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Poco, para no decir nada, es lo que ha repercutido en la prensa en lengua española, a ambos lados del gran charco, el centenario del nacimiento de Gregory Peck. Y ello a pesar de que hay un consenso prácticamente unánime en el sentido de que el único actor de Hollywood que hubiese podido ser un excelente presidente de los Estados Unidos es (fue) él. Pero como se sabe, el único actor que llegó a tan alta magistratura provenía de la serie B. Corramos aquí un piadoso y tupido velo, aunque no sin dejar claro que estoy hablando de actores profesionales, porque aficionados ha habido varios como inquilinos de la Casa Blanca.
De Gregory Peck quedan imborrables en la memoria su divagar alucinado con Ingrid Bergman por los decorados que Hitchcock le encargó a Salvador Dalí para Spellbound; su amor loco por la mestiza de Duelo al sol que encarnaba Jennifer Jones; el renquear obsesivo del capitán Ahab sobre la cubierta del Pequod interrogando a los océanos por el paradero de Moby Dick... ¿Cómo olvidar además al escritor Harry Street con la pierna gangrenada y que aguarda la muerte con Susan Hayward oyendo a las hienas en Las nieves del Kilimanjaro? Ni a otro escritor —el sabio Ambrose Bierce— desaparecido sin rastro durante las escaramuzas de la Revolución mexicana en Gringo viejo, basada en una de las pocas narraciones rescatables de Carlos Fuentes. (De don Ambrose citaré una frase suya preciosa, de las que merecen recordarse: “La paciencia es una forma inferior de la desesperación, disfrazada de virtud”).
Y volviendo a Gregory Peck, tampoco se olvida fácilmente al formidable abogado antirracista Atticus Finch de Matar un ruiseñor, por el que consiguió el Óscar de 1962, y que todavía hoy nos despierta una ternura que el tiempo acendra y nos hace compartir una soterrada rabia que el tiempo no mitiga. Ni al criminalista Sam Bowden, acosado por el sicópata fabulosamente interpretado por Robert Mitchum en la primera versión de Cape Fear. Por cierto que en la segunda, con Robert de Niro en el rol de Mitchum y Nolte en el suyo, ambos —Mitchum y Peck— intervendrían en papeles secundarios, un elocuente homenaje de Martin Scorsese.
En la vertiente humorística también son memorables el periodista deportivo de Designing Woman, casado con Lauren Bacall gracias a un guión de Georges Wells que se alzaría con el Óscar de ese año, o el reportero Joe Bradley de Vacaciones en Roma, dándole la réplica a una adorable Audrey Hepburn en un guión de nadie menos que Dalton Trumbo.
Y luego su formidable presidente Lincoln en el telefilme The Blue and the Gray, de 1982, con el que demostró que tenía la talla de un presidente de los muy pocos recordables.
Cerraba así, dicho sea de paso, un cuarteto de personajes históricos que abarca desde su rey David de 1951, pasando por el general McArthur de 1977, al tétrico doctor Mengele en 1978. Una demostración de capacidad histriónica de la que existen poquísimos parangones en la historia del séptimo arte. Y no sólo de capacidad histriónica, sino de rigor y honestidad profesionales: porque ¿a quién le gustaría ponerse delante de la cámara para ser el infame doctor Mengele después de haber sido todo un Atticus Finch?
Debo confesar que Gregory Peck era mi actor preferido hasta que descubrí a Montgomery Clift, con quien lo emparejé de inmediato. ¡Qué grandísima pena que nunca actuasen juntos!
Hay una anécdota muy cruel que se remonta al día del estreno de El baile de los malditos, el 2 de abril de 1958, en el Paramount de Broadway, en una función benéfica a favor del Actors Studio. Ya Monty había sufrido el atroz accidente que le desfiguró el lado izquierdo de su hermoso rostro, pero su actuación del GI judío Noah Akerman, en esa película, es una de las que pasarán a la antología del arte actoral. Y sin embargo, la primera vez que apareció en la pantalla, con ese nuevo rostro, una de las asistentes al estreno gritó aterrada: “¡¿Es él?!”, y se desmayó. Los periodistas se acercaron a Monty al final de la proyección para preguntarle qué había sentido al oír el grito de la espectadora. Monty ignoró la pregunta, pero cuando la jauría insistió en querer saber cómo se sentía con esa cara, si le seguían doliendo las cicatrices de las operaciones, no pudo contenerse y gritó: “¿Por qué no me dejan en paz? ¿No pueden decir simplemente que Montgomery Clift tiene ahora un parecido asombroso a Gregory Peck?”.