Henry Fiol: “Quizás lo más importante que yo creé en mi vida fue una novela”
En una entrega más de la serie El cajón de Santaora, algunas anotaciones al margen sobre el hito salsero de La juma de ayer, Ahora me da pena, Zúmbale y Picoteando por ahí.
Julia Díaz Santa
Henry Fiol canta sobre cosas que le parecen particularmente adversas, injustas, disparatadas o tontas. La realidad es así y él es un observador de acontecimientos. No hay creatividad sin observación y no hay observación sin paciencia. Henry Fiol ha sido un hombre paciente.
No solo porque ha respondido, amablemente, las mismas preguntas por más de medio siglo a entrevistas en los medios de comunicación. Sino porque charló conmigo tres horas, a pesar de que repetí algunas de ellas. “Tú mira la entrevista que me hicieron en Bravísimo”, dijo varias veces.
Y sí, vi esa y otras tantas y leí los muchos textos publicados en la prensa. En casi todos se cuenta lo mismo: que estudió artes visuales en Hunter College y que trabajó como profesor de arte en las universidades católicas de Nueva York, antes de dedicarse a la salsa. Resaltan que es nuyorican por parte de papá y que tiene ascendencia italiana por parte de mamá. Y nadie pone en duda que es una figura muy importante en el género de la música salsa y que su estilo es único al combinar el son tradicional cubano, en contraste con las tendencias de salsa más veloces y agresivas de su época. El blanco que canta como negro…
Me tomó tiempo sacar la misma conclusión después de cada pesquisa: Henry Fiol ha sido un hombre paciente. No solo porque repite miles de veces en su cabeza un coro o una melodía hasta que consigue las palabras certeras y las rimas precisas para componer lo que busca, sino porque observa. Se toma el tiempo de detener la mirada mientras el mundo gira en una lógica de hiperactividad desmedida.
Cuenta que eso lo aprendió de niño: “Yo jugaba mucho en la calle, pero como hijo único tú estás solo. Los otros niños están ocupados, tienen cosas para distraerse, pero el niño único mira, se vuelve observador”.
Como muchos saben, Fiol nació y creció a finales de los 40 en el East Harlem, que ha sido el Italian Harlem y el Spanish Harlem. El Barrio del Alto Manhattan de Nueva York en el que la música, los problemas sociales y la criminalidad han estado bailando, por décadas, en la misma pista. Una línea de fuego en la que los niños de su época se entretenían con el Stickball, juego callejero relacionado con el béisbol, con palos para batear bolas de goma.
Si recapitula su vida, dice que quizá lo más importante que creó fue una novela, “no la música y las canciones, sino una novela”, reitera con su dejo melódico.
Se refiere a The Short End of the Stick, un libro que publicó hace un par de años en el que narra la vida de un solitario niño italoamericano, marcado por el rechazo debido a una discapacidad. El chico busca validación convirtiéndose en jockey, en una época en la que las carreras de caballos estaban en su apogeo. El Harlem italiano de los años 50 y 60 fue un escenario en el que los hipódromos, como la mafia, también eran parte sustancial de la escena.
Escrito en inglés, está disponible en Amazon. Pocos saben de esto, entre otras razones, porque el autor no ha tenido suficiente aguante para los temas del mercadeo digital. Sí, Henry Fiol ha sido un hombre paciente para escribir su obra, para detenerse a escudriñar, pero no para ciertos vericuetos de las industrias culturales. Tal parece que el mundo editorial le ha causado la misma hartera que el de las artes plásticas.
Ya ha dicho una y mil veces, en cada entrevista, que se desilusionó del mundo de las artes por varias razones, entre ellas porque las dinámicas de comercialización de las obras, que califica de aristocráticas, dejan poco acceso a la clase media y a los pobres en general. “Tu sabe’, el mundo del negocio de artes plásticas es un mundo elitista. El artista tiene que ir como besando la mano a un rico para que le compre una obra, es como un mendigo. Y a mí no me gusta esa cosa”, subraya.
Eso quizás nos dice algo sobre por qué, en la industria musical, él ha sido pionero en producir y distribuir su música de forma independiente, sentando un precedente para que otros artistas tomen el control de sus procesos creativos y comerciales. Ahí también ha hecho fieros a ciertos mandatos y laberintos del negocio. “¿Tu sabe’ por qué yo no toqué nunca con la Fania?” Solo diré que su respuesta no tiene nada ver con la música, pero sí con algo que en sus canciones menciona como el truquito y la maroma, ¡ay bendito!
Parece obvio, pero una cosa es ser paciente y otra cosa, subyugado. Henry Fiol ha sido un hombre recio, por no decir terco, incluso con ciertas lógicas creativas de la música latina. Por ejemplo, a él la improvisación, tan valorada en la salsa y en otros géneros, no le importa en absoluto. “No me interesa la primera idea que me entre en la mente, me interesa la mejor idea; no la primera, la mejor. ¿Y la mejor casi nunca es la primera, entiendes?”, enfatiza y se pone un poco vehemente.
Por eso cuando planea su música lo hace con orientación de pintor al óleo. “Tú sabe’, esto es la salsa, es muy diferente, yo sé que los demás no hacen lo que yo hago. No, no estoy diciendo que es mejor o peor, pero es diferente, porque yo soy más pintor que músico”.
Por encima de muchas cosas, prefiere la disciplina necesaria para sostener la concentración en una obra de arte por largos periodos de tiempo. “¿Tú has visto los concursos de belleza, cuando en la última ronda les hacen las preguntas y espontáneamente contestan estupideces, boberías?”, entonces me río, mientras él refuerza su contrargumento sobre la jerarquía de la espontaneidad y el soneo, con un gesto de desaprobación.
Tapar muchos huecos con un hueco
Al rato de estar conversando, me pide que busque en mi celular una imagen de la célebre Pietà de Miguel Ángel. Cuando aparece en la pantalla dice: “mírala bien, que ahora te voy a mostrar otra cosa”. Entonces me invita a que escriba en el buscador el nombre de Ippólito Scalza y de su obra La Pietà.
Cuando aparece la imagen de la escultura en la pantalla, su cara se llena de vitalidad, sonríe mientras recorre los detalles. Esculpida en un solo bloque de mármol, está compuesta por la figura de Jesús, sin vida, tendido sobre el regazo de María. También por Nicodemo con el rostro inclinado y por la Magdalena arrodillada, que no solo apoya su rostro en la mano de Jesús, sino que sostiene su pie derecho con la mano izquierda.
Señala con el dedo la pantalla y luego veo que sus ojos se han encharcado un poco. Hay un silencio. Todos conocemos La Piedad de Miguel Ángel, pero pocos conocen la de Ippólito Scalza. Mientras veo la obra por primera vez, me convenzo de que, ciertamente, es sublime, conmovedora. El ejercicio hace parte de un argumento a favor de la tesis que defiende Henry Fiol, la de que el valor de una creación no tiene que ver con la aceptación general ni la popularidad que haya alcanzado.
A propósito de todo esto, cuenta que una vez se quedó mirando a unas niñas dominicanas que jugaban a la salida de un centro de su vecindario en Manhattan y le pareció gracioso lo que voceaban, mientras chocaban las palmas. Las abordó y anotó despacio lo que decía su juego.
Cuando siguió su camino, ya iba tarareando en silencio: “Ay, nena, no te compare’, que tiene’ un cuerpo que ya tú sabe’, que tumba’ esquina, que tumba’ calle, que todo el mundo te dice…”. Se quedó rumiando hasta que definió la melodía. Hizo los arreglos, grabó en el estudio y lanzó la canción bajo el título de Zúmbale, a comienzos de los noventa. Fue parte de su disco Creativo.
Tuvieron que pasar veinte años para que las emisoras se dieran cuenta de que el tema era un hit. “Eso era un juego de niñas, son tonterías, disparates, pero eso es lo que pega”, dice con un gesto contrariado. Deja claro de nuevo lo que ya se ha dicho, el valor de una obra de arte no tiene que ver con la aceptación general ni la popularidad que haya alcanzado.
“Yo no sé si soy buen o mal observador, pero sí soy observador y eso es otra cosa”, me dice en un café del Hotel Astor en Cali. No hay creativos sin observación, como no hay artista sin desengaños. Claramente, Henry Fiol ha tenido desilusiones más grandes que esta de que las canciones que más estima en su repertorio no son las que la mayoría del público ha tarareado. Trae una a colación y empieza a tararear: “Desilusión, tú sí eres una ladrona maldita, robaste mi juventud, robaste mi alegría”.
Dice que las decepciones en la vida son lo que envejece a las personas. Lo extraño es que, a pesar de cantar tantas penas, él está como detenido en el tiempo. Parece más joven hoy que hace 13 años, cuando intercambiamos carcajadas después de un concierto en Bogotá.
Henry Fiol no solo es un artista paciente, recio, terco, quisquilloso (por no decir irritable), creativo y observador, también es un hombre solitario al que no le interesa la vida nocturna de los clubes. Otra cosa es que es vegetariano hace 44 años y sigue una rutina de ejercicio, cinco días a la semana.
Personalmente, lo he visto llegar callado al camerino, salir a cantar en la tarima, provocar tremenda euforia e irse sin decir mucho. Por eso conserva la voz, porque no la usa mucho.
Así lo recuerdo en nuestro primer encuentro, reservado hasta el mutismo antes del show. Pero muy risueño y conversador después de bajarse de la tarima. En ese encuentro previo, año 2011, yo iba con mi gran amigo y vecino Santiago Jiménez, quien ha tocado el tres cubano con Henry desde hace más de quince años. En medio de la familiaridad del momento, Henry empezó a contar algunos buenos chistes. En agradecimiento, aunque con mucha pena, yo le obsequié uno burdo especializado para músicos. Le gustó tanto, que me dijo que lo iba a seguir contando. Empieza así: ¿Sabes cómo se tapan muchos huecos con un hueco? …
No voy escribir aquí la respuesta exacta, tengo mis razones. Pero voy a dejar una pista: tiene que ver con la flauta, un instrumento que él conoce bien. “Ah, tú sabe’, la flauta de 5 llaves que se usa en la charanga. Yo cogí unas cuantas lecciones con un señor cubano, pero él no hablaba inglés y el español mío era bien malo. Me daba unos libros de solfeo muy complicado, entonces, pues dejé las lecciones y seguí tocando de oído”.
Dice sin preocupación que nunca ha aprendido a leer música. Y le echa la culpa a que, de los dos hemisferios del cerebro, su lado derecho se ha impuesto sobre el izquierdo. La creatividad por encima de lo metódico y matemático.
Hace cuentas y ya le queda poco tiempo para ir a hacer su maleta. Le recuerdo la escena del 2011 y le cuento el mismo chiste de hace una década, pero ya no se ríe igual. Sonríe con algo que me parece más cortesía que verdadera diversión. Nadie se ríe dos veces del mismo chiste, como diría Heráclito. Me regala su último disco y una foto suya, con fondo negro, saco rojo y pañuelo a rayas: “Para Julia con cariño, Henry Fiol”.
Ahora sí, espero que, como engañados por Sherazade, los lectores se queden esperando la resolución del chiste en un próximo relato. Y que volvamos siempre a Henry, al gran Henry Fiol, en las noches de las mil y una salsas…
Henry Fiol canta sobre cosas que le parecen particularmente adversas, injustas, disparatadas o tontas. La realidad es así y él es un observador de acontecimientos. No hay creatividad sin observación y no hay observación sin paciencia. Henry Fiol ha sido un hombre paciente.
No solo porque ha respondido, amablemente, las mismas preguntas por más de medio siglo a entrevistas en los medios de comunicación. Sino porque charló conmigo tres horas, a pesar de que repetí algunas de ellas. “Tú mira la entrevista que me hicieron en Bravísimo”, dijo varias veces.
Y sí, vi esa y otras tantas y leí los muchos textos publicados en la prensa. En casi todos se cuenta lo mismo: que estudió artes visuales en Hunter College y que trabajó como profesor de arte en las universidades católicas de Nueva York, antes de dedicarse a la salsa. Resaltan que es nuyorican por parte de papá y que tiene ascendencia italiana por parte de mamá. Y nadie pone en duda que es una figura muy importante en el género de la música salsa y que su estilo es único al combinar el son tradicional cubano, en contraste con las tendencias de salsa más veloces y agresivas de su época. El blanco que canta como negro…
Me tomó tiempo sacar la misma conclusión después de cada pesquisa: Henry Fiol ha sido un hombre paciente. No solo porque repite miles de veces en su cabeza un coro o una melodía hasta que consigue las palabras certeras y las rimas precisas para componer lo que busca, sino porque observa. Se toma el tiempo de detener la mirada mientras el mundo gira en una lógica de hiperactividad desmedida.
Cuenta que eso lo aprendió de niño: “Yo jugaba mucho en la calle, pero como hijo único tú estás solo. Los otros niños están ocupados, tienen cosas para distraerse, pero el niño único mira, se vuelve observador”.
Como muchos saben, Fiol nació y creció a finales de los 40 en el East Harlem, que ha sido el Italian Harlem y el Spanish Harlem. El Barrio del Alto Manhattan de Nueva York en el que la música, los problemas sociales y la criminalidad han estado bailando, por décadas, en la misma pista. Una línea de fuego en la que los niños de su época se entretenían con el Stickball, juego callejero relacionado con el béisbol, con palos para batear bolas de goma.
Si recapitula su vida, dice que quizá lo más importante que creó fue una novela, “no la música y las canciones, sino una novela”, reitera con su dejo melódico.
Se refiere a The Short End of the Stick, un libro que publicó hace un par de años en el que narra la vida de un solitario niño italoamericano, marcado por el rechazo debido a una discapacidad. El chico busca validación convirtiéndose en jockey, en una época en la que las carreras de caballos estaban en su apogeo. El Harlem italiano de los años 50 y 60 fue un escenario en el que los hipódromos, como la mafia, también eran parte sustancial de la escena.
Escrito en inglés, está disponible en Amazon. Pocos saben de esto, entre otras razones, porque el autor no ha tenido suficiente aguante para los temas del mercadeo digital. Sí, Henry Fiol ha sido un hombre paciente para escribir su obra, para detenerse a escudriñar, pero no para ciertos vericuetos de las industrias culturales. Tal parece que el mundo editorial le ha causado la misma hartera que el de las artes plásticas.
Ya ha dicho una y mil veces, en cada entrevista, que se desilusionó del mundo de las artes por varias razones, entre ellas porque las dinámicas de comercialización de las obras, que califica de aristocráticas, dejan poco acceso a la clase media y a los pobres en general. “Tu sabe’, el mundo del negocio de artes plásticas es un mundo elitista. El artista tiene que ir como besando la mano a un rico para que le compre una obra, es como un mendigo. Y a mí no me gusta esa cosa”, subraya.
Eso quizás nos dice algo sobre por qué, en la industria musical, él ha sido pionero en producir y distribuir su música de forma independiente, sentando un precedente para que otros artistas tomen el control de sus procesos creativos y comerciales. Ahí también ha hecho fieros a ciertos mandatos y laberintos del negocio. “¿Tu sabe’ por qué yo no toqué nunca con la Fania?” Solo diré que su respuesta no tiene nada ver con la música, pero sí con algo que en sus canciones menciona como el truquito y la maroma, ¡ay bendito!
Parece obvio, pero una cosa es ser paciente y otra cosa, subyugado. Henry Fiol ha sido un hombre recio, por no decir terco, incluso con ciertas lógicas creativas de la música latina. Por ejemplo, a él la improvisación, tan valorada en la salsa y en otros géneros, no le importa en absoluto. “No me interesa la primera idea que me entre en la mente, me interesa la mejor idea; no la primera, la mejor. ¿Y la mejor casi nunca es la primera, entiendes?”, enfatiza y se pone un poco vehemente.
Por eso cuando planea su música lo hace con orientación de pintor al óleo. “Tú sabe’, esto es la salsa, es muy diferente, yo sé que los demás no hacen lo que yo hago. No, no estoy diciendo que es mejor o peor, pero es diferente, porque yo soy más pintor que músico”.
Por encima de muchas cosas, prefiere la disciplina necesaria para sostener la concentración en una obra de arte por largos periodos de tiempo. “¿Tú has visto los concursos de belleza, cuando en la última ronda les hacen las preguntas y espontáneamente contestan estupideces, boberías?”, entonces me río, mientras él refuerza su contrargumento sobre la jerarquía de la espontaneidad y el soneo, con un gesto de desaprobación.
Tapar muchos huecos con un hueco
Al rato de estar conversando, me pide que busque en mi celular una imagen de la célebre Pietà de Miguel Ángel. Cuando aparece en la pantalla dice: “mírala bien, que ahora te voy a mostrar otra cosa”. Entonces me invita a que escriba en el buscador el nombre de Ippólito Scalza y de su obra La Pietà.
Cuando aparece la imagen de la escultura en la pantalla, su cara se llena de vitalidad, sonríe mientras recorre los detalles. Esculpida en un solo bloque de mármol, está compuesta por la figura de Jesús, sin vida, tendido sobre el regazo de María. También por Nicodemo con el rostro inclinado y por la Magdalena arrodillada, que no solo apoya su rostro en la mano de Jesús, sino que sostiene su pie derecho con la mano izquierda.
Señala con el dedo la pantalla y luego veo que sus ojos se han encharcado un poco. Hay un silencio. Todos conocemos La Piedad de Miguel Ángel, pero pocos conocen la de Ippólito Scalza. Mientras veo la obra por primera vez, me convenzo de que, ciertamente, es sublime, conmovedora. El ejercicio hace parte de un argumento a favor de la tesis que defiende Henry Fiol, la de que el valor de una creación no tiene que ver con la aceptación general ni la popularidad que haya alcanzado.
A propósito de todo esto, cuenta que una vez se quedó mirando a unas niñas dominicanas que jugaban a la salida de un centro de su vecindario en Manhattan y le pareció gracioso lo que voceaban, mientras chocaban las palmas. Las abordó y anotó despacio lo que decía su juego.
Cuando siguió su camino, ya iba tarareando en silencio: “Ay, nena, no te compare’, que tiene’ un cuerpo que ya tú sabe’, que tumba’ esquina, que tumba’ calle, que todo el mundo te dice…”. Se quedó rumiando hasta que definió la melodía. Hizo los arreglos, grabó en el estudio y lanzó la canción bajo el título de Zúmbale, a comienzos de los noventa. Fue parte de su disco Creativo.
Tuvieron que pasar veinte años para que las emisoras se dieran cuenta de que el tema era un hit. “Eso era un juego de niñas, son tonterías, disparates, pero eso es lo que pega”, dice con un gesto contrariado. Deja claro de nuevo lo que ya se ha dicho, el valor de una obra de arte no tiene que ver con la aceptación general ni la popularidad que haya alcanzado.
“Yo no sé si soy buen o mal observador, pero sí soy observador y eso es otra cosa”, me dice en un café del Hotel Astor en Cali. No hay creativos sin observación, como no hay artista sin desengaños. Claramente, Henry Fiol ha tenido desilusiones más grandes que esta de que las canciones que más estima en su repertorio no son las que la mayoría del público ha tarareado. Trae una a colación y empieza a tararear: “Desilusión, tú sí eres una ladrona maldita, robaste mi juventud, robaste mi alegría”.
Dice que las decepciones en la vida son lo que envejece a las personas. Lo extraño es que, a pesar de cantar tantas penas, él está como detenido en el tiempo. Parece más joven hoy que hace 13 años, cuando intercambiamos carcajadas después de un concierto en Bogotá.
Henry Fiol no solo es un artista paciente, recio, terco, quisquilloso (por no decir irritable), creativo y observador, también es un hombre solitario al que no le interesa la vida nocturna de los clubes. Otra cosa es que es vegetariano hace 44 años y sigue una rutina de ejercicio, cinco días a la semana.
Personalmente, lo he visto llegar callado al camerino, salir a cantar en la tarima, provocar tremenda euforia e irse sin decir mucho. Por eso conserva la voz, porque no la usa mucho.
Así lo recuerdo en nuestro primer encuentro, reservado hasta el mutismo antes del show. Pero muy risueño y conversador después de bajarse de la tarima. En ese encuentro previo, año 2011, yo iba con mi gran amigo y vecino Santiago Jiménez, quien ha tocado el tres cubano con Henry desde hace más de quince años. En medio de la familiaridad del momento, Henry empezó a contar algunos buenos chistes. En agradecimiento, aunque con mucha pena, yo le obsequié uno burdo especializado para músicos. Le gustó tanto, que me dijo que lo iba a seguir contando. Empieza así: ¿Sabes cómo se tapan muchos huecos con un hueco? …
No voy escribir aquí la respuesta exacta, tengo mis razones. Pero voy a dejar una pista: tiene que ver con la flauta, un instrumento que él conoce bien. “Ah, tú sabe’, la flauta de 5 llaves que se usa en la charanga. Yo cogí unas cuantas lecciones con un señor cubano, pero él no hablaba inglés y el español mío era bien malo. Me daba unos libros de solfeo muy complicado, entonces, pues dejé las lecciones y seguí tocando de oído”.
Dice sin preocupación que nunca ha aprendido a leer música. Y le echa la culpa a que, de los dos hemisferios del cerebro, su lado derecho se ha impuesto sobre el izquierdo. La creatividad por encima de lo metódico y matemático.
Hace cuentas y ya le queda poco tiempo para ir a hacer su maleta. Le recuerdo la escena del 2011 y le cuento el mismo chiste de hace una década, pero ya no se ríe igual. Sonríe con algo que me parece más cortesía que verdadera diversión. Nadie se ríe dos veces del mismo chiste, como diría Heráclito. Me regala su último disco y una foto suya, con fondo negro, saco rojo y pañuelo a rayas: “Para Julia con cariño, Henry Fiol”.
Ahora sí, espero que, como engañados por Sherazade, los lectores se queden esperando la resolución del chiste en un próximo relato. Y que volvamos siempre a Henry, al gran Henry Fiol, en las noches de las mil y una salsas…