“La broma infinita” de David Foster Wallace

La obra del fallecido David Foster Wallace hace énfasis en la crudeza de la realidad, viendo al ser humano desde su punto más crítico y oscuro.

José Hoyos
30 de mayo de 2023 - 02:00 a. m.
NEW YORK - SEPTEMBER 27:  Author David Foster Wallace reads selections of his writing during the New Yorker Magazine Festival in New York September 27, 2002. (Photo by Keith Bedford/Getty Images)
NEW YORK - SEPTEMBER 27: Author David Foster Wallace reads selections of his writing during the New Yorker Magazine Festival in New York September 27, 2002. (Photo by Keith Bedford/Getty Images)
Foto: Getty Images - Keith Bedford
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A La broma infinita hay que tenerle cierta paciencia. Pasa como con los cuentos más exigentes de Borges: los primeros párrafos son una especie de prueba de iniciación, un filtro que impide el paso al lector flojo y no merecedor de lo que viene después: una jugosa recompensa para el espíritu y la inteligencia. Las narraciones frondosas tienen su precio, y el primer tributo exigido por David Foster Wallace para acceder al Godzilla, que es La broma infinita, una de las 100 mejores novelas del siglo XX en lengua inglesa, es manipular ese bloque tensor de tendones de 1.200 páginas. Después vienen otros: una trama sedimentada y a veces cubierta de matorrales, american way de cabo a rabo, cientos de marcas y referencias farmacológicas, nomenclatura de marketing, algunos fragmentos casi estudiantiles que dicen demasiado sobre demasiado poco (vaya a saberse si son intencionales: en la antigua China, por ejemplo, era obligatorio que todo libro tuviera un número mínimo de erratas, para recordarle al lector que fue hecho por manos humanas), digresiones mil, hay que ir saltando del cuerpo principal a las 388 notas a pie de página -algunas alcanzan el tercer grado de derivación, otras contienen detalles claves de la trama, un hábil recurso para impedir que sean saltadas- como si fuera una rayuela agotadora, toneladas de datos, subtramas a manera de puertas cerradas prometiendo una llave que no siempre aparece, el lector puede frustrarse al no obtener un arco perfecto, aun sabiendo que ese arco no estaba en los planes del autor. El estilo nervioso y el nivel de detalle hacen inevitable tanta maleza. Pero llega un momento en que su lectura echa a andar en la bicicleta del placer.

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A medida que se avanza puede verse gente viva por todas partes. La forma de pensar de Foster Wallace era como una enorme red que atrapaba muchos peces al mismo tiempo. “Soy incapaz de pensar o sentir una sola cosa por momento, y esa es justamente una de las limitaciones de la página. Que las notas a pie de página sean laterales no quiere decir que dejen de tener carne por sí mismas, lo que hizo John Updike o Manuel Puig. Las notas sugieren un desdoblamiento un poco más acorde con la realidad”. De Borges entendió que la realidad es simultánea, mientras el lenguaje es sucesivo: tiene que ordenarse palabra a palabra, y durante esa ordenación los sentidos no dejan de recoger el material que el mundo les envía, algo enloquecedor para un narrador ambicioso empeñado en trasladarlo todo a la página. La vasta riqueza de la realidad no agota su caudal en el pobre lenguaje humano. Las notas consiguen entonces abarcar al menos un poquito más.

Alguien ajustado al mundo no podría haber escrito esta novela. Ni nada. Hace falta un desajuste serio para escribir algo que merezca ser leído por otros. Tiempo después los historiadores de la literatura agarran las muestras de insatisfacción de un escritor y las sujetan con una pinza enorme y las denominan “La obra”. Las grandes obras están hechas con aquello que el escritor teme cuando apaga la luz. No se construyen solo con palabras, es indispensable también un grado de fatalidad en las cosas de la mente y del espíritu. Los únicos que todo lo saben son los hescritores. Ser escritor significa no saber nada y pasarse la vida averiguando. De modo que, en vista de la vastedad del misterio que llamamos vida, significa estar cada vez más perdido. David Foster Wallace no se sonrojaba reconociendo su extravío y fragilidad. El hombre de hoy tiene que cargar con dos caballos muertos: demostrar suficiencia para afrontar un mundo de exigencias que lo supera y aplasta, y lidiar con la incomunicación para transmitir ese drama. Es como si su vida dependiera de un grito y no tuviera boca para soltarlo.

Para Foster Wallace el proceso del pensamiento era el misterio más aterrador de la vida humana. Anhelaba cierta dosis de inconsciencia, porque la inconsciencia es el impulso de la vida, pues “si el corazón pudiera pensar, se pararía”. Cuando escribió La broma infinita apenas pasaba de los treinta, los suicidas son individuos que desde temprano saben mucho sobre sí mismos. A cierto nivel de conocimiento es como si la mente retrocediera aterrada. A todo César le corresponde su Bruto. Nadie que arrastre con exceso de conciencia de sí mismo sale indemne, pero ante gente funcional esto resulta muy difícil de explicar. “La mayoría de los escritores que conozco son híbridos raros, hay una fuerte veta de egolatría asociada a un terror y timidez extremos. Escribir implica una soledad extraña, un deseo de tener algún tipo de conversación con la gente, aunque no una gran capacidad real para hacerlo en persona”. Una intención solapada anima al escritor: que el acto de hablar a solas termine convertido en hablarle a una multitud.

Parece increíble que un desequilibrado psíquico como Foster Wallace pueda conducir al lector a un estado hipnótico que le abre una forma distinta de ver el mundo. La mayoría de escenas consiguen suscitar la imagen de lo que narran, establecer un mundo distópico que nos resulta muy familiar. De fondo puede verse una imaginación turbia de pura realidad. Es fácil percibir un eco cercano en películas como Happinnes o Belleza americana. La novela ofrece acceso a un tipo de tristeza muy parecida a la que sienten quienes, al inspeccionar su alma por primera vez, no encuentran más que una lenteja reseca.

Aborda algo que ahora, un cuarto de siglo después de su publicación, es fácil de identificar: la era de la distracción disfrazada de información. Atisba el horizonte con un pesimismo al que no le hace falta ese peinado tan de moda que es la exhibición mediática. La irreverencia como un producto más que el mercado se echó al buche. “La próxima generación de rebeldes estará conformada por unos blandengues que se dejarán embaucar de buena gana por un mundo de mirones correctos y de seres acechantes que, como ellos, le temen al ridículo público más que al encarcelamiento sumario”, advierte Foster Wallace en el ensayo E unibus pluram. Y sigue afinando la puntería: “Nuestra intelectualidad desconfía de las creencias libres y las convicciones abiertas. En el mundo académico y de las artes, del cada vez más dogmático y absurdo movimiento de lo políticamente correcto, hay una obsesión por las simples formas de la elocución y el discurso que demuestra cómo de afectados y miedosos se han vuelto nuestros mejores instintos liberales, y cómo de alejados están de lo que es realmente importante: la pasión, el sentimiento y la convicción abierta”.

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Para 1994, con la novela casi del todo cocinada, Foster Wallace ya había logrado meterse bajo el ala protectora de Bonnie Nadell, la agente literaria que fue como un amuleto, quien anduvo tocando puertas con el manuscrito metido en dos cajas de zapatos hasta que logró vendérselo a la editorial Little, Brown. En La broma infinita hay: perros degollados, gatos asfixiados, malformaciones humanas estrambóticas, un superestado llamado Onan donde el onanismo y sus variantes son propósito de vida, años que ya no se nombran con números, sino con marcas de productos, amputaciones y empalamientos, ansiedades demenciales imposibles de imaginar si no estás un poco chueco, un combate joyceano con el lenguaje, humor del que hace pensar, terapias vagamente perversas con que la medicina trata a los adictos, sustancias tóxicas y residuos nucleares fluyendo como aire terso, basuras urbanas por millón, botas industriales haciendo polvo la cara de alguien, vidas miserables, corazones artificiales marca Jarvik, rehabilitaciones a las que les queda alguna garra por fuera, ecosistemas que solo sobreviven a base de toxinas, muertes cerebrales cuya causa es el placer puro, psicología de estados mentales extremos, alivios sustentados en la idea de más adicción, violencia urbana, mucho cine conceptual destinado a no entenderse, ataques terroristas que parecen chanzas de pesada originalidad, suicidas que transmiten paz interior, fusión de países y rearme de la geografía, muchachitos prodigio y Hal Incandenza, teatro insertado, vasta cultura y cultura pop, canchas de tenis y matemáticas, publicidad y sufrimiento, hospitales y disparate.

Si se me permite una breve incursión por la autopista de las generalizaciones, diré que la adicción a las sustancias es la más tierna de las adicciones que rigen la vida gringa: comprar, comer, ver televisión, el juego, las pantallas, la supramedicación, el endiosamiento del éxito y el repudio al fracaso, el trabajo desmedido, disparar, la religión. Sembraron la idea de que todos los problemas de la vida se arreglan comprando algo. El famoso sueño americano consiste en conseguir elevarte por encima de mucha otra gente. Esa gente a la que perteneces. Hay algo dañino en complacer cada deseo que tengas y algo maldito en una vida que te lo da todo. Los placeres más colmilludos mantienen a sus devotos andando tras una zanahoria colgada de un palo. Renunciaron de tal manera a encontrar sentido en más nada, que ya ni siquiera logran ser radicalmente hedonistas.

Los críticos literarios más escalofriantes elogiaron el método digresivo de Foster Wallace. Señalaron la potencia de sus frases mordaces, su imprevisibilidad en trama y prosa, su afición al riesgo y una imaginación tan desbordada como su inteligencia. Sus detractores lo culpaban de locuacidad y descuido evidente en el trazado de sus novelas. Y cualquiera de nosotros lo tildaría de humanista: se preguntaba si todo eso que tiene el llamado mundo posmoderno, todo ese confort material, todo ese ruido superfluo, no sería la tapadera de alguna deficiencia en su capacidad para la felicidad. ¿Todos estos cacharros y maratones para insertarse en el mundo, de verdad consiguen alejarnos del polvo? ¿De dónde entonces toda esta insatisfacción? ¿Y por qué esa manía de cubrir la soledad con muecas sonrientes, de ahogarla debajo de un tumulto de amistades? La apariencia nuestra, las cosas por las que se nos conoce, son meramente pueriles, por debajo todo es vasto y oscuro, y de una profundidad insondable.

Por José Hoyos

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hernando(26249)02 de junio de 2023 - 05:10 a. m.
Sublime reseña
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