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Para empezar, o “en el principio”, como escribió el loco de San Juan, “existía la palabra”: pódcast, una monstruosidad fabricada a partir de iPod –un artilugio que sobrevive a duras penas en las vitrinas de los anticuarios– y broadcast, una cosa que está en todos lados pero nadie sabe a ciencia cierta qué es ni para qué sirve, como ese fosilizado tarro de fruta que lleva toda la vida en el congelador y ya ni siquiera el olfato exquisito de perro antibombas de la abuela es capaz de discernir si contiene una papaya destripada o un melón radioactivo. (Recomendamos: Autónomas es un pódcast de El Espectador sobre las mujeres).
Con el tiempo, para atenuar la soledad en que languidecía, la palabra se hizo carne y engendró a su excéntrico unigénito: el host. Todo pódcast requiere de un host, que es una calzada sembrada de trabas y de charcos, empezando por esa h libertina que vive en concubinato con esa o seca y gorda que amenaza con sorberse el planeta entero de un suspiro. Host me hace pensar en un cura cascarrabias y medio tramposo que celebra la misa sin creer en ella. En español, en cambio, encontramos ese prodigio que es la palabra anfitrión, con esa explosividad de la t enzarzada con la r, cuya sola pronunciación evoca la silueta del amigo que pone la casa para la fiesta y tiene un costal con fuegos artificiales para esparcir en el cielo un racimo de flores. Anfitrión mata host.
Hijo pródigo del imperio del norte, el pódcast exige abundante mano de obra: a los proletarios que ensamblamos los episodios, confeccionamos los guiones y taladramos férreos archivos hasta encontrar la gema imposible, que nos empeñamos en hacer bien lo que hacemos y en dejar una obra irreprochable y hecha de luz, aunque pocas veces lo logremos, nos llaman impúdicamente productores. Lo he hablado con varios colegas y estamos en conversaciones preliminares para fundar un sindicato y pelear por la dignidad extraviada de la palabra periodista. Dejemos la producción en manos de los talibanes del capital, tan diabólicamente productivos que tienen a la humanidad en el límite mismo del colapso ambiental.
Luego, ay, está el bendito tráiler, que en español tiene dos acepciones –ambas, por lo demás, préstamos ilegales del inglés–: un tipo de remolque y el avance de una película. Aunque al principio no dejó títere con cabeza, la sofocante embestida del tráiler terminó por estrellarse con la caprichosa serenidad ética de las partisanas atrincheradas en (De eso no se habla), la serie documental que traza un mapa de los truenos subterráneos del pasado de España (y cuyo título se escribe así, entre paréntesis) y que, en vez de un corrosivo tráiler, incluye un prólogo feliz.
En lo alto de la pirámide, omnipresente y todopoderoso, levita el dios del nuevo mundo: el storytelling, que salta por encima de sus súbditos para clavarse en la yugular del diccionario como una langostilla de río acorralada. ¿Langostilla de río? Sí, como ese pequeño crustáceo genocida oriundo de los pantanos de la Florida que destroza todo a su paso y ha conquistado, tras una larga y misteriosa travesía, los humedales de Bogotá. A imagen y semejanza de la sanguinaria langostilla, también el storytelling se reproduce a una velocidad frenética. Las autoridades han detectado el uso del storytelling para vender pañales, o zapatos, o libros, o ajiacos en combo con ración doble de alcaparras. Storytelling para operarse la nariz, o las nalgas, o la cadera, storytelling para obsequiarle un tratamiento de brackets al abuelo que se come la papilla con caja de dientes, storytelling para promover el consumo de yogures sin lactosa, storytelling para matricularse en clases de karate –”no dejes pasar esta oportunidad para que tu hijo aprenda a defenderse del bully que le roba la lonchera en el recreo”–. Pero lo cierto es que el storytelling, como dirían los franceses, es una posada española: cada cual encuentra allí lo que ha traído. No solo es visceralmente etéreo, sino que su empleo indiscriminado es pernicioso: no todo tiene que narrativizarse –otra palabra zopenca sacada del inventario abrumador del marketing, o sea, del mercado–. A veces uno va a la miscelánea de la esquina a comprar una cuchara simplemente porque no tiene con qué tomar la sopa, y no porque el tendero le refiera el caso del campesino de la vereda Velandia del municipio de Saboyá que perdió una cucharita de hueso que le regalaron por amistad.
En el zaguán de la posada española del storytelling, custodiándola, retumba el trueno de la voz en off. Sin embargo, este es un solemnísimo vocablo que despachamos en media línea, porque no es otra cosa que el narrador que cuenta el cuento. Es decir: Odiseo es la voz en off de la Odisea. (Y Homero, de paso, su productor).
En fin, volvamos al inicio para sellar esta diatriba histérica. Ya tendremos ocasión de discutir las demás incursiones terroristas del inglés en la frágil comarca del español sonoro: newsletter, mid roll, jingle, tape, track, listener, pitch. El oficio de recopilar sonidos, la bella paradoja alquimista de volver eterno lo efímero, no puede permitirse el escarnio de quedarse sin nombre como un bien mostrenco o un niño expósito. Hace unos días, en medio de una reunión administrativa convocada para discutir los estatutos de nuestro imberbe sindicato, inspirado por el aroma de un café engañoso que rápidamente mutó en cerveza, propuse fonosofía –la sabiduría del sonido, en griego antiguo, cuya radical inexistencia me indica Word con una temblorosa rayita roja–. Pero luego, al repetirla en voz alta, me di cuenta del fracaso de mi utopía lingüística, y abandoné el barco. En mi mente, una voz agónica susurró: eres un fonocida.
Y en esas estamos, my friends.
* Periodista (exproductor) en La No Ficción (@lanoficcion). tomas.u@lanoficcion.com