Gonzalo Arango: la obra del olvido
Y de pronto, paulatinamente, la voz de Gonzalo Arango comenzó a transformarse en la voz de los “rebeldes sin causa” y a entreverarse con los escándalos y el espectáculo, y también, recogidos los muertos de la tempestad, a extinguirse.
Fernando Araújo Vélez
Pasó del grito al silencio, de la pulsión al ostracismo, de la herida a la oscuridad, y se fue apagando, opacada por el ritmo y el vértigo de Andrés Caicedo, por su suicidio, 1977, las decenas de notas, documentales y columnas que se hicieron en su honor, y por el premio Nobel de Gabriel García Márquez. El suicidio y el premio terminaron por vender más que los escándalos antisistema y antitradiciones de un poeta que no tenía reparos en señalar al sistema como responsable de la aparición de bandoleros y asesinos de toda calaña.
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Pasó del grito al silencio, de la pulsión al ostracismo, de la herida a la oscuridad, y se fue apagando, opacada por el ritmo y el vértigo de Andrés Caicedo, por su suicidio, 1977, las decenas de notas, documentales y columnas que se hicieron en su honor, y por el premio Nobel de Gabriel García Márquez. El suicidio y el premio terminaron por vender más que los escándalos antisistema y antitradiciones de un poeta que no tenía reparos en señalar al sistema como responsable de la aparición de bandoleros y asesinos de toda calaña.
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De un hombre que se había juntado con otros hombres, poetas y artistas y antisistemas, como Jotamario Arbeláez, Elmo Valencia, Eduardo Escobar, Jaime Jaramillo Uribe, Amílcar Osorio, Samuel Ceballos, y que promovía a través de sus textos y el manifiesto Nadaísta del 58, por ejemplo, “No dejar una fe intacta ni un ídolo en su sitio. Todo lo que está consagrado como adorable por el orden imperante en Colombia será examinado y revisado. Se conservará solamente aquello que esté orientado hacia la revolución, y que fundamente por su consistencia indestructible los cimientos de la sociedad nueva. Lo demás, será removido y destruido”. Con el pasar de los años ocurrió lo contrario, y la sociedad, la vieja sociedad, volvió a ganar la partida.
La ganó, porque nada de lo que Arango quería fue removido, y porque su nombre y su figura pasaron a ser parte de una especie de pasado de “locos”, cuyo objetivo era idealista, y solo era idealista. El idealismo también pasó a ser parte de una larga lista de características que debía utilizar el sistema para aplacar a sus contradictores. A aquel que quería “cambiar el mundo”, a aquel que luchaba por un “hombre nuevo”, a aquel que pretendía estar “orientado hacia la revolución”, se le colgó la palabra, con todas sus consecuencias, y el idealismo se transformó en una suerte de ingenuidad infantil que el viejo sistema combatió, precisamente, usando hasta el desgaste el término y el concepto.
Gonzalo Arango encabezaba aquella lista. Era consciente de ello, y por eso les había escrito a sus jueces, que eran los hombres del viejo sistema, y los críticos y los periodistas del viejo sistema, “ustedes, por estar leyendo la crónica social… las recetas de cocina y el manual para portarse bien en sociedad… por estar alelados mirando la televisión o las estrellas… y baboseándose con las poesías a miss universo… ustedes, los poetas que fabrican sobre el diccionario de rimas un poema quincenal… (…) ustedes, los críticos de arte y literatura que han leído la citolegia y a kant, y que confunden a gonzaloarango con un paciente de la sicología, a garcilaso con don blas de lezo, la unión libre de bretón con la unión nacional de ospina pérez, un ataque al corazón con la crisis de la poesía… ustedes, en general, no saben nada de nada… y tienen una idea falsa de lo que es el nadaísmo cuando piensan que somos la amenaza material del orden burgués…”.
Del “orden burgués” al que se refería Arango hacían parte los políticos y los empresarios y sus hijos, por supuesto, pero también muchos periodistas, críticos, poetas, escritores y artistas que vivían de y para la burguesía. Como decía Hermann Hesse en El lobo estepario, buscaban, “en vez de libertad, comodidad; en vez de fuego abrasador, una temperatura agradable”. La comodidad y la temperatura agradable la hallaban a la sombra del poder y de los “poderosos”, con quienes se encontraban y transaban en cocteles y fiestas en los que se decidía, entre tantas otras cosas, qué se publicaba y qué no, a quién se premiaba y a quién no.
Gonzalo Arango se conjugaba en pasado y como maldición, igual que a los Nadaístas. Sus osadías, sus golpes de opinión, como cuando fueron a comulgar a la Basílica de Medellín, habían provocado a la sociedad y llamaban la atención hacia sus figuras, no hacia sus obras. “Nosotros fuimos a comulgar en un día muy solemne: la clausura de la Gran Misión. Lo hacíamos como una prueba íntima a la que sometíamos nuestro nadaísmo. ¿Soy capaz de ir a comulgar o no? Pero como entramos a la Basílica en grupo y como teníamos el pelo largo y como la gente nos conocía… cuando comulgamos salimos al atrio. Éramos Alberto Escobar, Diego León Giraldo, Jaime Espinel, Luis Darío González, Antonio Restrepo, Darío Lemos y yo, Eduardo Escobar. Gonzalo no estaba. Cuando salimos, la gente armó una gran confusión. Unos decían que sí habíamos comulgado. Otros decían que no podíamos haber comulgado porque éramos ateos. Se formó un gran malentendido. El hecho es que terminamos presos y excomulgados. Para nosotros fue aterrador porque el Senado de la República, la Asamblea de Antioquia, la organización de madres católicas, la cofradía del Niño Jesús… todo el mundo escribía a El Colombiano exigiendo que nos castigaran ejemplarmente. Los testigos habían visto horrores: unos decían que habíamos danzado sobre las hostias. Otros, que las habíamos metido entre unos libros y las habíamos escupido. Finalmente, uno de los principales testigos reconoció que había visto la escena desde unos 40 metros y que estaba borracho”.
Los golpes y los escándalos se sucedían cada vez con mayor frecuencia. Un día, saboteaban un congreso de escritores católicos, y al otro, irrumpían en una iglesia, o escribían sus proclamas en papel higiénico. Eran artistas en su actuar y en el arte de la provocación en tiempos en los que el arte era canónico tirando a sagrado. Arango había escrito en el 57: “se ha considerado al artista como un ser más cerca de los dioses que del hombre. A veces como un símbolo que fluctúa entre la santidad o la locura. Queremos reivindicar al artista diciendo de él que es un hombre, un simple hombre que nada lo separa de la condición humana común a los demás seres humanos. Y que sólo se distingue de otros por virtud de su oficio y de los elementos específicos con que hace su destino”.
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Él creía en lo humano, le quitaba arandelas místicas o divinas al arte y al artista, y estaba convencido de que para transformar al mundo era urgente transformar al individuo. La suma de uno más uno daría cien, y mil, y millones. Por eso escribió Manos unidas:
Una mano
más una mano
no son dos manos
Son manos unidas
Une tu mano
a nuestras manos
para que el mundo
no esté en pocas manos
sino en todas las manos.
Por eso decía y volvía a decir que “El hombre nuevo no surge por decreto de Estado.
Tiene que nacer de cada uno. ¿Cómo? Haciendo sacrificios del ego, matando al hombre viejo que impide el renacimiento. Recuerden: sin muerte no hay resurrección". Y por eso, también, lo llamaron “profeta”, pero mientras sus compañeros le decían profeta con cierto grado de convicción, y sus lectores y seguidores, con devoción, los titiriteros y títeres del sistema lo hacían con sarcasmo.
Era y fue su más efectiva manera de restarle credibilidad a sus palabras, aunque de cuando en cuando aparecieran textos que reivindicaran sus posturas, como uno de Juan Lozano en el que decía, en palabras de Dasso Saldívar, que a Colombia le hacía falta “su honestidad intelectual, su vocación pacífica, su formidable y atormentada franqueza, su visión crítica sobre Colombia y su devoción por el amor”. Gonzalo Arango fue crítico y punzante, y retrató realidades que, en su tiempo, hicieron que lo llamaran “loco”. Pasados los años, sin embargo, aquellas realidades se multiplicaron, y la cuota de sangre que derramaron unos y otros y otros y otros y todos fue cada vez mayor.
Cuando escribió su Elegía a Desquite, lo condenaron porque dijeron que le había hecho apología a un “bandolero”, y la condena se convirtió en olvido, más allá de que sus palabras y los hechos que las provocaron se repitieran por los años de los años, hasta hoy: “Los soldados que lo mataron en cumplimiento del deber le capturaron su arma en cuya culata se leía una inscripción grabada con filo de puñal. Sólo decía: ‘Esta es mi vida’-decía-. Nunca la vida fue tan mortal para un hombre. Yo pregunto sobre su tumba cavada en la montaña: ¿no habrá manera de que Colombia, en vez de matar a sus hijos, los haga dignos de vivir? Si Colombia no puede responder a esta pregunta, entonces profetizo una desgracia: Desquite resucitará, y la tierra se volverá a regar de sangre, dolor y lágrimas”.
Colombia no respondió ninguna pregunta. Ni siquiera lo intentó. No le importó. Y Desquite resucitó una y mil veces, y siguió resucitando todos los días.