Henrick Ibsen, o el teatro del rompimiento
El dramaturgo noruego fue esencial en la búsqueda consciente de sentido del ser humano del siglo XIX y de la primera mitad del XX, y por lo tanto, en la exposición de cambios morales que el modernismo generó en la sociedad. Séptima entrega de la serie de cambios en la moral.
Fernando Araújo Vélez
Y entonces, Henrik Ibsen se hizo alcohólico, como lo dijeron y escribieron tiempo después de su muerte varios de sus biógrafos. Luego explicaron que los reiterados fracasos de sus distintas obras lo habían llevado a la más absoluta de las voluntades de alienación. Ibsen estaba alienado, y lo había empezado a estar mucho antes de dedicarse a la escritura. Eran los tiempos que corrían. Era el auge de la ciencia. Era el adiós de las viejas costumbres. Era el no poder afianzarse a nada, más allá de esa misma nada. Eran la vida y la muerte, y vivir como muertos, y eran mil y un detalles y hechos y grandes sucesos más que excedían su comprensión.
Ibsen era el principal personajes de sus obras, aunque jamás se hubiera incluido en ellas. O por lo menos, no con su nombre. Sus fracasos, su alcoholismo, el haber tenido casi que vagabundear por Europa desde su natal Skien, Noruega, el silencio de la gente ante lo que él veía con absoluta claridad, la destrucción de unos valores morales y de una seguridad y una confianza antiguos, entre tantas y tantas cosas, lo habían llevado a refugiarse en la imaginación y el mundo de las ideas, en el drama, y después, en el papel. En 1905, el escritor austríaco Hugo von Hofmannsthal había descrito aquellos años como tiempos en los que “Todo se rompe a pedazos”.
“El filósofo de la opulencia. Un pequeño jardín, higos, queso, y con esto tres y cuatro buenos amigos, tal fue la opulencia de Epicuro”. Friedrich Nietzsche.
Había añadido, como una cuchillada, “y los pedazos a su vez se rompen en más pedazos y nada se deja ya capturar mediante conceptos”. Para Von Hofmannsthal, las ideas que se estaban afianzando en las sociedades de Europa habían comenzado a erosionar las convicciones, la fe, que habían construido las seguridades y la vida del ser humano hasta entonces. Habló de que todo aquello que estaba irrumpiendo, como la ciencia moderna, lo exacto, la producción a gran escala, el comercio por encima de la dignidad, el dinero costara lo que costara como reemplazo de lo bueno y lo malo, los cargos y las clases sociales, se deslizaba entre los dedos.
Tras sus palabras se encolumnaron algunos otros pensadores y creadores como Ibsen, Strindberg y Nietzsche, a quienes el crítico danés George Brandes calificó en uno de sus libros como “Los hombres de la eclosión moderna”. Según el historiador británico Peter Watson, “Entre las ‘mentes modernas’ que el libro identificaba se encontraban Flaubert, John Stuart Mill, Zolá, Tolstoi, Bret Harte y Walt Whitman, pero por encima de todos ellos Ibsen Strinberg y Nietzsche. Brandes definía la literatura moderna como una síntesis del naturalismo y el romanticismo -de lo exterior y lo interior- y citaba a estas tres figuras como ejemplos supremos de este logro”.
A través de sus obras, Ibsen fue mostrando una y otra vez que la sociedad que estaba surgiendo, y que luego sería bautizada como “modernismo”, sufría de banalidad, de absurdo, de carencia de sentido, de falta de propósitos y de un largo reguero de etcéteras que se resumían en una feroz apatía, provocada en gran medida por la destrucción de casi todo lo que le había dado sentido a la vida. Más allá del bien y del mal, para citar a Nietzsche, Ibsen ponía sobre el escenario los hechos y los personajes atormentados que los provocaban. Los hacía ser, y por ser, dudar, y por dudar, padecer. Los observaba, los creaba, y los botaba a la vida de ficción real que había detectado.
“Algunas personas, como si se sintieran destrozadas por dentro, no recuperaron la calma durante días. Vagaban por la ciudad y el Tiergarden…”, escribió el periodista Franz Servaes para describir los efectos que había provocado la primera obra de Ibsen puesta en escena, Los espectros. Antes de ella, la policía y diversas autoridades la habían prohibido. Sin embargo, Ibsen continuó con sus denuncias de tipo moral. Clavó y hundió una daga en el papel de la mujer en la sociedad, en las diferencias generacionales, en la real libertad del individuo y en el individuo mismo. Por fin, Los espectros fue representada en Berlín, 1887, y publicada como libro.
“Los sueños nos proporcionan un medio para dar forma a la aleatoriedad aparente: mezclando, transformando, disolviendo”. August Strindberg
Más allá del estupor, o precisamente por ese estupor, Los espectros fue representada una y otra vez, tanto en teatros abiertos, como en pequeños escenarios privados. El libro fue reeditado una y otra vez. Cuando Ibsen viajó a Cristania, la capital de Noriega que pasados unos años se llamaría Oslo, ya era una celebridad. De alguna manera, se había convertido en parte de lo que había expuesto en Los espectros. Irónicamente, pese a la fama, o precisamente por la fama, era una sombra más bajo la que se abrigaban otras decenas de sombras, pero ni él, como sombra, ni sus seguidores, sabían muy bien hacia dónde se dirigían. Simplemente iban.
Deambulaban por Cristania, igual que otros había “vagado por el Tiegarden” de Berlín después de Los espectros. En ese ir, sin mayor sentido, iban dejando en el camino todo aquello que los había hecho levantarse cada mañana. Ibsen logró con sus obras que los últimos años del siglo XIX y los primeros del XX fueran un inmenso interrogante sobre la real importancia de lograr percibir lo que estaba sucediendo con el ser humano, y el verdadero valor de haber encontrado la verdad, o por lo menos, una verdad. Hubo una especie de fiebre por Ibsen y sus dramas, Casa de muñecas, El pato salvaje, La dama del mar, Solsness, el constructor.
Su influjo se fue metiendo entre las mentes y las creaciones de varios escritores de su tiempo, como Anton Chéjov y Henry James, Fédor Dostoievski y James Joyce, Bertolt Brecht y Bernard Shaw. Friedrich Rilke diría con el tiempo que en el trabajo de Ibsen había “una búsqueda, aún más desesperada, de correlatos visibles de lo visto interiormente”.
Y entonces, Henrik Ibsen se hizo alcohólico, como lo dijeron y escribieron tiempo después de su muerte varios de sus biógrafos. Luego explicaron que los reiterados fracasos de sus distintas obras lo habían llevado a la más absoluta de las voluntades de alienación. Ibsen estaba alienado, y lo había empezado a estar mucho antes de dedicarse a la escritura. Eran los tiempos que corrían. Era el auge de la ciencia. Era el adiós de las viejas costumbres. Era el no poder afianzarse a nada, más allá de esa misma nada. Eran la vida y la muerte, y vivir como muertos, y eran mil y un detalles y hechos y grandes sucesos más que excedían su comprensión.
Ibsen era el principal personajes de sus obras, aunque jamás se hubiera incluido en ellas. O por lo menos, no con su nombre. Sus fracasos, su alcoholismo, el haber tenido casi que vagabundear por Europa desde su natal Skien, Noruega, el silencio de la gente ante lo que él veía con absoluta claridad, la destrucción de unos valores morales y de una seguridad y una confianza antiguos, entre tantas y tantas cosas, lo habían llevado a refugiarse en la imaginación y el mundo de las ideas, en el drama, y después, en el papel. En 1905, el escritor austríaco Hugo von Hofmannsthal había descrito aquellos años como tiempos en los que “Todo se rompe a pedazos”.
“El filósofo de la opulencia. Un pequeño jardín, higos, queso, y con esto tres y cuatro buenos amigos, tal fue la opulencia de Epicuro”. Friedrich Nietzsche.
Había añadido, como una cuchillada, “y los pedazos a su vez se rompen en más pedazos y nada se deja ya capturar mediante conceptos”. Para Von Hofmannsthal, las ideas que se estaban afianzando en las sociedades de Europa habían comenzado a erosionar las convicciones, la fe, que habían construido las seguridades y la vida del ser humano hasta entonces. Habló de que todo aquello que estaba irrumpiendo, como la ciencia moderna, lo exacto, la producción a gran escala, el comercio por encima de la dignidad, el dinero costara lo que costara como reemplazo de lo bueno y lo malo, los cargos y las clases sociales, se deslizaba entre los dedos.
Tras sus palabras se encolumnaron algunos otros pensadores y creadores como Ibsen, Strindberg y Nietzsche, a quienes el crítico danés George Brandes calificó en uno de sus libros como “Los hombres de la eclosión moderna”. Según el historiador británico Peter Watson, “Entre las ‘mentes modernas’ que el libro identificaba se encontraban Flaubert, John Stuart Mill, Zolá, Tolstoi, Bret Harte y Walt Whitman, pero por encima de todos ellos Ibsen Strinberg y Nietzsche. Brandes definía la literatura moderna como una síntesis del naturalismo y el romanticismo -de lo exterior y lo interior- y citaba a estas tres figuras como ejemplos supremos de este logro”.
A través de sus obras, Ibsen fue mostrando una y otra vez que la sociedad que estaba surgiendo, y que luego sería bautizada como “modernismo”, sufría de banalidad, de absurdo, de carencia de sentido, de falta de propósitos y de un largo reguero de etcéteras que se resumían en una feroz apatía, provocada en gran medida por la destrucción de casi todo lo que le había dado sentido a la vida. Más allá del bien y del mal, para citar a Nietzsche, Ibsen ponía sobre el escenario los hechos y los personajes atormentados que los provocaban. Los hacía ser, y por ser, dudar, y por dudar, padecer. Los observaba, los creaba, y los botaba a la vida de ficción real que había detectado.
“Algunas personas, como si se sintieran destrozadas por dentro, no recuperaron la calma durante días. Vagaban por la ciudad y el Tiergarden…”, escribió el periodista Franz Servaes para describir los efectos que había provocado la primera obra de Ibsen puesta en escena, Los espectros. Antes de ella, la policía y diversas autoridades la habían prohibido. Sin embargo, Ibsen continuó con sus denuncias de tipo moral. Clavó y hundió una daga en el papel de la mujer en la sociedad, en las diferencias generacionales, en la real libertad del individuo y en el individuo mismo. Por fin, Los espectros fue representada en Berlín, 1887, y publicada como libro.
“Los sueños nos proporcionan un medio para dar forma a la aleatoriedad aparente: mezclando, transformando, disolviendo”. August Strindberg
Más allá del estupor, o precisamente por ese estupor, Los espectros fue representada una y otra vez, tanto en teatros abiertos, como en pequeños escenarios privados. El libro fue reeditado una y otra vez. Cuando Ibsen viajó a Cristania, la capital de Noriega que pasados unos años se llamaría Oslo, ya era una celebridad. De alguna manera, se había convertido en parte de lo que había expuesto en Los espectros. Irónicamente, pese a la fama, o precisamente por la fama, era una sombra más bajo la que se abrigaban otras decenas de sombras, pero ni él, como sombra, ni sus seguidores, sabían muy bien hacia dónde se dirigían. Simplemente iban.
Deambulaban por Cristania, igual que otros había “vagado por el Tiegarden” de Berlín después de Los espectros. En ese ir, sin mayor sentido, iban dejando en el camino todo aquello que los había hecho levantarse cada mañana. Ibsen logró con sus obras que los últimos años del siglo XIX y los primeros del XX fueran un inmenso interrogante sobre la real importancia de lograr percibir lo que estaba sucediendo con el ser humano, y el verdadero valor de haber encontrado la verdad, o por lo menos, una verdad. Hubo una especie de fiebre por Ibsen y sus dramas, Casa de muñecas, El pato salvaje, La dama del mar, Solsness, el constructor.
Su influjo se fue metiendo entre las mentes y las creaciones de varios escritores de su tiempo, como Anton Chéjov y Henry James, Fédor Dostoievski y James Joyce, Bertolt Brecht y Bernard Shaw. Friedrich Rilke diría con el tiempo que en el trabajo de Ibsen había “una búsqueda, aún más desesperada, de correlatos visibles de lo visto interiormente”.