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Historia de la literatura: “El extranjero”

Una narración dinámica que denuncia a la sociedad que se olvida del individuo. Un reflejo de una Europa herida y maltratada por las guerras.

Mónica Acebedo
19 de diciembre de 2022 - 02:00 a. m.
"Juzgar si la vida vale o no vale la pena de vivirla es responder a la pregunta fundamental de la filosofía", escribió Albert Camus en "El mito de Sísifo".
"Juzgar si la vida vale o no vale la pena de vivirla es responder a la pregunta fundamental de la filosofía", escribió Albert Camus en "El mito de Sísifo".
Foto: Cortesía
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“Hoy ha muerto mamá. O quizá ayer. No lo sé. Recibí un telegrama del asilo: ‘Falleció su madre. Entierro mañana. Sentidas condolencias’. Pero no quiere decir nada. Quizá haya sido ayer”.

Es famosa esta frase con la que inicia El extranjero (1942), de Albert Camus (1913-1960), que nos adentra en una suerte de pasividad y escepticismo que caracteriza al protagonista frente a cualquier situación que lo rodea. Se siente desde el inicio de la novela una apatía constante hacia el mero hecho de existir e incluso con la proximidad de la muerte. Es una obra que se puede leer en diversas épocas y cada vez que se relee sorprende; es ambigua y, al mismo tiempo, precisa.

Albert Camus nació el 7 de noviembre en Mondovi (Argelia) de 1913. Hijo de Lucien Camus y Catherine Sintès (inmigrantes franceses), creció en los barrios pobres de Argel. Su padre fue herido en la Primera Guerra Mundial y, por lo tanto, su madre se vio obligada a trabajar para sobrevivir con sus dos hijos. Al parecer su madre tenía un problema de sordera parcial y era difícil comunicarse e interactuar con ella, relación que se ve reflejada en El extranjero. Camus fue siempre buen estudiante en la escuela. Luego, logró entrar a estudiar Filosofía en la Universidad de Argel, pero enfermó de tuberculosis y no pudo terminar. Luego, incursionó en el teatro y después en el periodismo. Se mudó a París, donde se desempeñó como periodista e inició su carrera de escritor. Su obra es corta, pero intensa. Ganó el Premio Nobel de Literatura en 1957 y murió en un accidente automovilístico el 4 de enero de 1960 en Villeveblin (Francia).

La trama de la novela es la siguiente: la madre de Meursault ha muerto en un asilo de ancianos. Él se muestra, aparentemente, indiferente durante el entierro y presenta una actitud apática frente a muchos otros aspectos de su vida cotidiana y amorosa. Luego, se ve involucrado en el asesinato de un hombre. Relaciones, sentimientos, comportamientos y numerosos aspectos, que por momentos parecen escapar al rigor jurídico, son las claves para resolver el destino de un hombre. Es una narración dinámica que denuncia a la sociedad que se olvida del individuo. Es el reflejo de una Europa herida y maltratada por las guerras. Meursault se convierte en un extranjero que denuncia los valores colectivos y remueve los miedos e inseguridades de un grupo social.

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El protagonista representa a la generalidad de los individuos del siglo XX que, a su juicio, carecen de valores que dirijan sus expectativas de vida. Llevó a su madre a un asilo de ancianos porque no podía cuidarla: “Me preguntó por qué había llevado a mamá al asilo. Respondí que la causa era mi falta de dinero para hacerla acompañar y cuidar. Me preguntó si me había resultado difícil y respondí que ni mamá ni yo nada esperábamos ya uno del otro, ni de nadie, y que ambos nos habíamos acostumbrado a nuestras nuevas vidas”.

Ni siquiera el amor despierta su interés: “Un momento después me preguntó si la amaba. Le contesté que no tenía importancia, pero que parecía que no. Pareció triste”. Tampoco la amistad ni el éxito profesional le generan sentimientos especiales. Incluso la muerte de su madre es una variable que no afecta su actuar. Su ser está inundado de una inercia existencial, que además se justifica por el ateísmo, ya que la vida parece no tener sentido allende él mismo: “¡Qué me importaban la muerte de los otros, el amor de una madre! ¡Qué me importaban su Dios, las vidas que uno elige, los destinos que uno escoge, desde que un único destino debía de escogerme a mí y conmigo a millares de privilegiados que, como él, se decían hermanos míos!”.

En ese sentido, Meursault se convierte en un extranjero, ya que no se adapta a su entorno. No le interesa ajustarse, no le ve ningún sentido entender a las personas ni las cosas que lo rodean. Actúa casi que por inercia. Pero no solo es la actitud del personaje la que simboliza lo extranjero, también es la manera de juzgar al detenido. Pareciera que los jueces lo juzgan por esa apatía e indiferencia ante la vida y no por haber matado a un hombre: «Nos arrellanamos en nuestros sillones. El interrogatorio comenzó. Me dijo primero que se me describía como persona de carácter taciturno y reconcentrado y quería saber qué pensaba yo. Contesté: “Es que nunca tengo gran cosa que decir. Entonces me callo”. Sonrió como la primera vez, reconoció que era una óptima razón, y añadió: “Además, la cosa no tiene importancia alguna”. Se calló, me miró y recomenzó de forma bastante brusca para decirme con mucha rapidez: “Lo que me interesa es usted”. Es precisamente en este sinsentido que radica su denuncia a la sociedad que trastoca los valores e interpreta los hechos de acuerdo con una construcción cultural que pierde objetividad.

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Cierro con una cita del académico Agustín González sobre la novela: “Por debajo de la descripción van aflorando los problemas del hombre en relación con lo que lo rodea. Meursault podemos ser cualquiera de nosotros, y, más aún, cualquiera de su tiempo (1942). Esta novela pertenece a lo que él mismo llamó ‘ciclo del absurdo’. Absurdo que no es nada en sí, sino que aparece como la cualidad esencial hombre-mundo. El personaje-actor nos descubre que dicha relación es la contingencia, la espontaneidad. No está condicionada por nada ajeno al hombre. Su inconsistencia juega con el agua, la luz, el sol, el deseo inmediato, la indiferencia, el calor”. (Lecciones de literatura universal, Cátedra, 2002, p. 1.085).

Por Mónica Acebedo

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