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Michael de Montaigne es considerado el padre del ensayo y un referente imprescindible de la literatura universal. Digno representante del Renacimiento y gran defensor del Humanismo. Sus escritos y su línea de pensamiento se convirtieron en un paradigma de la novelística posterior y en el germen de una ideología crítica sobre diversos temas, como los excesos de la Iglesia católica y de la monarquía, la conquista y el colonialismo en América, y también sobre sentimientos cotidianos de los individuos, como el miedo, la guerra, la mentira, el amor, la muerte y muchos más.
Nació en el castillo de Montaigne, a unos cincuenta kilómetros de Burdeos (Francia) el 28 de febrero de 1533 y murió el 13 de septiembre de 1592 en Dordogne. Descendiente de comerciantes acomodados, manejó por varios años las propiedades familiares; fue testigo de una época cargada de tensiones religiosas entre hugonotes (protestantes calvinistas) y cristianos; muy amigo de Étienne de la Boétie, autor de La servidumbre voluntaria, con quien compartió varias de sus críticas sociales, como la fuerte oposición a la obra de Maquiavelo.
Administró su hacienda hasta que luego de la muerte de su amigo Boétie y varias personas cercanas, incluyendo a varios de sus hijos recién nacidos, se retiró a una torre que hacía parte de su castillo, donde se dedicó a leer, reflexionar y escribir. Por eso se dice que su vida podría ser considerada una novela cuyo eje temático es la reflexión, la introspección y un ejemplo de intelectual entregado y comprometido con los problemas del ser humano, individualmente considerado y con aquellos asuntos políticos, económicos y religiosos del colectivo social. De hecho, él mismo manifiesta que sus ensayos son una mirada a sí mismo; es decir, las preocupaciones se centran en una especie de autorretrato. Afirma: “Soy yo mismo la materia de mi libro”. Por eso el discurso que se escucha en la obra rezuma sus propias emociones, que parten de la duda y de la certeza de que nada sabe.
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Atento lector de las Confesiones de Agustín de Hipona, probablemente, de él aprendió la forma de exponer una doctrina o una idea de pensamiento a partir de sus propias inquietudes. Asimismo, se notan antecedentes en Séneca, en las Meditaciones, de Marco Aurelio, e incluso en las Epístolas, de Horacio. Además, se nutre de numerosos pensadores, teólogos, moralistas y novelistas. Nunca termina de reflexionar, es casi como un libro infinito. Jaume Casals expresa lo siguiente: “Los Ensayos son una montaña de textos. Montaigne se declara dispuesto a prolongar su tarea ‘mientras quede tinta y papel en el mundo’” (Lecciones de literatura universal, p. 223, Cátedra).
En la medida en que se trata de una especie de biografía intelectual, la voz narrativa de los Ensayos es la primera, pero es un yo sencillo, ignorante, que no parte de la autoridad, sino, todo lo contrario, de la incertidumbre. Al hacerlo presenta las contradicciones del ser humano, aunque nunca entra a juzgarlas ni condenarlas; simplemente, quiere entender el porqué de sus actuaciones. Esa actitud narratológica es la que dará paso a la novela de conciencia o introspección.
Me voy a referir en este espacio a una de mis piezas favoritas de los Ensayos: “Los caníbales”. En este documento reflexiona sobre los indígenas de América y se pregunta sobre la actitud civilizadora de los europeos. Para este ejercicio recupera el mito del hombre salvaje y se pregunta qué es una cultura y por qué una sociedad puede imponer su cultura a otra. La mirada que proyecta sobre esa tierra idílica que era América es más bien la del lugar del buen salvaje. Supone que ese paraíso tiene que ser habitado por gente buena que no tiene que sustituir su cultura por otra que se considera mejor. Justamente, el hilo conductor del ensayo es que ninguna cultura puede emitir un juicio sobre otra y que, por el contrario, la bondad e incluso la moralidad discurren mejor en condiciones originales.
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Es uno de los primeros en afirmar que los habitantes del Nuevo Mundo no son bárbaros, sino que cada cual llama barbarie a lo que es diferente o ajeno a sí mismo. Y plantea que el europeo se vale de ideas de pensamiento antiguas de Platón o Aristóteles para explicar la otredad de América, lo cual modifica la perspectiva neutral que debería regir cada vez que una cultura observa a otra. Postula, además, una defensa a los indígenas por estar más cerca de lo natural, y, en cambio, considera que Europa tiende al artificio. Dilucida que cuando algunos de los indios combaten con otros pueblos americanos, toman prisioneros, los matan, los cocinan y se los comen, lo hacen como acto de venganza y no de sustento; eso demuestra que no hay una actitud de salvajismo, sino de maniobra premeditada propia de su cultura. Reafirma su hipótesis con ejemplos de prácticas en Europa con prisioneros de guerra, en las que ni siquiera la víctima está muerta y se pregunta si aquellas no son más salvajes.
En síntesis, los Ensayos constituyen sendos libros filosóficos y reflexivos de una variopinta paleta de temas que introducen la idea del despotismo ilustrado al que pertenecerán, varios años después, los principales pensadores de la Ilustración. Pero también son el germen de aparatos narratológicos que desarrollará la novelística posterior y el origen de uno de los géneros literarios más utilizados en la historia.
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