Haruki Murakami, el escritor que no necesita soñar
Murakami, quien se convirtió hoy en el primer autor japonés en ganar el Premio Princesa de Asturias de las Letras, es autor de obras como “Tokio Blues”, “1Q84″, “Kafka en la orilla”, entre otras.
Danelys Vega Cardozo
Haruki Murakami creció como hijo único, pero no en soledad, no tanto por sus padres como las tres cosas que lo anclaban a la vida: música, libros y gatos. No pasó mucho tiempo para que los deberes escolares fueran sustituidos por obras. A sus 74 años todavía recuerda una en especial, que lo condujo hacia el mundo de lo sobrenatural: Cuentos de luz de luna y lluvia, de Ueda Akinari. Leyó una versión infantil, pero de igual forma no pudo escapar de los espíritus y demonios que estaban presentes en las narraciones. Ahora ya no le interesa tanto la lectura de ficción, en su lugar prefiere la de no ficción. Y, sobre todo, hay libros de los que se mantiene alejado y elige conservar en donde les corresponde, en el pasado: los que escribió y publicó.
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Haruki Murakami creció como hijo único, pero no en soledad, no tanto por sus padres como las tres cosas que lo anclaban a la vida: música, libros y gatos. No pasó mucho tiempo para que los deberes escolares fueran sustituidos por obras. A sus 74 años todavía recuerda una en especial, que lo condujo hacia el mundo de lo sobrenatural: Cuentos de luz de luna y lluvia, de Ueda Akinari. Leyó una versión infantil, pero de igual forma no pudo escapar de los espíritus y demonios que estaban presentes en las narraciones. Ahora ya no le interesa tanto la lectura de ficción, en su lugar prefiere la de no ficción. Y, sobre todo, hay libros de los que se mantiene alejado y elige conservar en donde les corresponde, en el pasado: los que escribió y publicó.
Si por alguna razón retorna a ellos la decepción lo invade, como quien siente que una pieza no encaja, porque algo sobra o falta. Prefiere pagar el precio de no releer su trabajo literario: el olvido. “¿De verdad escribí eso?”, suele cuestionarse cuando algún periodista le pregunta por una parte específica de sus obras. Y son pocas las oportunidades en que eso ocurre, porque las entrevistas y las apariciones en televisión y radio le tienen sin cuidado. “Solo escribo”, confesó un día para El País. En realidad, no solo hace eso.
Desde hace 40 años tiene un ritual anual, que no abandona, aunque sus pisadas le digan que se detenga, que el tiempo no perdona el paso de los años y que sus mejores marcas han quedado en el pasado: correr una maratón. “Quiero saber durante cuánto tiempo más podré correr y disfrutarlo. Muchos amigos lo dejaron porque les deprime. A mí no. Es la vida y quiero saber cómo sigue, qué va a pasar conmigo”. Las carreras de fondo le enseñaron a adquirir confianza, la confianza que necesita para escribir sus obras, que a veces superan las 600 páginas. “Si escribes narraciones más cortas, quizá no necesitas eso. Más en mi caso. Era un hombre normal que de un día para otro comenzó a escribir, sencillamente. Un lector apasionado que de repente se puso a contar historias”.
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La idea de escribir historias emergió en su mente un día de 1978. Se encontraba en el desaparecido estadio Meiji Jingu Gaien, en Tokio, Japón, presenciando el encuentro entre dos equipos de béisbol: Yakult Swallows y Hiroshima Toyo Carp. De repente, John David Hilton, jugador en ese momento de los Yakult, salió a batear la bola. Ese pequeño instante fue su inspiración. “En principio me interesaba más hacer cine y teatro, pero ya en la universidad me di cuenta de que son tareas de creación en grupo, y yo, dado mi carácter, no puedo estar tranquilo si no puedo asumir la responsabilidad plena y controlar hasta el mínimo detalle”. Aun así hay algo que permite que se escape de su control.
Cuando en su casa se le da por ir a buscar un libro, muchas veces no lo encuentra. La tarea sería más sencilla si se tratara de algún disco, porque toda su colección está perfectamente organizada. No es solo que las obras desaparezcan en medio de otras cosas, sino que también él mismo se encarga de que no regresen a sus manos, como dijo a finales del año pasado para The New York Times: “No me interesa tanto coleccionar libros, así que una vez que he leído uno, generalmente no lo conservo”. Tal vez ese fue el destino que le deparó a El último magnate, de F. Scott Fitzgerald, el último gran libro que había leído por aquella época. “Al leer esta novela, línea por línea, me impresionó de nuevo lo asombrosa que es la escritura. La dignidad nunca flaquea, y dice todo lo que hay que decir”.
Quizá se haya salvado la novela que conservaba en su mesa de noche, El veredicto del latón, de Michael Connelly, una adquisición de un dólar en Honolulu, Hawái. “El precio no lo es todo, por supuesto, pero, ¿hay alguna otra forma de entretenimiento que proporcione tanto placer por un dólar?”. Tal vez Una juventud descarnada, de Dostoievski, uno de los autores que más lo han influenciado, solo haya cambiado de lugar al culminarlo de leer: de su bolso a algún espacio de su casa. Pero así como con Dostoievski, también se encuentra en deuda con dos escritores que comparten el mismo nombre: Raymond Chandler y Raymond Carver, quienes le ayudaron a encontrar su voz a través de la traducción de sus obras. Porque, por lo general, al mismo tiempo que escribe una novela traduce ficción. Nunca deja de escribir y mientras lo hace por su mente pasean imágenes o piensa en música. Y en una época en particular lo que hubo fue música.
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Durante varios años, cuando aún no se había encaminado hacia el mundo de las letras, dirigió un bar de jazz junto con su esposa Yoko Murakami. Al jazz llegó en su adolescencia, a través de la cultura estadounidense. “Absorbí eso y le estoy agradecido. Pero la cultura de Estados Unidos ya no es tan estimulante”, admitió en 2019 para El País. Por eso, en ese aspecto, se aferra al pasado, a los 34 volúmenes de The Jazz Discography, de Tom Lord, que reposan en su estantería. “Hoy en día se pueden buscar cosas en internet, pero en el pasado la única opción era hacerse con este conjunto completo. No me limito a buscar cosas en él, sino que a menudo disfruto hojeando las páginas al azar”.
Ya no dirige un bar, pero aún elige la música, porque desde 2018 empezó a conducir un programa de radio en Tokio. No estaba seguro de esa decisión, pero su esposa lo animó: “Puedes hacerlo. Serías un buen DJ”, le dijo. Ahora selecciona la música (jazz, rock y pop) y al mismo tiempo habla de literatura. “Estoy disfrutándolo. El sentimiento es de puro placer”. El placer que le da escribir y la razón principal de que lo haga. “Luego vi que les interesaba a unos pocos y se ha ido extendiendo. Gratifica, pero es algo que pasó en los demás. Sigo igual: escribo por la mañana, cuatro o cinco horas, la misma cantidad de páginas, y cuando me levanto de la silla solo quiero saber adónde me llevará la historia. Por eso vuelvo al día siguiente”.
Y cuando lo hace va construyendo narraciones que hablan del mundo, pero también de él mismo, como dijo un día para The New York Times. “Si cierras los ojos y te sumerges en ti mismo puedes ver un mundo diferente. Es como explorar el cosmos, pero dentro de uno mismo. Vas a un lugar diferente, donde es muy peligroso y da miedo, y es importante conocer el camino de vuelta”. Su primera lectora siempre ha sido su esposa y es quien lee lo que no le interesa: las críticas. “Solo me lee las malas en voz alta. Dice que tengo que aceptar las malas críticas. Las buenas, olvídalo”.
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Olvida las críticas y también los sueños, a diferencia de Tooru Okada, el protagonista de Crónica del pájaro que da vuelta al mundo, una de sus novelas. Solo recuerda una o dos veces al mes lo que soñó. “Pero no tengo que soñar, porque puedo escribir”.