Hasta el último suspiro
A poco tiempo de cumplirse los 50 años del golpe de Estado en Chile, hacemos un recuento de algunos sucesos posteriores y de cómo vivieron el exilio agrupaciones como Inti-Illimani Histórico y Quilapayún, que se presentan el 27 y 28 de junio en Medellín y Bogotá.
Danelys Vega Cardozo
Hacía frío y nevaba, pero el cuerpo respondía con pisadas aquella noche de invierno italiana del 80. En el pequeño pueblo de Sulmona, la estatua del poeta romano Ovidio permanecía intacta en el centro de la plaza XX Settembre. Seis músicos chilenos, integrantes de la agrupación Inti-Illimani la observaban luego de un concierto. Compartían con el poeta una vida atravesada por el exilio. Solo que la del romano había sido una condenada más bien al destierro, porque el emperador César Augusto, quien lo exilió por “un poema y un error”, nunca le permitió regresar a su tierra, a pesar de sus múltiples suplicas. Con dolor siguió escribiendo versos. Horacio Durán, uno de los fundadores de Inti-Illimani, reflexionó sobre aquella historia mientras contemplaba la escultura. “De alguna manera nada puede impedir -que no sea la propia capacidad creativa o menos- desarrollar el propio trabajo, aunque sea en la tristeza o el dolor de la distancia o la perdida”, pensó.
Gánale la carrera a la desinformación NO TE QUEDES CON LAS GANAS DE LEER ESTE ARTÍCULO
¿Ya tienes una cuenta? Inicia sesión para continuar
Hacía frío y nevaba, pero el cuerpo respondía con pisadas aquella noche de invierno italiana del 80. En el pequeño pueblo de Sulmona, la estatua del poeta romano Ovidio permanecía intacta en el centro de la plaza XX Settembre. Seis músicos chilenos, integrantes de la agrupación Inti-Illimani la observaban luego de un concierto. Compartían con el poeta una vida atravesada por el exilio. Solo que la del romano había sido una condenada más bien al destierro, porque el emperador César Augusto, quien lo exilió por “un poema y un error”, nunca le permitió regresar a su tierra, a pesar de sus múltiples suplicas. Con dolor siguió escribiendo versos. Horacio Durán, uno de los fundadores de Inti-Illimani, reflexionó sobre aquella historia mientras contemplaba la escultura. “De alguna manera nada puede impedir -que no sea la propia capacidad creativa o menos- desarrollar el propio trabajo, aunque sea en la tristeza o el dolor de la distancia o la perdida”, pensó.
En otra parte de Europa, en Francia, permanecían exilados otros músicos chilenos, quienes integraban la banda Quilapayún. Al igual que Inti-Illimani, ya completaban siete años bajo esa misma condición, que decidieron aceptar con todo y sus sabores agridulces: el encuentro con otra cultura, lengua y valores, y al mismo tiempo la pérdida de familiares y amigos; un mundo arrebatado por la distancia física. “No es solo el exilio que tiene esa cosa doble, es la vida del hombre”, diría 43 años más tarde Eduardo Carrasco, fundador y director de Quilapayún.
Ninguna de las dos agrupaciones renunció a su tierra, a su Chile. El vínculo lo conservaron a través de su quehacer diario, de las canciones que hacían y mostraban “el sentimiento de la pérdida de la patria, de la recuperación de la democracia y la derrota de Pinochet”, como recuerda Carrasco. Porque, en realidad, su pueblo vivía en una dictadura militar desde el 11 de septiembre de 1973, que dejaría un saldo de más de 40.000 víctimas, de acuerdo con el segundo informe de la Comisión Nacional sobre Prisión Política y Tortura chilena.
Le invitamos a leer: Peter Sohn sobre los grandes desafíos de “Elementos” y del cine de animación
El inicio del horror
Aquel día de septiembre, Inti-Illimani y Quilapayún estaban de gira por Europa. Vivieron desde Italia y Francia los sucesos que se venían orquestando previamente en su país, pero que empezaron a ser visibles hasta aquella madrugada del 73 en Valparaíso y que luego alertarían a Salvador Allende, el entonces presidente de Chile, quien se encontraba en Santiago en la casa Tomás Moro. Tras una llamada del general Jorge Urrutia, quien le advirtió sobre la militarización de las calles de Valparaíso, Allende se dirigió hasta el Palacio de La Moneda. A las 8:42 a.m. una proclama militar le ordenó la entrega inmediata “de su alto cargo a las Fuerzas Armadas y Carabineros de Chile”. Una hora después las balas se escucharon cerca de la casa presidencial. A las 10:15, en la radioemisora Magallanes, los chilenos oyeron el último discurso de Allende.
“Ante estos hechos solo me cabe decirles a los trabajadores: yo no voy a renunciar. Colocado en un tránsito histórico, pagaré con mi vida la lealtad del pueblo. Y les digo que tengo la certeza de que la semilla que entregáramos a la conciencia digna de miles y miles de chilenos no podrá ser segada definitivamente. Tienen la fuerza, podrán avasallarnos, pero no se detienen los procesos sociales ni con el crimen ni con la fuerza. La historia es nuestra y la hacen los pueblos”, fueron algunas de sus palabras.
Pagó con su vida alrededor de las 2:30 p.m., cuando los soldados tomaron La Moneda, que desde las 10:30 a.m. había sido bombardeada. No permitió que la Junta Militar le arrebatara su último suspiro, él mismo le puso fin a su existencia. Y luego aquella Junta, liderada por Augusto Pinochet, desapareció y aniquiló a miles (3.065, según la Comisión Nacional sobre Prisión Política y Tortura chilena).
Le recomendamos leer: Lisandro Aristimuño, el cantante que volvió a vivir
El arte sangra
Durante la dictadura de Pinochet, muchos activistas o partidarios de la coalición política Unidad Popular, que apoyaba a Allende, fueron perseguidos, desaparecidos o asesinados. Los músicos no fueron la excepción. Uno de ellos fue Víctor Jara, quien fue torturado y acribillado el 15 de septiembre de 1973 en el Estadio Chile -como dejó constancia el expediente judicial de su asesinato, aunque el 16 de septiembre sea la fecha más extendida-, un sitio que había sido convertido en un centro de detención y tortura. De a poco una historia se fue regando por Chile hasta traspasar las fronteras y llegar a otros continentes, como el europeo. La historia de un cantante (Jara) a quien le habían cortado sus manos y hasta su lengua antes de ser asesinado. Pero La vida es eterna, una biografía del músico escrita por Mario Amorós y publicada recientemente, demostró que aquello había sido tan solo un mito, gracias a las conclusiones de la autopsia a las que tuvo acceso.
De Víctor Jara quedaron sus canciones, como Te recuerdo Amanda, El derecho de vivir en paz, entre otras, y sus poemas -que muchas veces fueron convertidos en melodías-, en especial aquel que escribió antes de morir: Somos cinco mil o Estadio Chile. “Somos cinco mil aquí, / en esta pequeña parte de la ciudad. / Somos cinco mil. / ¿Cuántos somos en total en las ciudades y en todo el país? / Somos aquí diez mil manos/ que siembran y hacen andar las fábricas. / ¡Cuánta humanidad/ con hambre, frío, pánico, dolor, / presión moral, terror, locura! / Seis de los nuestros se perdieron/ en el espacio de las estrellas”, aquellos fueron sus primeros versos.
Transcurrido un mes de su asesinato, ocurrió el de Jorge Peña Hen, músico y fundador de la primera orquesta sinfónica infantil de Latinoamérica. Tras el golpe de Estado, fue detenido y convertido en prisionero en la cárcel de La Serena. Permaneció allí hasta el 16 de octubre del 73, cuando fue trasladado al Regimiento Arica, en donde se realizó su ejecución y las de otras personas. Antes de aquel momento, aun estando en la prisión de La Serena, sintió la necesidad de seguir expresándose a través de su arte, así que agarró un pequeño trozo de papel y un fósforo quemado, que hizo las veces de pluma para dibujar algunas notas musicales.
Le puede interesar: El minotauro de Buenos Aires
Quizás el segundo poeticidio -el primero había sido el de Jara- fue el de Pablo Neruda. El 23 de septiembre de 1973 fue trasladado a la Clínica Santa María, en Santiago, debido a su complejo estado de salud. No salió con vida de allí. Su acta de defunción aseguraba que la causa de su muerte había sido una “caquexia cancerosa”, pues padecía un cáncer de próstata que ya había hecho metástasis. Pero en 2011 aquello fue puesto en duda, cuando Manuel Araya, su exchofer, aseguró que, en realidad, a Neruda lo habían envenenado mientras estuvo interno.
Tras aquella confesión, dos años después, se realizaron los primeros análisis forenses, que concluyeron que no había veneno en el cuerpo de Neruda. En 2017 un nuevo informe dio cuenta de un hallazgo que podría confirmar lo aseverado por Manuel Araya: la presencia de la bacteria Clostridium botulinum en una muela del poeta. Este año, gracias a análisis realizados por científicos internacionales, se evidenció que la bacteria estaba presente en su cuerpo antes de su muerte. “No cabe duda de que eso fue endógeno e inyectado. Y se lo pusieron a Neruda estando vivo y corrió por el torrente sanguíneo”, afirmó Rodolfo Reyes, su sobrino, para El País, tras conocer los resultados del tercer informe. Sin embargo, a finales de mayo, Luis Cordero Vega, ministro de Justicia y Derechos Humanos de Chile, dijo que “no hay prueba concluyente sobre la muerte de Neruda” y que lo determinado por el último análisis era “una prueba adicional”.
Otros autores, como Isabel Allende, Gitano Rodríguez, Patricio Manns, Miguel Littin y Antonio Skármeta, tomaron el camino del exilio. A ese camino se unieron desde la música no solo Inti-Illimani y Quilapayún, sino también las agrupaciones Amerindios, Tiemponuevo, el dúo Isabel y Ángel Parra, entre otros. Todos aquellos músicos fueron representantes de una revolución cultural que se gestó a partir de 1960 en el ámbito de la canción y hasta en otras expresiones artísticas: la nueva canción chilena.
Le invitamos a leer: La eternidad de Egon Schiele
Denuncia musical
Tres meses antes de la toma de La Moneda, Sergio Ortega compuso una canción que más tarde se convirtió en un himno para muchas naciones, siendo grabada por primera vez por Quilapayún: El pueblo unido jamás será vencido. “De pie, luchar/ El pueblo va a triunfar/ Será mejor/ La vida que vendrá/ A conquistar/ Nuestra felicidad/ Y en un clamor/ Mil voces de combate se alzarán/ Dirán/ Canción de libertad/ Con decisión/ La patria vencerá/ Y ahora el pueblo/ Que se alza en la lucha/ Con voz de gigante/ Gritando: ¡adelante! / El pueblo unido jamás será vencido/ El pueblo unido jamás será vencido”, dice una parte de la letra de la canción.
Aquel himno era parte de la nueva canción chilena, que iba más allá de la protesta. “Por supuesto que había canciones que protestaban contra determinados derechos conculcados, pero en realidad era un movimiento mucho más profundo. Nuestra expresión musical estaba llena de vida, de propuestas profundamente humanas, de justicia, de valores musicales”, dice Horacio Durán. Eduardo Carrasco destaca la poesía profunda que se desarrolló en Chile con la nueva canción -y menciona a figuras como Violeta Parra, Víctor Jara, Rolando Alarcón, entre otros- y “la conciencia continental de pertenencia” que se manifestó a través de ella.
El problema es que aquel sonido fue tildado de revolucionario por la dictadura, llegando a prohibir instrumentos ancestrales, como la quena y el charango. Incluso, alguna vez, un amigo de Horacio Durán, quien era charanguista y había crecido durante aquella época, le dijo: “En algún momento de esos años de la dictadura de Pinochet era más peligroso estar con un charango en la mano que con una bomba molotov”.
Le recomendamos leer: Albert Hammond Jr., su nuevo álbum, y la riqueza de las pausas creativas
Durante el exilio, Durán comprendió que no había necesidad de cantar para denunciar, que tan solo el sonido emitido por aquellos dos instrumentos ya era una denuncia.
La vida continúa
En noviembre de 1973, dos meses después del golpe de Estado, Inti-Illimani y Quilapayún se reunieron en París para analizar su situación. Como para esa época Joan Jara, viuda de Víctor Jara, se encontraba exiliada en Londres, aprovechó para asistir también a aquel encuentro. Allí llegaron a una conclusión, como recuerda Horacio Durán: “Cada artista, por sobre todas las cosas, teníamos el deber de seguir desarrollando nuestra creatividad de manera abierta y libre, e insertarnos activamente”. Eso hicieron desde el día siguiente de la toma del Palacio de La Moneda. “En Roma se hizo una manifestación gigantesca y nosotros estábamos ahí; eso lo seguimos haciendo siempre, diría que hasta el día de hoy”. Y seguirán haciéndolo, como lo dice Eduardo Carrasco en sus propias palabras: “No hemos parado de cantar por Víctor Jara, por Allende, por la democracia en todos nuestros países, por la libertad, y seguiremos en esto”.
Solo dejarán de hacer lo que han hecho toda su vida hasta el mismo momento que escribió Luis Buñuel que lo haría: hasta su último suspiro.
Le puede interesar: Enrique Bunbury: “Volver a la mirada interior fue un alivio”