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En Ciudad de México de 1956, producto de la unión de una psicoanalista y un filósofo, nació Juan Villoro Ruiz. Él, años después, se convirtió en un famoso escritor y periodista. Ha sido artesano de la palabra en textos que van desde el puño en alto después de un terremoto, pasan por el dios de pies pequeños y zurdo, e incluso vinculan piezas de teatro y la tan complicada literatura infantil. En su última obra, La figura del mundo, el fútbol se roba unas páginas, pero el verdadero protagonista es su padre: Luis Villoro.
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Querer que los lectores conecten con anécdotas de un hijo con su padre es una base literaria que suena poco original, carente de verdadera profundidad y que anticipa el cierre del libro en el prólogo, a la usanza de los griegos en sus tragedias. Mi primera pregunta fue: ¿por qué leería un libro sobre un niño al que no conocí y un papá que no es el mío? La única razón detrás de leer un relato así, sería el morbo de conocer la vida íntima de un desconocido.
Pero aquí les hago un spoiler, y sí, mea culpa, la sinopsis del libro no le hace justicia. Pues, páginas adentro, experimentamos, aprendemos, sufrimos y dialogamos en la misma mesa con pensadores de la talla de Nietzsche, Octavio Paz, Hemingway, Roberto Bolaño y representantes de la identidad popular como “Chava” Reyes (del Rebaño) y el Tigre Sepúlveda.
Un intelectual no tan padre
La entrevista es un género periodístico que puede marcar la historia o puede quedarse en la chingadera del like. La Langosta Literaria intentó lo primero con Juan Villoro. Lo logró. Dentro del cuestionario hubo una pregunta detonante. El interrogante fue: “¿crees que la intelectualidad y la paternidad son compatibles?” El autor de Dios es redondo, respondió de primera, sin parar el balón: “La mayoría de los hijos de los intelectuales han tenido un destino muy trágico”. Ya es definitivo, la trama del libro me envolvió.
Villoro hijo, describe a su padre como una persona hermética, característica propia de alguien que disfruta de la soledad para pensar. Esto debe ser, sin duda, un artículo fundamental del manual de convivencia de los intelectuales. Es por esto, que Juan sentencia sobre su jefe: “Le incomodaba que alguien le confiara problemas emocionales”. Pero, siendo un niño: ¿a quién más se le pregunta? Seamos honestos, para la mayoría de hijos del mundo lo más parecido a un superhéroe es su padre. Una vez más, ser hijo de un intelectual resulta complejo e irónico. Porque el primer mandamiento de la libertad filosófica es el humanismo, sin embargo, para Juan Villoro ser hijo de Luis fue un viacrucis real, fue cargar una cruz en la espalda.
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No obstante, algo que tienen en común los jefes, sin importar si son filósofos, ingenieros o biólogos, es que, a su manera, logran crear una conexión con sus hijos. Y en esta historia sucedió así. Luis Villoro Toranzo, filósofo y padre de Juan Villoro, fue un apasionado por cambiar el mundo desde las ideas. Hay que remarcar aquí que, los herederos de Platón, Sófocles y Aristóteles, detractores de la plebe como nadie, también tienen sus propias contradicciones cuando el amor filial hace de su lógica un desmadre. Este acto le sucedió a los Villoro, pues la conexión más fuerte del padre con el hijo, que incluso superó la muerte, surgió justamente del deporte rey del vulgo: el fútbol.
Villoro hijo, cuenta: “mi padre fingió su pasión para mejorar la mía”. Con eso, Villoro Toranzo cambió el mundo de su hijo y sumó un ladrillo a esa relación que se fortaleció con los años. Eso sí, para que una relación funcione tiene que haber una intención de ambas partes. En este caso, nosotros los hijos, tarde o temprano, debemos ser quienes nos acerquemos a nuestros padres para fortalecer el vínculo. Villoro hijo, encontró la llave a esa puerta en la literatura. Devoró libros como nadie y el hábito, posteriormente, se convirtió en producción. Y con los debates entre padre e hijo se sumaron más y más ladrillos. Definitivamente, la intimidad se cimentó.
Lo que comenzó con una mentira piadosa como acto de amor de un hombre inteligente, culminó en un intercambio de argumentos, opiniones y una que otra broma entre un padre filósofo y su hijo escritor. El fútbol fue un pretexto, pero el sentimiento paternal fue genuino.
Las luchas sociales de un padre
Luis Villoro, en su libro Los grandes momentos del indigenismo en México, inició con el análisis de los intérpretes que explicaron la cultura indígena de esta parte del mundo. Luego, estudió el declive ideológico de la época colonial en La revolución de Independencia y finalizó sumándose a un grupo que antes cuestionaba: los zapatistas.
Desde chamaquito, la vida de Villoro hijo estuvo marcada por los ideales sociales de izquierda que su padre expresaba y que lo llevaron a participar en causas políticas con el propósito de cambiar la realidad. Así lo explica en La figura del mundo: “ante oídos sordos, se proponía reinventar un país”. Como bien sabemos, una batalla constante en Latinoamérica.
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Pero que sea causa perdida no evita que la gente luche, porque al final lo que buscan no es hacer un cambio que se vea definido, sino “anunciar que el mundo debía cambiar” y con eso bastaba. Villoro padre, durante el 68, año en el que se dio el movimiento estudiantil, las protestas y la matanza de Tlatelolco con todo lo que ocasionó, vio conveniente acompañar a su hijo a las Olimpiadas. En medio de una situación compleja, arriesgando su vida, no se permitió dejar de ser padre.
Los hijos cuando estamos pequeños no reconocemos la magnitud de ciertas situaciones en las que nuestros padres se ven involucrados: una deuda asfixiante, una adicción invisible o una convicción social amenazante. Es al momento de convertirnos en adultos que la venda se nos cae de los ojos y entendemos mejor a esos seres que nos criaron. Villoro hijo, al crecer, entendió. Evocó un recuerdo de niñez: mientras él veía clavados en las Olimpiadas, su papá exponía el pellejo en un México que estaba en llamas. Décadas después, desde la reminiscencia, conoció mejor a ese padre que se sentía culpable por no estar en la cárcel cuando sus “hermanos” de lucha sí lo estaban. Así lo relata: y “también se mostraría lo suficiente para ser detenido”.
“Cerró los ojos como quien cierra un libro”
Luis Villoro falleció el 5 de marzo de 2014, después de una llamada con su hija. Don Luis, ya tenía sus buenos 91 años, así que la muerte estaba más que lista para recogerlo, a pesar de la buena salud que demostraba.
El sepelio fue una forma de honrar la memoria de quien se les adelantó. Villoro hijo lo subraya: “celebrar que ya no está por lo que hizo cuando estuvo”. Pero Luis Villoro no era de homenajes, era filósofo. Y con eso, presente, sus hijos tomaron en sus manos la decisión de su destino como materia cremada. Luis Villoro se encuentra ahora en dos lugares al mismo tiempo, como tal vez quiso en vida. Una parte de él descansa bajo un árbol cuidado por los que fueron sus hermanos: los zapatistas. Otra parte aguarda en una urna encerrada en una cripta bajo alguna iglesia.
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Claro que también hay muchas de sus ideas en sus libros, en sus estudiantes, en sus hijos y en las palabras que su primogénito Juan Villoro plasmó en La figura del mundo. Un libro que sin duda es un homenaje perfecto para alguien que aborrecía los homenajes.