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Los individuos, volviendo a Aristóteles, son por naturaleza sujetos políticos. La interacción construye al hombre y permite que se reconozca. Un pueblo se constituye como una comunidad política que a su vez posee una autoridad pública que le concede la posibilidad de convivir en asociación. Los tiempos modernos merecen una forma de gobierno que parta de la democracia: un gobierno que piense en el interés colectivo y reconozca al otro como un actor político social que tiene la facultad de transformar la sociedad. Todo esto es ideal, decimos para consolarnos, pero debemos aprender a mirar cara a cara la realidad, porque somos nosotros los equivocados, no la historia. Mirar, según Pessoa, es el primer paso de la inteligencia. Y en ciertos casos, el único.
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Todo nuestro malestar, la incapacidad de asumir las diferencias con el otro, los estallidos internos, se van transformando en un lenguaje que lo anula, que lo oprime y lo petrifica. El poder y la violencia son conceptos vinculantes en el ejercicio de la política, pero su aparición sucede en momentos diferentes. El poder es una facultad que lleva a un grupo social a establecer ciertas configuraciones para actuar en el territorio político. En otras palabras, el poder es una naturaleza que lleva a la actuación en la búsqueda de unos medios y unos fines para una masa de sujetos específica. “Políticamente hablando, escribe Arendt, es insuficiente decir que poder y violencia no son la misma cosa. El poder y la violencia son opuestos; donde uno domina absolutamente falta el otro”. Propiamente la violencia no genera en los sujetos la finalidad de poder, sino un ejercicio de dominación sobre cierto grupo social. La violencia es, dicho de otra forma, un mecanismo para la conservación del poder cuando se está próximo a perderlo. Concretamente estas nociones tienen una comunión especial en el terrero político colombiano, como sucedió con la desaparición de la Unión Patriótica (UP) en la década de los 80.
Cabe anotar, entonces, que uno de los hechos de violencia política es la desaparición de la diferencia que, según Arendt, es un efecto que se estructura a través del sometimiento. Durante el exterminio de la UP se produjo la opresión de las personas, la fractura de su libertad y la aniquilación de una orilla opuesta de pensamiento. El movimiento político de izquierda Unión Patriótica manifestó para el pueblo una forma de gobierno distinta a la forma política que ejercían los partidos y grupos políticos tradicionales. Las puertas de la UP estaban abiertas a todo tipo de personas, sin importar profesiones, costumbres, ideologías. Era, pues, un movimiento político que ejercía desde las minorías y desde la pluralidad.
Constituido la UP como partido político, una de las funciones del Estado era reconocerlo y dar el aval para participar de manera política en las elecciones de 1986. Comenzó, entonces, a surgir la presencia del candidato Jaime Pardo Leal, quien encontró apoyo en las clases populares. En su resistencia por el cambio, en la búsqueda de la verdad, descubrió la muerte. La aceptación por parte del pueblo colombiano generó recelo en los partidos políticos contrarios. Creía, probablemente, que las grandes revoluciones nacen en las clases populares. La otra orilla, la tradicional, recurrió a la violencia para recuperar el poder que gradualmente estaba perdiendo. Así creció el conflicto en el país, mientras los partidos políticos intentaban tener el dominio y la intención de voto en las elecciones de 1986.
La desaparición de la UP, a la luz de las nociones de Arendt, es producto de una violencia política que buscó la recuperación del poder. Hay cierta incapacidad del Estado para reconocer las orillas opuestas en el terreno político. No funda su participación en el diálogo, en la construcción, sino en el ataque y en el sometimiento del discurso contrario, convirtiéndose la violencia en un instrumento político que se instala en el colectivo como un reemplazo al ejercicio de participación y a la confrontación de ideas.