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La historia es un poema cuyo compás lo dictan tambores al unísono, disparos por entre zanjas campales cuyo verdor ya murió, minutos silenciosos que circundan el hedor de las epidemias. La cadencia del mundo es disonante. A veces se levanta asustada tras las explosiones, otras veces cae en calma por entre mares descubiertos. Hay veces que recuerda que no todo son hogueras y humo sobre hojas húmedas, que también es el amanecer que ilumina pueblos y ciudades, los rápidos de los ríos que saludan a los cazadores de antaño, telescopios guardados en Florencia y escenas descartadas en Stratford.
“El hombre es por natura la bestia paradójica / un animal absurdo que necesita lógica”, escribió Antonio Machado. El hombre son los versos que le dan forma al poema que es el mundo. Son versos que a veces quieren ser Absurdo y a veces imperativos categóricos. El hombre se cree autor cuando no es más que el personaje de su propia novela: vulnerable, distinguible, mortal. El poema que es el mundo así lo quiso, pues como dijo Dostoyevski, “la belleza salvará al mundo”. Cómo decantarse por imperativos categóricos cuando ahí está el hombre, luchando contra la oscuridad que lo rompe y lo levanta a la vez. Cómo aceptar sin más que creamos la literatura cuando en verdad somos nosotros quienes evolucionamos gracias a ella. Cómo no vernos como lo que somos: diversidad, disformidad, defecto. Lágrima, valentía, verso.
Somos el camino y el destino a la vez. Queremos ser la admiración y los héroes de otro mundo, pero para qué quedarnos con la intermitencia de encuentros y desencuentros, cuando ya somos oscuridad, luz y los faroles de esta, nuestra única vida. Si somos los versos del poema que es el mundo, hagamos de la poesía una epidemia que inunda las calles, se desintegre y renazca a punta de ahogos y desahogos. Y si somos mitad suerte-mitad sueño, que no nos abandonen estos versos hechos vida, esta única vida que no se detiene.