarlo por aquello que en el fondo sabía que era cierto, Goethe se recriminaba a sí mismo, palabra tras palabra y letra tras letra. Era un hombre y solo un hombre, y a la vez, por momentos, jugaba a ser dios o el “enemigo de la luz”, bien y mal. Se preguntaba y se respondía lo que consideraba esencial, y lo hacía independientemente de sus conveniencias, quizá porque sus únicas conveniencias eran la razón y la verdad, la lógica, y sobre todo, la verdad y hallar esa verdad para poder vivir, para levantarse todas las mañanas con algún propósito, aunque supiera muy en el fondo que encontrar verdades era una especie de ilusión, pues ninguna verdad lo llevaría a ser “feliz”.
Si pretendía alguna “felicidad”, debía destrozar el sentido que hasta entonces y en general se le había dado a la felicidad, y buscar y descubrir, incluso entre los más ínfimos detalles, lo grandioso y perecedero. Cuando escribió su novela Las afinidades electivas, un año más tarde de que se publicara la primera parte de Fausto (1809), Otilia, la protagonista, decía en su diario: “Un pensamiento bueno que hayamos leído, algo sorprendente que hayamos oído, nos gusta trasladarlo a nuestro ‘diario’. Pero si al mismo tiempo nos tomáramos la molestia de anotar las observaciones especiales, los puntos de vista originales, las fugaces frases ingeniosas de las cartas de nuestros amigos, llegaríamos a ser muy ricos”.
La riqueza no tenía nada que ver con el dinero. La riqueza eran los detalles, la sabiduría, los momentos, y sí, por supuesto que aquellas cartas perdidas, o rotas en mil pedazos, ignoradas, o en otros términos, el olvido, y la conciencia del olvido. Como decía Otilia, “Se conservan las cartas para no volverlas a leer jamás; se las destruye al fin por discreción, y así desaparece irreparablemente, para nosotros y para los demás, el más hermoso e inmediato soplo de vida. Me propongo reparar esta negligencia”.