Erasmo de Rotterdam y su ‘elogio de la locura’
Irónico, profundo, mordaz, estudioso y arriesgado, Erasmo le clavó la primera gran cuchillada al cristianismo de Occidente por medio de sus escritos en los siglos XV y XVI, influyendo en el pensamiento y la obra de Martín Lutero, figura esencial para la Reforma Protestante.
Fernando Araújo Vélez
En su “Elogio de la locura”, Erasmo de Rotterdam se explayó en ironías y dejó abierta para los siglos que lo sucedieron la puerta de la broma. Decía lo que quería y lo hacía por medio del engaño, en tiempos en los que la vida era buena o mala, paraíso e infierno. “Llevad un sabio a un banquete y lo perturbará o con lúgubre silencio o con preguntitas fastidiosas. Introducidle en un baile y os parecerá, danzando, un camello”, decía, y continuaba, “Conducidle a un espectáculo y con su solo semblante disipará toda diversión y se le obligará a salir del teatro, como al sabio Catón, si no logra desarrugar el entrecejo. Si mete cucharada en una conversación, caerá de improviso como el lobo en la fábula. Si algo hay que comprar o que convenir, en suma, cuando se trate de estas cosas sin las cuales esta vida cotidiana no puede pasar, dirás que este sabio es un leño y no un hombre”.
Para muchos estudiosos, Desiderius Erasmus van Rotterdam fue el humanista por excelencia, en parte por su sed de conocimiento y su lucidez, en parte por su valentía. Su historia comenzó hacia 1466 en Holanda. De niño ayudaba en casa de sus padres con lo que se requiriera y un poco más. Trabajaba de día, y pensaba, leía y escribía de noche. En los años 80 sus padres fallecieron. Su tutor lo envió a un monasterio. Desde allí podría marcar su rumbo para llegar a la Universidad de París, su objetivo casi desde siempre. Se recibió de sacerdote, se trasladó a la corte del obispo de Cambrai, y accedió a los estudios universitarios. Sin embargo, se encontró con un lugar anquilosado. Según palabras de Peter Watson en “Ideas”, “una vez llegó allí descubrió que la institución había decaído mucho y los enfrentamientos verbales de los escolásticos le parecieron secos y rígidos”.
Llevado por su “locura”, inmerso en una búsqueda incierta incluso para él, decidió viajar a Inglaterra poco después de la muerte del rey Enrique VII. Algunos de sus amigos lo convencieron de que allí, el nuevo monarca, Enrique VIII, podría conseguirle trabajos dignos. Erasmo viajó desde Italia, y mientras cruzaba los Alpes fue construyendo en su mente el “Elogio de la locura”, un libro irónico y escéptico que profundizaba en la vida monacal y cuestionaba a los intelectuales de la época. Días más tarde, le dio los toques definitivos en la casa de Sir Tomás Moro. Antes de Lutero, Erasmo de Rotterdam ya había desnudado las falencias de la iglesia Cristiana. “Erasmo tenía dos mensajes: que los clásicos eran una fuente de conocimientos noble y honorable, y que la Iglesia era una institución cada vez más vacía, pomposa e intolerable”, escribió Watson en su historia intelectual de la humanidad.
Para Jacques Barzun (“Del amanecer a la decadencia”, 500 años de vida cultural en Occidente), “Erasmo era un luchador valeroso, independiente, cuya ira -si es que la ira es una virtud revolucionaria- se despertaba con tanta facilidad como la del propio Lutero. Fue impetuoso a la hora de alentar su causa mucho antes de que Lutero pensara que la tenía. Erasmo era más erudito, tenía más inteligencia y un estilo distinto de genio literario. Desde sus primeros momentos denunció a los monjes, desvirtuó a los santos y declaró que ‘casi todos los cristianos son tristemente esclavos de la ceguera y la ignorancia’”. Sus estudios, sus traducciones de la Biblia al griego y al latín, la denodada obsesión que tuvo siempre por recuperar la cultura de los griegos, su vida en un monasterio, sus debates y conversaciones, lo habían ido llevando poco a poco a la convicción de que mientras más conocía al clero, menos lo admiraba, muy a pesar de que era frecuentemente consultado por los papas y los obispos.
Esos mismos pontífices, cardenales y obispos terminarían por insultarlo o ignorarlo por sus escritos. Incluso Lutero, su discípulo, socio y cómplice, por llamarlo de alguna forma, acabó por alejarse de él por diferencias sobre lo que era y no era la “gracia de Dios”. Erasmo de Rotterdam comprendió poco a poco, y letra tras letra, que los textos eran el más efectivo de los activismos. No necesitó de discursos ni de pararse frente a una multitud para que sus ideas tuvieran eco. Como escribió Barzun, “concluyó acertadamente que su poder residía en su pluma, no en títulos ni en activismos partidistas”. Sus ideas fueron atravesando montes, mares y ciudades. Algunas calaron, otras no tanto. Entre las primeras, una que otra llegaron hasta el hijo de un minero de Sajonia a quien llamaban indistintamente como Luther, Lutharius, Lutter, Lhuder o Lutero. Monje y profesor de teología de la Universidad de Wittemberg, Martín Lutero era crítico con la iglesia, que era a la vez, su iglesia.
Un día, el 31 de octubre de 1517, como una forma de protesta, o como parte de una discusión con sus compañeros de universidad, o como una simple broma, Lutero clavó una hoja con 95 tesis en la puerta de la iglesia de Todos los Santos de Wittemberg, y copió en diversos papeles sus postulados, que era como decir, su borrador de reforma. Los distribuyó entre sus amigos y sus compañeros, sus maestros y sus discípulos y sus enemigos, y sus tesis comenzaron a dar vueltas. Fueron y regresaron. Unas, repletas de comentarios. Otras, llenas de insultos. Y unas cuantas, impresas. “Este hecho es revelador -escribió Jacques Barzun-. Las esperanzas de reforma de Lutero podrían haber naufragado, como tantas otras de los anteriores 200 años, de no haber sido por la invención de la imprenta. El tipo móvil de Gutenberg, en uso desde hacía unos 40 años, fue el instrumento físico que desgarró Occidente de lado a lado”.
Erasmo se había encargado de clavarle la primera cuchillada. Había sido el iniciador de aquel desgarro, que como todos los desgarros, comenzó con unas cuantas discusiones, algunos textos, y continuó con el delirio de una muchedumbre que no toleraba más arbitrariedades, ni más negocios en nombre de su fe, porque por aquellos años de los siglos XIV y XV, hasta la salvación eterna tenía un precio, y muchos sacerdotes con distintos cargos se hacían ricos vendiendo indulgencias. Incluso, iban de poblado en poblado haciendo sonar una campana que significaba “salvación”. Erasmo fue el primer denunciante, y Lutero, el principal instigador de aquella revolución que cambió el mundo para siempre, a los simples mortales, y que erosionó el catolicismo en decenas de miles de facciones.
En su “Elogio de la locura”, Erasmo de Rotterdam se explayó en ironías y dejó abierta para los siglos que lo sucedieron la puerta de la broma. Decía lo que quería y lo hacía por medio del engaño, en tiempos en los que la vida era buena o mala, paraíso e infierno. “Llevad un sabio a un banquete y lo perturbará o con lúgubre silencio o con preguntitas fastidiosas. Introducidle en un baile y os parecerá, danzando, un camello”, decía, y continuaba, “Conducidle a un espectáculo y con su solo semblante disipará toda diversión y se le obligará a salir del teatro, como al sabio Catón, si no logra desarrugar el entrecejo. Si mete cucharada en una conversación, caerá de improviso como el lobo en la fábula. Si algo hay que comprar o que convenir, en suma, cuando se trate de estas cosas sin las cuales esta vida cotidiana no puede pasar, dirás que este sabio es un leño y no un hombre”.
Para muchos estudiosos, Desiderius Erasmus van Rotterdam fue el humanista por excelencia, en parte por su sed de conocimiento y su lucidez, en parte por su valentía. Su historia comenzó hacia 1466 en Holanda. De niño ayudaba en casa de sus padres con lo que se requiriera y un poco más. Trabajaba de día, y pensaba, leía y escribía de noche. En los años 80 sus padres fallecieron. Su tutor lo envió a un monasterio. Desde allí podría marcar su rumbo para llegar a la Universidad de París, su objetivo casi desde siempre. Se recibió de sacerdote, se trasladó a la corte del obispo de Cambrai, y accedió a los estudios universitarios. Sin embargo, se encontró con un lugar anquilosado. Según palabras de Peter Watson en “Ideas”, “una vez llegó allí descubrió que la institución había decaído mucho y los enfrentamientos verbales de los escolásticos le parecieron secos y rígidos”.
Llevado por su “locura”, inmerso en una búsqueda incierta incluso para él, decidió viajar a Inglaterra poco después de la muerte del rey Enrique VII. Algunos de sus amigos lo convencieron de que allí, el nuevo monarca, Enrique VIII, podría conseguirle trabajos dignos. Erasmo viajó desde Italia, y mientras cruzaba los Alpes fue construyendo en su mente el “Elogio de la locura”, un libro irónico y escéptico que profundizaba en la vida monacal y cuestionaba a los intelectuales de la época. Días más tarde, le dio los toques definitivos en la casa de Sir Tomás Moro. Antes de Lutero, Erasmo de Rotterdam ya había desnudado las falencias de la iglesia Cristiana. “Erasmo tenía dos mensajes: que los clásicos eran una fuente de conocimientos noble y honorable, y que la Iglesia era una institución cada vez más vacía, pomposa e intolerable”, escribió Watson en su historia intelectual de la humanidad.
Para Jacques Barzun (“Del amanecer a la decadencia”, 500 años de vida cultural en Occidente), “Erasmo era un luchador valeroso, independiente, cuya ira -si es que la ira es una virtud revolucionaria- se despertaba con tanta facilidad como la del propio Lutero. Fue impetuoso a la hora de alentar su causa mucho antes de que Lutero pensara que la tenía. Erasmo era más erudito, tenía más inteligencia y un estilo distinto de genio literario. Desde sus primeros momentos denunció a los monjes, desvirtuó a los santos y declaró que ‘casi todos los cristianos son tristemente esclavos de la ceguera y la ignorancia’”. Sus estudios, sus traducciones de la Biblia al griego y al latín, la denodada obsesión que tuvo siempre por recuperar la cultura de los griegos, su vida en un monasterio, sus debates y conversaciones, lo habían ido llevando poco a poco a la convicción de que mientras más conocía al clero, menos lo admiraba, muy a pesar de que era frecuentemente consultado por los papas y los obispos.
Esos mismos pontífices, cardenales y obispos terminarían por insultarlo o ignorarlo por sus escritos. Incluso Lutero, su discípulo, socio y cómplice, por llamarlo de alguna forma, acabó por alejarse de él por diferencias sobre lo que era y no era la “gracia de Dios”. Erasmo de Rotterdam comprendió poco a poco, y letra tras letra, que los textos eran el más efectivo de los activismos. No necesitó de discursos ni de pararse frente a una multitud para que sus ideas tuvieran eco. Como escribió Barzun, “concluyó acertadamente que su poder residía en su pluma, no en títulos ni en activismos partidistas”. Sus ideas fueron atravesando montes, mares y ciudades. Algunas calaron, otras no tanto. Entre las primeras, una que otra llegaron hasta el hijo de un minero de Sajonia a quien llamaban indistintamente como Luther, Lutharius, Lutter, Lhuder o Lutero. Monje y profesor de teología de la Universidad de Wittemberg, Martín Lutero era crítico con la iglesia, que era a la vez, su iglesia.
Un día, el 31 de octubre de 1517, como una forma de protesta, o como parte de una discusión con sus compañeros de universidad, o como una simple broma, Lutero clavó una hoja con 95 tesis en la puerta de la iglesia de Todos los Santos de Wittemberg, y copió en diversos papeles sus postulados, que era como decir, su borrador de reforma. Los distribuyó entre sus amigos y sus compañeros, sus maestros y sus discípulos y sus enemigos, y sus tesis comenzaron a dar vueltas. Fueron y regresaron. Unas, repletas de comentarios. Otras, llenas de insultos. Y unas cuantas, impresas. “Este hecho es revelador -escribió Jacques Barzun-. Las esperanzas de reforma de Lutero podrían haber naufragado, como tantas otras de los anteriores 200 años, de no haber sido por la invención de la imprenta. El tipo móvil de Gutenberg, en uso desde hacía unos 40 años, fue el instrumento físico que desgarró Occidente de lado a lado”.
Erasmo se había encargado de clavarle la primera cuchillada. Había sido el iniciador de aquel desgarro, que como todos los desgarros, comenzó con unas cuantas discusiones, algunos textos, y continuó con el delirio de una muchedumbre que no toleraba más arbitrariedades, ni más negocios en nombre de su fe, porque por aquellos años de los siglos XIV y XV, hasta la salvación eterna tenía un precio, y muchos sacerdotes con distintos cargos se hacían ricos vendiendo indulgencias. Incluso, iban de poblado en poblado haciendo sonar una campana que significaba “salvación”. Erasmo fue el primer denunciante, y Lutero, el principal instigador de aquella revolución que cambió el mundo para siempre, a los simples mortales, y que erosionó el catolicismo en decenas de miles de facciones.