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¿Cómo surgió la conexión con el departamento de Guainía?
Mi papá es químico farmacéutico y, en los últimos años de su vida laboral, le ofrecieron un puesto para manejar la farmacia en el hospital de Inírida. Entonces la primera vez que vine fue con él en unas vacaciones, pero fue un viaje donde desconocía el contexto de la región. Este no es como otros lugares turísticos, donde se coge un bus para ir a conocer los íconos; aquí, ir a los cerros de Mavecure es muy costoso, porque toca alquilar lancha. No hay transporte público ni para ir a la Estrella Fluvial. Entonces esa vez solo conocimos lo que había en el casco urbano. Unos años después conocí a Fernando Carrillo, mi esposo, que es biólogo y había constituido una fundación que se llamaba Amaji I Phureni , que significa “aroma verde” para la etnia de los yucunas, de la cuenca baja del río Amazonas. Él venía como parte de su trabajo de campo con los estudiantes de la Universidad del Bosque. Yo, cuando me integré a la fundación al área administrativa, le daba un manejo desde Bogotá, porque los tiquetes son muy costosos. En 2012, decidimos abrir una sede en Guainía, y nos vinimos con nuestros dos hijos, que tenían 13 y 11 años. Recuerdo que llegamos un 28 de mayo, pero era un verano muy fuerte y todo lo que venía por el río se retrasó. Llegó un mes después y mientras tanto vivimos en la comunidad de La Ceiba, donde nos acogió la familia del capitán.
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Parte de lo que hace la fundación es la promoción del territorio. ¿Qué retos ha implicado esta tarea?
Parte de ese trabajo de promoción de turismo se ha hecho, por ejemplo, con colegios, y antes los padres de familia no veían que Guainía fuera adecuado para las visitas de estudiantes. Los colombianos desconocemos nuestra propia geografía y, además de no conocer el departamento, lo confunden mucho con el Guaviare. Entonces lo asimilan con un departamento de conflicto o violencia y este es y ha sido un territorio de paz. Hubo un intento de toma guerrillera en 1996 o 1998 que falló, pero de resto ha sido muy tranquilo. Nosotros hemos hecho promoción del destino con la Gobernación y la Alcaldía. Transformamos el inventario de atractivos turísticos del departamento, como lo estipula el Ministerio de Industria y Comercio, en un formato más amigable, como una revista, para que la gente pudiera conocerlo y no se quedara solamente en forma de tablas. Hicimos un inventario de riesgos en escenarios naturales y viajes de familiarización con periodistas y agencias de viajes.
¿Cómo se constituyó el proyecto de meliponicultura?
El proyecto de las abejas sin aguijón se empezó a gestar con recursos de cooperación de la fundación Ricola y la asistencia de la Universidad de Pamplona (en Norte de Santander), la Universidad Central de Bogotá y la Fundación Biológica Aroma Verde. Fue también un trabajo de conocimiento conjunto de la cultura occidental y la ancestral. Lo primero fue que los miembros de las comunidades indígenas encontraran las abejas. Ellos se iban en sus canoas a sus actividades normales, de pesca y demás, e identificaban las colmenas y, cuando bajaban los niveles de los ríos, le decían a Fernando dónde habían identificado los nidos. Luego nuestro equipo iba a campo y, en jornadas de caminatas de dos o tres horas por el bosque, llegaban a las colmenas. Estas se empezaron a trasferir a las cajas racionales y a dar un proceso de asistencia técnica del manejo de las abejas sin aguijón. Más adelante, pensamos que sería bueno que las familias se asociaran y creamos Asomegua (Asociación de Meliponicultores de Guainía). Comenzamos también a vincular a los turistas para que vinieran a conocer La Ceiba y la ruta de la miel y, después de la pandemia, cuando se reactivó el destino, se ideó el programa “Cría abejas cuando compras”, con el que cada viajero compra abejas. Así, alcanzamos la primera meta de 100.000 abejas, que equivale a una unidad productiva. Hoy en día ya vamos casi en 180.000 abejas.
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Hablemos de algunos de los aprendizajes que se han dado a raíz de ese proceso.
Antes, lo que la comunidad hacía era utilizar estos recursos naturales, porque les proveían alimentos y medicina, y dentro de eso estaba el ecosistema de las abejas. Lo que hacían era tumbar el árbol y sacar la miel, entonces se perdía el árbol, la colmena y el dinero. Con este proyecto se da una educación ambiental, se baja el nido, se coloca en una caja y ya no se impacta más el bosque, y esas colmenas están trabajando para las familias que las están cuidando. En lo personal, yo he aprendido que vale la pena hacer proyectos de sostenibilidad que no se quedan en el discurso, sino que realmente tienen impacto en el territorio. Sientes que estás logrando que esas familias tengan emprendimientos en conservación y sostenibilidad, y estás poniendo los bosques al servicio de la gente.
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