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¿Qué es lo más complejo de contar una misma historia en un nuevo lenguaje o narrativa diferentes, como en el caso de la película “El olvido que seremos”?
Es algo tan complejo que yo me sentí siempre incapaz de hacer ese tránsito de las palabras a las imágenes, la música, los diálogos, las escenas, los planos. Es un lenguaje totalmente distinto al mío, en el que uso solamente palabras. El cine, para empezar, es carísimo; escribir, en cambio, es muy barato. Bastan un cuaderno y un bolígrafo. Una película no puede durar mucho más de dos horas; mi libro, leído en voz alta, requiere más de once horas para ser leído. En una película se cuenta con gestos, rostros, movimientos, insinuaciones, cosas que en una novela hay que contar con un reguero de palabras. También hay que darle a la historia un ritmo distinto, que explique el paso del tiempo, y el hecho de que un personaje pasa de ser niño a ser un adolescente o una persona madura al cabo de unos cuantos minutos de película. Todo es distinto, y como yo no sé hacerlo, ni sería capaz de aprenderlo, confié en un guionista y un director que saben mucho de cine y que además son hermanos: David y Fernando Trueba. Ellos hicieron que lo complejo pareciera fácil, gracias a su conocimiento profundo de esta herramienta artística, el cine, tan parecida y a la vez tan distinta a la literatura.
¿Cómo comprende el diálogo entre literatura y cine? ¿Cree que lo hay o que son narrativas totalmente asimétricas?
Ambas artes se nutren de la misma pasión humana: nuestro interés profundo por las historias, por las narraciones, por los cuentos. El cine es el hijo más ilustre de uno de los géneros literarios más célebres, el teatro, con la diferencia de que el primero se graba, se edita, se corrige. Pero muchos grandes actores de cine provienen del mundo del teatro, donde han adquirido sus mayores destrezas. Pero es verdad lo que usted dice: hay grandes asimetrías: una novela se escribe en soledad, y solo requiere tiempo para escribirse, y muchas ganas. Una película moviliza a todo un pueblo de artistas y de técnicos: fotógrafos, músicos, camarógrafos, actrices, vestuaristas, diseñadores de espacios, extras, etc. En una película hay que pensar en si una escena se puede hacer o no, y cuánto cuesta rodarla. En una novela la escena más rocambolesca que uno se pueda imaginar cuesta lo mismo que la más doméstica y sencilla: nada. Pero tanto el cine como la literatura nos fascinan porque nos enseñan algo a través de una historia real o ficticia, imaginada o reconstruida. Los seres humanos aprendemos más con los cuentos que con las reflexiones abstractas. Pensamos en y con una narración, con situaciones, más que con pensamientos abstractos y despegados de relatos humanos. Estos pensamientos, estas conclusiones, en el cine y en la literatura son un punto de llegada, después de conocer la historia, y no una frase abstracta que todo lo resume. En cuanto al diálogo entre una novela real, ya escrita, existente, y una película, esto también tiene sus reglas, su juego creativo.
¿Por ejemplo?
Creo que un gran director y un gran guionista tienen que ser capaces de encontrar en la novela lo que quieren contar. La nuez o los conflictos de la historia que más les llaman la atención y que mejor van a revelar la personalidad y la vida de los personajes. Entre un cúmulo de sucesos, anécdotas, apuntes, pensamientos, diálogos, deben encontrar aquellas situaciones que mejor resuman al personaje. El protagonista tiene que aparecer en todas sus dimensiones, en su complejidad, gracias a las acciones de su vida que se escogen como representativas y emblemáticas del mismo. También un buen director no solo puede, sino que a veces debe, añadir momentos y situaciones que el libro “olvidó” contar, o que a él le sirven para hacer más redonda y comprensible su historia. Cuando además el libro se basa en la experiencia y en el relato de situaciones de esas que llamamos “reales”, la complejidad se eleva a otra potencia, porque exige también una reconstrucción histórica tanto de la intimidad de los personajes como del momento social en el que vivieron. Hay que tratar de conocer y reconstruir una ciudad, un país, una época. Y todo eso conlleva ropa, música, ambiente callejero, costumbres cotidianas... Hacer cine situado en el pasado, así sea en el pasado de menos de medio siglo, tiene complejidades y retos especiales, que por fortuna Fernando Trueba, en el caso de esta película, supo sortear magistralmente. Y no solo él, también los artistas, los actores, los técnicos de todo tipo que lo acompañaron.
¿Hoy en día se podría hablar de literaturas regionales? Por ejemplo, ¿algún tópico común de lo que se escribe en Antioquia —o en cualquier otra región— hace que podamos pensar en este concepto?
Yo creo que se hablaba de literaturas regionales cuando Colombia era a duras penas un país, y no hacía otra cosa que mirarse el ombligo. Eso me suena a literatura de los tiempos del costumbrismo. Pero creo que eso está superado hace mucho tiempo. Obviamente uno es del sitio donde nació, y quizá sus libros se nutran de algo que ocurrió en su parroquia, en su terruño. Pero cuando un escritor como Bashevis Singer escribe una historia de un pueblecito judío en las márgenes de Polonia no está haciendo literatura regional: simplemente está haciendo literatura con el material que mejor conoce: los pequeños pueblos judíos del centro de Europa. La literatura de García Márquez no es literatura costeña, por muy costeño que haya sido él. Es literatura que se lee perfectamente en la India, en Rusia y en Gran Bretaña. Esto les cuesta más a las novelas de un Pereda o de un Carrasquilla, que sí querían retratar las costumbres de su terruño, y en esa descripción estaban ya satisfechos. No es una literatura menor, pero sí es distinta. Y al mismo tiempo lo que García Márquez escribió es Caribe hasta la médula, pero también interesante hasta la médula para un patagonio o un etíope.
¿Considera que se puede hablar de que ha habido tradiciones literarias en Colombia? Por ejemplo, la literatura de la Violencia, tan cuestionada por García Márquez, ahora que lo menciona.
Sí, claro. En Colombia escribimos en un idioma con una gran tradición literaria. Nosotros heredamos de España una lengua literaria. Cuando un escritor como Eduardo Carranza escribe un soneto, está montado sobre Garcilaso, sobre Boscán y, por ese mismo camino, sobre Petrarca y la literatura italiana del Renacimiento. En este sentido, nuestras tradiciones literarias son las que hayamos podido asimilar de otras culturas, y fecundarlas aquí con temas propios. Usted menciona la literatura de la Violencia como una escuela propia, o una tradición propia. Lo que ocurrió ahí, creo yo, fue que esto se propuso más como un programa que como algo que se pudiera generar espontáneamente a partir de la realidad. Se pensó que era necesario novelar la violencia liberal y conservadora de mediados del siglo pasado. Pero en general esos programas que imponen los críticos, y que los novelistas obedecen, no suelen salir bien. Y salvo un par de excepciones, la literatura de la Violencia salió mal librada. Creo que las cosas deben retoñar más espontáneamente, por una necesidad. En ese sentido, creo que lo que se ha llamado “la sicaresca antioqueña” fue un producto más espontáneo y más interesante que el de la violencia de mediados de siglo. Un grupo de escritores antioqueños se fascinaron con la figura del sicario y sacaron una serie de libros que se leyeron mucho y explotaron un filón que tuvo éxito aquí y trascendió incluso un poco nuestras fronteras, sobre todo en sus mejores ejemplos.
¿La literatura siempre resulta siendo biográfica? ¿Cuál es el lugar de la memoria en ello?
No sé si siempre. Es posible que incluso en las obras más fantásticas y aparentemente alejadas de la realidad, los creadores hayan dejado huellas también de su experiencia sobre la tierra. Cuando se explora la literatura de “pura fantasía”, esos rastros reales existen, aunque a veces estén muy escondidos. Hay escritores que se nutren más explícitamente de su vida y su experiencia que otros. Proust sería un ejemplo canónico: vive unos tres decenios, más o menos intensamente, y luego, desde su propia cama, se dedica a reconstruir ese tiempo para él “perdido”. Lo hace con la memoria, pero también con ese gran liberador que es el olvido, y con esa gran necesidad que algunos escritores tienen: contar las cosas no como fueron, sino como deberían haber sucedido. Sin memoria no hay nada en este tipo de escritura. Pero sin la conciencia de que la memoria es sumamente creativa, es decir, que la memoria deforma y olvida mucho, sin esa consciencia, y sin esa libertad, sin ese dejarse llevar por las deformaciones de la fantasía y del olvido, por las necesidades de la narración (quiero decir: por lo que la historia y el mismo libro piden), no se podrían hacer grandes novelas. El buen escritor pone en sus libros todo: sus lecturas, su vida, lo que vivió, lo que le contaron, lo que ha pensado, lo que otros han pensado, las palabras propias y también las ajenas. Uno mismo, pero también los otros, los que nos rodean y nos embelesan con sus historias y palabras. El gran escritor escribe con la memoria, pero también mucho con el oído, con los ojos, y sobre todo con el olvido. Para mí el olvido, o sea la mala memoria, es el gran fabulador.
¿Cómo se relaciona hoy con “El olvido que seremos” después de más de diez años de haberlo escrito?
Han pasado casi quince años desde que se publicó, y unos 17 desde que empecé a escribirlo. Pero no, yo creo que lo empecé a escribir desde el 25 de agosto de 1987... La relación con ese libro, con esa historia, sigue siendo muy estrecha, quizá demasiado estrecha.
¿Para qué escribe? ¿Por qué escribir literatura?
Creo que escribo porque me gusta leer. Creo que escribo de la misma forma en que tuve mis hijos: sin pensarlo, y sin ser muy consciente de por qué quería tener mis propios hijos, habiendo tanta gente y tantos niños en el mundo. También hay muchos libros en el mundo, quizá demasiados, pero yo quise tener hijos míos y escribir historias mías. Supongo que es puro egoísmo en ambos casos. Me di cuenta de lo felices que eran otros con sus hijos, y de lo felices que estaban también algunos escritores cuando les publicaban sus libros. Para mí escribir, cuando me sale, es algo muy agradable. No tanto escribir, tal vez, como haber escrito. Cuando escribo me entiendo mucho mejor que cuando no escribo. Escribir es descubrir lo que uno es. Encontrar las historias que nos han hecho ser lo que somos. A todos nos gusta contar, y que nos cuenten. Y como he descubierto que tengo unos cuantos lectores a quienes les gusta que yo les cuente las historias que a mí me gusta contar, me parece que he llegado a un pacto libre y agradable. Yo escribo y otros, a veces, me leen, y no se aburren, o no siempre se aburren, y dicen que se sienten a veces contentos, a veces entendidos, a veces tristes. Se reconocen en ciertas historias que he contado; no se sienten tan distintos ni tan distantes de los personajes que me he imaginado. Creo que en últimas la escritura es un oficio muy bonito y una manera bastante honrada de ganarse la vida. No tengo que explotar a nadie, lo hago todo solo, con mis libros y con mis diccionarios. Todo lo que soy y todo lo que tengo lo he construido con mis diez dedos, hundiendo teclas, o con tres dedos, un cuaderno y un lápiz. Es mágico y maravilloso lo que me ha dado la escritura; le debo mucho a la escritura. Casi todo lo que soy.
¿Por qué ha dicho que es un escritor fracasado?
A veces las entrevistas son raras y lo que concluyen los entrevistadores también. O, mejor, lo que concluyen los que titulan en el periódico las entrevistas que otros hacen. En la última entrevista que tuve, en El País, titularon que yo era —más o menos— alcohólico y fracasado. En realidad yo dije que pude haber terminado alcohólico, como Joseph Roth. Pero no terminé alcohólico por un motivo muy simple: porque yo soy muy inconstante; soy inconstante incluso en los vicios, así que nunca he sido adicto a nada, ni al alcohol ni a la marihuana (que me parece que huele asqueroso y me produce un efecto mental de cámara lenta que detesto), ni a ningún calmante o estimulante. También dije que había probado el fracaso muchas veces. Creo que el fracaso —una cosa que no es muy importante, así como tampoco el éxito es muy importante, porque son cosas que no dependen de uno, sino de los demás— siempre está en el horizonte de cualquier escritor y de cualquier artista. Y que el buen artista y el buen escritor es el que insiste aún en la perspectiva o en la realidad del fracaso; es decir, de no ser leído ni reconocido por nadie. Lo que yo creo es que si yo fuera un completo fracaso, seguiría fracasando con el mismo entusiasmo con el que escribo ahora. Cuando he escrito con más entusiasmo es cuando más fracasado me sentía. En mí el fracaso funciona como espuela y no como freno. En cuanto al éxito, el tal éxito no es más que una pérdida de tiempo, una despersonalización y una incomodidad. Lo único que tiene de bueno es que da libertad para viajar y para esconderse en países lejanos donde uno vuelve a ser lo que es idealmente: un desconocido.
Cuando escribe una columna o una novela, ¿cuál es el ingrediente que le hace saber que ya terminó, que la obra está completa?
En el caso de la columna tengo una manía, una obsesión que me ayuda mucho: solo se la mando a Fidel Cano cuando mide exactamente, ni uno más, ni uno menos, 4.000 caracteres con espacios. Eso me obliga a reformular las frases, a redactarlas de otra manera, a quitar párrafos, a suprimir paréntesis. A revisar la idea inicial una y otra vez. Pero con las columnas todo es fácil porque yo sé que a cierta hora del viernes, me guste o no lo que escribí, yo tengo que mandar el artículo. No puedo fallar. El mismo Fidel me dijo una vez que el buen columnista es, sobre todo, el que cumple. El peor defecto de un columnista es ser incumplido. Y cuando estoy en el colmo de la desesperación, con dos columnas abortadas, y a una hora del cierre, lo único que me consuela es que llevo treinta años o más escribiendo artículos semanales y siempre, pero siempre, lo he mandado a tiempo. Buena o mala, no importa. Lo que importa es el promedio. Uno no se puede permitir una racha de malas columnas. Pero una malita te la perdonan si después sales con dos buenas. Y yo trato de que los 4.000 caracteres me salgan bien, así a veces no lo logre. Esto por el lado del periodismo de opinión. En una novela, en cambio —¡maldita sea!—, no tengo límite de caracteres. Puedo hacer una novela de noventa páginas o de 900. Nadie me pone límites. Tampoco hay un día de cierre; ni siquiera un mes; ni siquiera un año de cierre. Así que me he pasado la vida empezando novelas y abortándolas al tercer mes, al cuarto mes, incluso al noveno mes, con el bebé casi listo y a punto de nacer. Es horrible. Y cuanto más tiempo de gestación haya pasado (dos o tres o cuatro años) mucho peor. Lo grave no es saber cuándo está completa o cuándo se acaba. Lo difícil es saber si funciona bien o no esa historia. Si hay que reescribirla desde otro punto de vista, con otro tono, con uno o dos personajes más, con otras palabras. Esa sensación de libertad es muy agradable, pero al mismo tiempo es horrible. Este oficio además es muy solitario, y en él es muy difícil saber si lo estás haciendo bien, muy bien, mal o muy mal. De ahí se deriva una gran inseguridad. Yo soy muy inseguro y muy autocrítico con todo lo que escribo. A veces me derrumbo. Pero también ha habido instantes lúcidos en los que estoy casi casi convencido de que lo que hice está bien: bien como un teorema al que no se le encuentra ninguna falla en el procedimiento, en los pasos, en cada término, en la elegancia de la conclusión. Cuando eso pasa, y pasa pocas veces, a uno le importa un chorizo todo lo que digan los demás, y uno piensa: es lo que pude hacer, es lo que quise hacer, y es así y así lo entrego y así lo publico. Ojalá eso pasara muchas veces. Pero lo que más pasa es que uno se diga: esta novela no sirve y he perdido tres años de trabajo. Hay que empezar otra. Eso sí es duro; eso sí es triste. Y pasa. Pasa mucho.
¿Qué es lo político de la literatura?
Lo político, lo militante, así como lo didáctico o didascálico, es exactamente lo que hay que evitar en la literatura. Esos son territorios ajenos, extranjeros, y campos minados de frontera. La peor literatura es la didáctica: la que te enseña a amar a Dios, a Cristo o a Mahoma, o que te indica por qué los burgueses son despreciables, o los terratenientes malos y despiadados, y por qué los obreros son siempre buenos y bien intencionados. O viceversa, por qué la burguesía es tan culta y tan bonita y tan altruista, y los enemigos tan feos y tan bajos y tan mezquinos. Una novela no puede ser un programa de gobierno, ni el cuento que ejemplifica una doctrina religiosa, política, sociológica o lo que sea. La literatura es un arte; un arte de palabras que sirve para contar historias, para construirlas del modo más verdadero, complejo y hermoso que uno pueda. La literatura busca la belleza, la belleza presente incluso en el relato de lo horrible, de lo abominable. Con la música del ritmo y del estilo. Con la claridad de algunas ciencias; con iluminaciones, con hallazgos, con felices casualidades. Pero si uno se deja dominar por un espíritu demostrativo, o militante, o didáctico, se jode: la literatura se vuelve catecismo, y fracasa, y se convierte en un bodrio, por muy correctas y respetables y bondadosas que sean las ideas o las doctrinas que se quieran defender. Si la política entra en una novela, es porque esta era necesaria ahí, y no de ningún partido, sino necesaria para que la historia avance y se comprenda.
Por ejemplo, ¿percibe algo de esa circularidad, de ese tiempo cíclico y en espiral, de “La mala hora”, en el campo político de Colombia? ¿Qué proyecta que pasará en 2022, teniendo en cuenta la pandemia, la vacunación...?
La mala hora es una de esas novelas buenas de la Violencia, con mayúsculas, de la Violencia en el tiempo de los alcaldes militares. Es buena en lo descriptiva de algo que ocurrió. Pero aun siendo buena, es de las menos buenas de García Márquez. Lo de “campo político” es un concepto académico que yo no comprendo o, para decirlo con palabras de Borges, del cual no soy digno. Y la segunda parte de la pregunta, la de lo que proyecto para el 2022, pensando en la pandemia y en las vacunas, ya eso entra en un territorio en el que algunos escritores incurren, el de la profecía, pero para el cual no me siento nada capacitado. Yo soy muy concreto: estoy contento de que a mi madre, de 95 años, ya la hayan vacunado, al menos con la primera dosis, de la vacuna china, que dicen que es eficaz. Lo que yo quiero, y espero, y auguro, y ayudaría a lograr si me pusieran algún oficio, es que en septiembre se haya vacunado al 70 % de la población, y haya al fin inmunidad de rebaño, y podamos pensar que esta pesadilla está quedando atrás. Pero repito: no es una profecía, es solo un deseo, un ojalá, es lo que quiero que pase, y muy probablemente lo que no va a pasar todavía en septiembre. Ojalá en octubre, entonces. O así fuera en noviembre.