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Este manifiesto apareció en marzo de 1944 en la extinta Revista Museo del Atlántico y sigue resonando con fuerza en la actualidad, aunque de la visión del filósofo Julio Enrique Blanco no se volviera a hablar jamás, ni de la vigencia e importancia de este escrito en el destino de una ciudad que a ratos tiende a perder de vista su propia memoria.
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El historiador Mauricio Archila Neira, sin saberlo, en uno de sus textos - Cultura e identidad obrera - se explaya sobre una de las razones mejor argumentadas por el filósofo en su intento por erigir una polis a orillas del mar: “Culturalmente, Barranquilla expresaba una sociedad más abierta, mostrando el doble carácter de ciudad receptora y centro difusor de nuevos valores e ideologías. Por ser puerto fluvial y marítimo, era el lugar privilegiado para el encuentro de muchas corrientes de pensamiento. Tanto los migrantes internos como extranjeros, y la trashumante presencia de marineros y agentes comerciales, contribuyeron a esa apertura cultural. Allí se conocían antes que en el resto del país tanto los inventos y novedades científicas como las nuevas ideologías revolucionarias”.
Julio Enrique Blanco esbozó ante sus contemporáneos esas condiciones y enumeró los criterios que la convertirían en un enclave con el potencial suficiente como para ser el epicentro del desarrollo económico, industrial y cultural de todo el país. La noble esperanza de redireccionar los destinos de la fenicia ciudad portuaria que algún presidente republicano bautizó como “La Puerta de Oro de Colombia”.
Más allá de una visión regional que buscaba extender su trasmallo idealista sobre otras naciones del Gran Caribe, el filósofo proyectó a Barranquilla como un faro de progreso integral, material y espiritual, capaz de influir positivamente en lo largo y ancho de estas recién emancipadas latitudes. Una ciudad alejandrina en pleno corazón del trópico macondiano.
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“Quien hoy anda por las calles de Barranquilla, siempre luminosas con ambiente tropical, comienza a advertir ya en medio a la actividad diaria del comercio y de la industria, la inquietud persistente del estudio y de la cultura. Se percibe, sobre todo en la juventud, un espíritu que se esfuerza para sobresalir y dominar por encima de la mera materialidad de la existencia”. De esta talla era el talante optimista del filósofo y su idea de ciudad, pese a que en ese preciso momento la civilización humana estaba siendo despellejada por el salvajismo de la Segunda Guerra Mundial.
El inusitado periplo filosófico de una joven ciudad como Barranquilla, resulta desafiante si se tienen en cuenta sus humildes y azarosos orígenes históricos. Su surgimiento repentino no se puede comparar con la fuerza militar, política y clerical que tenía la aguerrida Cartagena; lo mismo que una realista y siempre fiel Santa Marta; ni qué decir de la diplomática y bañada en oro Santa Cruz de Mompox o de la fortificada Riohacha del almirante Padilla, ciudades de incontrovertible mando colonial sobre el resto de lo que después vendría a ser Colombia.
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La audacia de Julio Enrique Blanco en razonar que Barranquilla era capaz de ofrecer mucho más que solo comercio y mercancías, lo consolidó como un auténtico pensador y su visión alejandrina le heredó a la ciudad su primera universidad pública y oficial. Desde entonces, ese afortunado acto fundacional transformó la vida intelectual y cultural de la ciudad mercantil.
Es debido a este singular devenir histórico y al pulso de la visión del filósofo barranquillero, que buena parte de la historiografía de la filosofía moderna y contemporánea del país, repose sobre la tríada de pensadores procedentes del Caribe colombiano, en donde dos de ellos son barranquilleros y el otro cesarense. Los dos primeros: Julio Enrique Blanco y Luis Eduardo Nieto Arteta, junto al cofundador del Instituto de Filosofía de la Universidad Nacional, Rafael Carrillo Lúquez de la comunidad indígena de Kankuamo de la población de Atánquez, Cesar.
Con publicaciones, traducciones de textos claves y desde el campo de la docencia, cada cual por su lado contribuyó en favor de la “normalización” de la filosofía en Colombia, que para los años cuarenta, y desde finales del siglo XIX, todavía se encontraba enclaustrada y reducida al neotomismo, en cuya doctrina filosófica se condensan los principales postulados de la escolástica y en ella, toda la carga del pensamiento cristiano medieval.
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En cuanto a Barranquilla, la historia de la enseñanza de la filosofía moderna despega en 1937 con las lecciones de Historia comparativa de los principales sistemas de la filosofía que Julio Enrique Blanco, siendo Rector del Colegio de Barranquilla para Varones, dictaba no solo a los alumnos de último año bachillerato, sino a muchos particulares interesados en esta dimensión del saber.
Otro hecho que puso a la filosofía frente al expectante rostro de la ciudad, que ahora se mira a sí misma pensante y creativa, fueron las polémicas filosóficas publicadas en diferentes rotativos de la ciudad.
Entre las primeras se cuenta la ocurrida entre Blanco y Enrique Revollo del Castillo, hermano del sacerdote e historiador Pedro María Revollo, dadas en junio de 1937. Debate que intentó establecer si había, o no, filósofos en Colombia.
Luego, en mayo de 1954, el filósofo barranquillero trabaría una nueva contienda epistolar, también publicada en el principal diario de la ciudad a cargo de Juan B. Fernández.
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Esta vez el entrenzamiento de ideas y argumentos sería con Luis Eduardo Nieto Arteta. La polémica se conocería como Refutación de Heidegger y Heidegger, el existencialismo y la cultura contemporánea. No se olvide, ni por un segundo, para esta breve e incompleta historia de las ideas y la cultura, el plausible aporte de la Revista Voces (1917-1920) fundada por amigos y amantes de la filosofía, entre quienes se encuentra Ramón Vinyes, el sabio catalán de Cien años de soledad.
En los sesenta el estudio formal de las humanidades se evidenció en el primer programa de sociología, acaecido en la Universidad Autónoma del Caribe, junto al programa de Psicología de la Universidad del Norte. Todo este advenimiento de nuevas disciplinas en el área de las Ciencias Humanas prepararía el terreno en la ciudad para que se hiciera necesario el estudio profesional de la filosofía. Si los fenicios fueron importantes comerciantes, los helénicos se hicieron inmortales por su aporte a la cultura universal.
Entrada la década del setenta, la Escuela de Filosofía de la Universidad Metropolitana permite que algunos jóvenes lleguen a fundar sus propios recintos para el estudio de la ciencia y la filosofía.
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Tal es el caso del Centro de Estudios Filosóficos de Barranquilla, que desde el primer día de actividades su principal labor fue el rescate de la tradición filosófica de la ciudad alejandrina. Por otro lado, también aparecieron el Instituto Filosófico Tales de Mileto y el Centro de Estudios Bertrand Russell. Luego, la presencia de revistas dedicadas exclusivamente al desarrollo y divulgación de la filosofía de cara a las últimas corrientes que se estudian en Europa y los Estados Unidos, facilitaron el ejercicio intelectual de quienes atendían estos temas. No sé repetiría la triste historia del Cosme de José Félix Fuenmayor.
De la actualidad filosófica que se trataba en los recién aparecidos escenarios académicos son prueba la visita de filósofos renombrados como el epistemólogo y evolucionista Donald T. Campbell; el destacado lógico norteamericano Willard Van Orman Quine; el editor y director de la revista francesa de pensamiento contemporáneo Espirit, Olivier Mongin; el español Manuel Reyes Mate y el profesor Pablo Guadarrama, y así, fue un ir y venir del no muy conocido mundo de las estrellas de la filosofía que se anduvieron de paso por una ciudad que en un principio no tenía en mente los negocios de la cultura y la razón.
Nacionales y extranjeros desembarcaron sobre sus puertos para participar en conferencias, foros, seminarios y terminar, al final, en una que otra buena empinada de codo. No erraba Pasteur al decir que: “hay más filosofía en una botella de vino (de ron) que en todos los libros (las esquinas) del mundo”.
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Los noventa manifestaron los años de dura academia para los estudios filosóficos y en esa década se celebró el X Foro Nacional de Filosofía, el cual fue posible gracias a la unión de tres instituciones representativas de la ciudad: la Universidad del Atlántico, la Universidad del Norte y el Banco de la República.
Al año siguiente, en honor a los cincuenta años de la Universidad del Atlántico, se fundó el Instituto de Filosofía Julio Enrique Blanco. En 1996 la Universidad del Norte, en comunión con la Universidad del Valle, dan paso a una Maestría en filosofía. Al año siguiente, y contra todo pronóstico, se funda el programa de filosofía de la Universidad del Atlántico.
En 1998 se inaugura la Cátedra Julio Enrique Blanco. Tampoco se puede dejar de lado los 33 años de Conversatorios Filosóficos que vieron su luz en el hoy clausurado Teatro Municipal Amira de la Rosa.
Hay que decir que todo este vertiginoso trasegar de la historia y desarrollo de la filosofía en Barranquilla fue inusitado por la visión de un filósofo sin cartón y permite que hoy la ciudad cuente con el gran árbol genealógico de la filosofía en Barranquilla, en el cual las nuevas generaciones no solo encuentran un patrimonio cultural y filosófico.
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