¿Hay casos en los que se justifica cometer un acto terrorista?
A principios de 1942, había serios indicios para pensar que el Reino Unida sería derrotado por la Wehrmacht, las fuerzas armadas del Tercer Reich. A excepción de la Península Ibérica, entonces bajo el dominio de dictaduras militares, la isla británica era la única potencia que le faltaba a Hitler para conseguir la subyugación total del continente europeo. Como nunca antes, las democracias liberales occidentales colgaban de un hilo.
Santiago Vargas Acebedo
Pero no todo estaba perdido. En Dowing Street, se encontraba al mando del gobierno británico nada más y nada menos que Sir Winston Churchill. De la mano de su Ministro del Aire, el legendario Primer Ministro concluiría que Hitler jamás sería derrotado si el Reino Unido honraba, al pie de la letra, los códigos de guerra vigentes desde las Convenciones de la Haya de 1899 y 1907. De modo que, en expresa violación de estos códigos, el Reino Unido tomó la decisión de bombardear industrias y zonas habitadas por civiles del país germano, con el objetivo de causar suficiente miedo entre la población civil alemana como para presionar a los líderes Nazis hasta el rendimiento. Al final de cuentas, las Fuerzas Armadas Británicas, luego asistidas por las norteamericanas, salieron victoriosas, no sin antes acabar con la vida de alrededor de 600,000 civiles alemanes y herir gravemente a unos 800,000 adicionales.
Muchos años después, cuando Hitler ya era historia, el filósofo norteamericano Micheal Walzer se referiría a la decisión tomada por el Reino Unido como un ejemplo del único caso en el que se justifica (moral, no militarmente hablando) cometer un acto terrorista, argumentando que la amenaza Nazi representaba una emergencia suprema. Le invitamos a leer: El día que un ejército nazi le rindió homenajes a Simón Bolívar
Quizás no quepa duda de que, en 1942, el mundo se encontraba frente a una situación de este tipo. Pero, el reconocimiento del terrorismo como una alternativa moralmente legitima es una afirmación que, al menos, merece ser interrogada. Y formularse la siguiente pregunta quizás sea un buen lugar para empezar: ¿qué es el terrorismo?
La palabra terrorismo data del siglo XVIII, o, para ser más precisos, de la Revolución Francesa. Entre mayo de 1793 y julio de 1794, al mando de Maximilien Robespierre, los Jacobinos, un grupo de revolucionarios radicales, lograron controlar el gobierno de la Primera República Francesa. Con el fin de salvaguardar el recién establecido orden democrático, los Jacobinos llevaron a cabo numerosas masacres y ejecuciones públicas de quienes eran enemigos, o sospechosos de serlo, de la Revolución. Para los Jacobinos, la violencia se convirtió en un arma que mataba dos pájaros de un tiro: desaparecía del mapa a sus opositores e incitaba, por medio del terror, a detractores potenciales a pensarlo dos veces. La sangre entonces derramada fue de tales dimensiones que el período luego mereció el nombre del Reinado del Terror.
Esta, sin embargo, no era una etiqueta que el propio Robespierre desconociera. De hecho, llegó hasta el punto de justificar el uso político del terror, afirmando: “Si la base de un gobierno popular en tiempos de paz es la virtud, la base de un gobierno popular en tiempos de revolución es, a la vez, la virtud y el terror; sin virtud, el terror es reprochable; sin terror, la virtud es impotente”. Robespierre, en otras palabras, presentaba al terror como un instrumento lícito para llevar al pueblo por el camino de la virtud. Y es, precisamente, este reconocimiento del terror como una herramienta política moralmente legítima que da origen al fenómeno que, hoy por hoy, conocemos como terrorismo.
En los siglos posteriores a la Revolución, el terrorismo se convirtió en una herramienta empleada, a la par, por sectores políticos antagonistas. Durante el siglo XIX, fue predominantemente el instrumento utilizado por anarquistas y grupos revolucionarios para aterrorizar a las elites y despertar, así, las energías rebeldes del pueblo. En la primera mitad del siglo XX, al contrario, funcionó como el mecanismo predilecto de estados totalitarios para asegurar su hegemonía. Posteriormente, a finales del siglo XX y principios del XXI, el mundo fue testigo de una nueva versión terrorista: el uso de la violencia contra civiles por parte de grupos insurgentes en la lucha contra una sociedad globalizada, dominada por una expansión acelerada de Occidente, las democracias liberales y la sociedad de mercado.
Además: Un cazador de nazis contratado por el presidente Virgilio Barco
Las variaciones semánticas que el terrorismo ha experimentado a lo largo de la historia explican, en gran medida, por qué ha sido tan arduo el camino hacia acordar una definición objetiva del fenómeno. De hecho, como bien señala el filósofo israelí Igor Primoratz, en las Naciones Unidas ha sido Imposible llegar a un dictamen multilateral. Pero las variaciones históricas no son la única explicación. También hay intereses políticos que se han atravesado en el camino de una definición multilateral.
Desde las potencias occidentales, por ejemplo, se ha insistido en fijar una definición basada no en el acto mismo, sino en los actores; es decir, no en el qué, sino en el quién. De acuerdo con esta narrativa, Occidente ha etiquetado actos cometidos por grupos islámicos insurgentes como terroristas, mientras que ha eximido de la etiqueta actos semejantes cometidos por estados democráticos. Nadie, por ejemplo, tardó, y con razón, a la hora de denunciar como actos terroristas, las bombas que explotaron en el Underground de Londres en el 2005. Mientras tanto, nadie, en Occidente al menos, se atrevió a denunciar como terroristas los bombardeos lanzados directamente contra civiles por parte de la OTAN durante los 20 años de guerra en Afganistán. De modo que para empezar a entender este fenómeno que ya suficiente sangre ha causado, el primer paso es acobijar actos que son moralmente equivalentes bajo el mismo término lingüístico, independientemente del actor que los ejecute.
En cambio, otros han preferido concentrarse no en los actores, tampoco en el acto terrorista, sino en el fin último que este pretende alcanzar; es decir, no en el qué ni en el quién, sino en el porqué. Esta ha sido, por un lado, la justificación moral de grupos insurgentes anti-occidentales a la hora de cometer actos terroristas como los del 2001 en Nueva York que recientemente cumplieron 20 años. Y esta ha sido también la retórica empleada por Occidente a la hora de atentar contra civiles de países que ha puesto en su lista de enemigos. Mientras que grupos como Al Qaeda o el Estado Islámico justifican actos terroristas en el nombre de Alá, Occidente los justifica en nombre de otro mito fundacional: la libertad. En defensa de la ‘libertad’, durante el Reinado del Terror, se llevaron a la guillotina aproximadamente 17,000 ‘enemigos’ de la Revolución. En defensa de la ‘libertad’, los Aliados acabaron con la vida de alrededor de 200,000 personas en Nagasaki y Hiroshima. Y, en defensa de la ‘libertad’, se estima que algo cercano a 50,000 civiles afganos fueron asesinados en los 20 años que duró la recientemente finalizada guerra de Afganistán; una cifra que aumentó considerablemente luego de que, en el 2017 durante la administración de Donald Trump, Estados Unidos relajara sus reglas de ataque aéreos. De hecho, la invasión del territorio afgano efectuada por George W. Bush en el 2001 llevaba como nombre Operación Libertad Duradera.
Esto, en pocas palabras, quiere decir que, en una guerra, lo que se considera un propósito legitimo desde un bando, no lo es desde el otro. Por lo tanto, a la hora de decidir cuáles actos clasifican como terroristas y cuáles no, el porqué jamás podrá ser un criterio objetivo. Por la misma razón, una definición tampoco puede contener conceptos tan ambiguos como el de libertad. Esto teniendo en cuenta que, al contrario de lo que dijo alguna vez Ronald Reagan en alocución radial de 1986, los que luchan por la libertad desde una orilla son vistos como terroristas desde la otra.
Total, una definición objetiva del terrorismo no puede construirse alrededor ni del actor ni del motivo, sino del acto mismo; es decir, ni del quién ni del porqué sino del qué. Solo así podremos llegar a una definición que acobije a cualquier acto terrorista independientemente de la orilla ideológica desde la que se cometa. Esto quiere decir que a una definición objetiva se llega preguntándose por la naturaleza del acto en sí mismo.
Para empezar, un acto terrorista siempre tiene como fin último una intención política. En esto se diferencial del sadismo: de la violencia por placer. Para el terrorista, la violencia no es un fin en sí mismo, sino un medio que considera moralmente legítimo. El terrorista, más que sadista, es maquiavélico: esta dispuesto a todo con tal de alcanzar su objetivo político. Al mismo tiempo, un acto es terrorista solo en la medida en la que se trate de un atentado contra civiles. En esto también se diferencian de los actos de guerra cometidos contra fuerzas armadas, bien sean estas estatales o insurgentes. Esto quiere decir que el sadismo, los actos de guerra y el terrorismo son aflicciones diferentes; igualarlas nublará, en lugar de aclarar, la naturaleza del fenómeno.
Teniendo estos factores en cuenta, un acto terrorista resulta cuando se atente de manera violenta contra la población civil con el objetivo de alcanzar fines políticos. De modo que preguntarse si hay casos en los que se justifica moralmente un acto terrorista, se traduce a preguntarse si hay casos en los que se justifica atentar contra la población civil con tal de alcanzar un objetivo político. Y a esta pregunta, la repuesta tendrá que ser multilateralmente y en coros masivos: ¡jamás! Debemos reprochar, vehementemente y en conjunto, cualquier atentado contra la población civil, independientemente de si sean cometidos por Churchill o por Al Qaeda y de si tengan el objetivo de derrotar a Hitler o de frenar la expansión de Occidente.
Si no aseguramos la protección de los civiles como un acuerdo mínimo multilateral, entramos a una contienda militar sin límites; donde se vale desde volar edificios en pedazos hasta soltar bombas nucleares. Pero este acuerdo mínimo debe empezar por parte de las democracias liberales occidentales, algo que hasta el día de hoy no ha sucedido. De lo contrario, se estaría enviando un mensaje a los adversarios que afirma que, en la guerra, todo vale. Este fue, precisamente, el mensaje que Estados Unidos—aunque no fue el único—envío a los países que invadió durante la Guerra Fría; un mensaje que fue, en parte, culpable por los atentados del 2001 que por estos días cumplieron 20 años. De modo que se trata de un error que no se puede volver a cometer. La lección más importante que debe quedar tras la retirada de las tropas de la OTAN de Afganistán debe ser que nunca, nunca, se justifica atentar contra la población civil con fines políticos, por noble que estos sean. Nunca, nunca, se justifica cometer un acto terrorista.
Santiago Vargas Acebedo
Sociólogo y periodista.
Twitter: @vargas_acebedo
Pero no todo estaba perdido. En Dowing Street, se encontraba al mando del gobierno británico nada más y nada menos que Sir Winston Churchill. De la mano de su Ministro del Aire, el legendario Primer Ministro concluiría que Hitler jamás sería derrotado si el Reino Unido honraba, al pie de la letra, los códigos de guerra vigentes desde las Convenciones de la Haya de 1899 y 1907. De modo que, en expresa violación de estos códigos, el Reino Unido tomó la decisión de bombardear industrias y zonas habitadas por civiles del país germano, con el objetivo de causar suficiente miedo entre la población civil alemana como para presionar a los líderes Nazis hasta el rendimiento. Al final de cuentas, las Fuerzas Armadas Británicas, luego asistidas por las norteamericanas, salieron victoriosas, no sin antes acabar con la vida de alrededor de 600,000 civiles alemanes y herir gravemente a unos 800,000 adicionales.
Muchos años después, cuando Hitler ya era historia, el filósofo norteamericano Micheal Walzer se referiría a la decisión tomada por el Reino Unido como un ejemplo del único caso en el que se justifica (moral, no militarmente hablando) cometer un acto terrorista, argumentando que la amenaza Nazi representaba una emergencia suprema. Le invitamos a leer: El día que un ejército nazi le rindió homenajes a Simón Bolívar
Quizás no quepa duda de que, en 1942, el mundo se encontraba frente a una situación de este tipo. Pero, el reconocimiento del terrorismo como una alternativa moralmente legitima es una afirmación que, al menos, merece ser interrogada. Y formularse la siguiente pregunta quizás sea un buen lugar para empezar: ¿qué es el terrorismo?
La palabra terrorismo data del siglo XVIII, o, para ser más precisos, de la Revolución Francesa. Entre mayo de 1793 y julio de 1794, al mando de Maximilien Robespierre, los Jacobinos, un grupo de revolucionarios radicales, lograron controlar el gobierno de la Primera República Francesa. Con el fin de salvaguardar el recién establecido orden democrático, los Jacobinos llevaron a cabo numerosas masacres y ejecuciones públicas de quienes eran enemigos, o sospechosos de serlo, de la Revolución. Para los Jacobinos, la violencia se convirtió en un arma que mataba dos pájaros de un tiro: desaparecía del mapa a sus opositores e incitaba, por medio del terror, a detractores potenciales a pensarlo dos veces. La sangre entonces derramada fue de tales dimensiones que el período luego mereció el nombre del Reinado del Terror.
Esta, sin embargo, no era una etiqueta que el propio Robespierre desconociera. De hecho, llegó hasta el punto de justificar el uso político del terror, afirmando: “Si la base de un gobierno popular en tiempos de paz es la virtud, la base de un gobierno popular en tiempos de revolución es, a la vez, la virtud y el terror; sin virtud, el terror es reprochable; sin terror, la virtud es impotente”. Robespierre, en otras palabras, presentaba al terror como un instrumento lícito para llevar al pueblo por el camino de la virtud. Y es, precisamente, este reconocimiento del terror como una herramienta política moralmente legítima que da origen al fenómeno que, hoy por hoy, conocemos como terrorismo.
En los siglos posteriores a la Revolución, el terrorismo se convirtió en una herramienta empleada, a la par, por sectores políticos antagonistas. Durante el siglo XIX, fue predominantemente el instrumento utilizado por anarquistas y grupos revolucionarios para aterrorizar a las elites y despertar, así, las energías rebeldes del pueblo. En la primera mitad del siglo XX, al contrario, funcionó como el mecanismo predilecto de estados totalitarios para asegurar su hegemonía. Posteriormente, a finales del siglo XX y principios del XXI, el mundo fue testigo de una nueva versión terrorista: el uso de la violencia contra civiles por parte de grupos insurgentes en la lucha contra una sociedad globalizada, dominada por una expansión acelerada de Occidente, las democracias liberales y la sociedad de mercado.
Además: Un cazador de nazis contratado por el presidente Virgilio Barco
Las variaciones semánticas que el terrorismo ha experimentado a lo largo de la historia explican, en gran medida, por qué ha sido tan arduo el camino hacia acordar una definición objetiva del fenómeno. De hecho, como bien señala el filósofo israelí Igor Primoratz, en las Naciones Unidas ha sido Imposible llegar a un dictamen multilateral. Pero las variaciones históricas no son la única explicación. También hay intereses políticos que se han atravesado en el camino de una definición multilateral.
Desde las potencias occidentales, por ejemplo, se ha insistido en fijar una definición basada no en el acto mismo, sino en los actores; es decir, no en el qué, sino en el quién. De acuerdo con esta narrativa, Occidente ha etiquetado actos cometidos por grupos islámicos insurgentes como terroristas, mientras que ha eximido de la etiqueta actos semejantes cometidos por estados democráticos. Nadie, por ejemplo, tardó, y con razón, a la hora de denunciar como actos terroristas, las bombas que explotaron en el Underground de Londres en el 2005. Mientras tanto, nadie, en Occidente al menos, se atrevió a denunciar como terroristas los bombardeos lanzados directamente contra civiles por parte de la OTAN durante los 20 años de guerra en Afganistán. De modo que para empezar a entender este fenómeno que ya suficiente sangre ha causado, el primer paso es acobijar actos que son moralmente equivalentes bajo el mismo término lingüístico, independientemente del actor que los ejecute.
En cambio, otros han preferido concentrarse no en los actores, tampoco en el acto terrorista, sino en el fin último que este pretende alcanzar; es decir, no en el qué ni en el quién, sino en el porqué. Esta ha sido, por un lado, la justificación moral de grupos insurgentes anti-occidentales a la hora de cometer actos terroristas como los del 2001 en Nueva York que recientemente cumplieron 20 años. Y esta ha sido también la retórica empleada por Occidente a la hora de atentar contra civiles de países que ha puesto en su lista de enemigos. Mientras que grupos como Al Qaeda o el Estado Islámico justifican actos terroristas en el nombre de Alá, Occidente los justifica en nombre de otro mito fundacional: la libertad. En defensa de la ‘libertad’, durante el Reinado del Terror, se llevaron a la guillotina aproximadamente 17,000 ‘enemigos’ de la Revolución. En defensa de la ‘libertad’, los Aliados acabaron con la vida de alrededor de 200,000 personas en Nagasaki y Hiroshima. Y, en defensa de la ‘libertad’, se estima que algo cercano a 50,000 civiles afganos fueron asesinados en los 20 años que duró la recientemente finalizada guerra de Afganistán; una cifra que aumentó considerablemente luego de que, en el 2017 durante la administración de Donald Trump, Estados Unidos relajara sus reglas de ataque aéreos. De hecho, la invasión del territorio afgano efectuada por George W. Bush en el 2001 llevaba como nombre Operación Libertad Duradera.
Esto, en pocas palabras, quiere decir que, en una guerra, lo que se considera un propósito legitimo desde un bando, no lo es desde el otro. Por lo tanto, a la hora de decidir cuáles actos clasifican como terroristas y cuáles no, el porqué jamás podrá ser un criterio objetivo. Por la misma razón, una definición tampoco puede contener conceptos tan ambiguos como el de libertad. Esto teniendo en cuenta que, al contrario de lo que dijo alguna vez Ronald Reagan en alocución radial de 1986, los que luchan por la libertad desde una orilla son vistos como terroristas desde la otra.
Total, una definición objetiva del terrorismo no puede construirse alrededor ni del actor ni del motivo, sino del acto mismo; es decir, ni del quién ni del porqué sino del qué. Solo así podremos llegar a una definición que acobije a cualquier acto terrorista independientemente de la orilla ideológica desde la que se cometa. Esto quiere decir que a una definición objetiva se llega preguntándose por la naturaleza del acto en sí mismo.
Para empezar, un acto terrorista siempre tiene como fin último una intención política. En esto se diferencial del sadismo: de la violencia por placer. Para el terrorista, la violencia no es un fin en sí mismo, sino un medio que considera moralmente legítimo. El terrorista, más que sadista, es maquiavélico: esta dispuesto a todo con tal de alcanzar su objetivo político. Al mismo tiempo, un acto es terrorista solo en la medida en la que se trate de un atentado contra civiles. En esto también se diferencian de los actos de guerra cometidos contra fuerzas armadas, bien sean estas estatales o insurgentes. Esto quiere decir que el sadismo, los actos de guerra y el terrorismo son aflicciones diferentes; igualarlas nublará, en lugar de aclarar, la naturaleza del fenómeno.
Teniendo estos factores en cuenta, un acto terrorista resulta cuando se atente de manera violenta contra la población civil con el objetivo de alcanzar fines políticos. De modo que preguntarse si hay casos en los que se justifica moralmente un acto terrorista, se traduce a preguntarse si hay casos en los que se justifica atentar contra la población civil con tal de alcanzar un objetivo político. Y a esta pregunta, la repuesta tendrá que ser multilateralmente y en coros masivos: ¡jamás! Debemos reprochar, vehementemente y en conjunto, cualquier atentado contra la población civil, independientemente de si sean cometidos por Churchill o por Al Qaeda y de si tengan el objetivo de derrotar a Hitler o de frenar la expansión de Occidente.
Si no aseguramos la protección de los civiles como un acuerdo mínimo multilateral, entramos a una contienda militar sin límites; donde se vale desde volar edificios en pedazos hasta soltar bombas nucleares. Pero este acuerdo mínimo debe empezar por parte de las democracias liberales occidentales, algo que hasta el día de hoy no ha sucedido. De lo contrario, se estaría enviando un mensaje a los adversarios que afirma que, en la guerra, todo vale. Este fue, precisamente, el mensaje que Estados Unidos—aunque no fue el único—envío a los países que invadió durante la Guerra Fría; un mensaje que fue, en parte, culpable por los atentados del 2001 que por estos días cumplieron 20 años. De modo que se trata de un error que no se puede volver a cometer. La lección más importante que debe quedar tras la retirada de las tropas de la OTAN de Afganistán debe ser que nunca, nunca, se justifica atentar contra la población civil con fines políticos, por noble que estos sean. Nunca, nunca, se justifica cometer un acto terrorista.
Santiago Vargas Acebedo
Sociólogo y periodista.
Twitter: @vargas_acebedo