Historias de un diciembre esperanzador: La muerte y resurrección de Georg Händel
“¡Aleluya, aleluya! Aleluya, aleluya ¡Aleluya!”. Así comienza “El Mesías”, quizá el oratorio más famoso de Jorge Federico Händel, cuyos “aleluyas” han resonado mundialmente desde 1737. Ya fuera milagro, ya fuera fe, ya fuera voluntad, la historia de esta composición estuvo marcada por la esperanza que llega después de caer en el más hondo vacío. A continuación, presentamos esta historia, como sólo Stefan Zweig podía relatarla.
Cuenta Stefan Zweig que, el 12 de abril de 1737, el compositor Jorge Federico Händel sufrió una apoplejía. El médico que lo atendió afirmó con certeza que quedaría inútil, claro, a menos que ocurriera un milagro. Y en cuanto a volver a componer, aquel asunto estaba fuera de toda discusión. Jorge Federico Händel nunca más podría trabajar. Quizá se lograra conservar al hombre, pero al músico lo habían perdido.
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Cuenta Stefan Zweig que, el 12 de abril de 1737, el compositor Jorge Federico Händel sufrió una apoplejía. El médico que lo atendió afirmó con certeza que quedaría inútil, claro, a menos que ocurriera un milagro. Y en cuanto a volver a componer, aquel asunto estaba fuera de toda discusión. Jorge Federico Händel nunca más podría trabajar. Quizá se lograra conservar al hombre, pero al músico lo habían perdido.
Cuatro meses transcurrieron sin que Händel recuperara su fuerza. La parte derecha de su cuerpo había muerto. No caminaba, no escribía, en lugar de hablar balbuceaba y, por supuesto, no tocaba el piano. Desesperado de curar al incurable, el médico aconsejó llevarlo a las termas de Aquisgrán, pues algo tendría que despertar al hombre que había sido y ya no lo sería más. Allí, le aconsejaron no permanecer más de tres horas, a menos que quisiera tentar a su corazón y que dejara de latir, pero la música es ritmo, y el ritmo es vida, y Händel sin ella estaba muerto. Entonces, pasó nueve horas diarias en el baño caliente, y con la voluntad creció su fuerza. A la semana podía arrastrarse; después de otra, movía el brazo; así, voluntad y fe se mezclaron para levantar a Händel del abrazo de la muerte.
El compositor nunca había sido un beato, pero el último día de su estancia en Aquisgrán se detuvo frente a la iglesia del lugar. Cuando subió con pasos misericordiosamente restituidos, se conmovió ante el órgano. Tocó una tecla, y otra, y otra, haciendo que el sonido reverberara por la estancia. Primero con la mano izquierda, luego con la derecha. Abajo, escuchaban las monjas. Poco a poco, Händel recobraba el lenguaje con el que le hablaba a Dios, a los hombres y a la eternidad. De nuevo podía hacer música, otra vez podía trabajar. Sólo entonces se sintió restablecido. “He vuelto del Hades”, habría dicho después.
Händel habría creado sin igual con el cuerpo ya recuperado, de no haber sido por la muerte de la reina de Inglaterra, y la guerra española, y un invierno que congeló el Támesis y enfermó a los cantantes. No había contratos y cuando el cuerpo había vuelto a la vida, el alma de Händel se sumió en vacíos y deudas. “Sí, una vez terminó todo”, pensaba. “¿Por qué me dejó resucitar Dios si los hombres vuelven a enterrarme?”. Por aquella época adquirió la costumbre de salir de casa sólo de noche, pues de día lo esperaban los acreedores con sus exigencias.
Una noche, luego de volver de su paseo nocturno, encontró un sobre en su escritorio. El poeta Jennens le enviaba una composición poética para que el Phoenix musicae se compadeciera de sus pobres estrofas para “elevarlas sobre sus alas al éter de la inmortalidad”. En un ataque de cólera, Händel rompió la carta y la pisoteó. ¡Maldito mundo aquel, que se burlaba del despojado y donde se martirizaba al que sufría! ¿Por qué lo invitaban a crear una obra, cuando no ya su cuerpo, sino su alma estaba paralítica? A pesar de todo, volvió al escritorio: “El Mesías”, rezaba la carta. Otro oratorio, de esos que habían fracasado. Pero la letra comenzaba con un “¡confórmate!” que le llegaba al corazón. Händel la percibía ya como música y cánticos. La letra seguía: “Así hablaba el Señor”, “él te purificará”, “para que ofrezcan sacrificios al Señor”. Para Händel, la mano que lo había abatido, ahora lo elevaba de la tierra; sintió de pronto que debía encender una llama de sacrificio en su corazón para que se elevara hasta el cielo y pudiera responder a la llamada.
El compositor abatió la cabeza sobre el manuscrito como bajo el efecto de una tempestad. Se habían acabado los efectos de la apoplejía y de las deudas. El cansancio ya no existía. La inspiración había vuelto. Cuando Händel leía las palabras “fue despreciado”, volvía el recuerdo. Le habían vencido, le habían enterrado vivo, le habían perseguido con sus burlas, pero “él confiaba en Dios”. Le había conservado el alma y lo había vuelto a llamar, con el fin de que llevase el mensaje de alegría a los hombres, pues sólo el que ha caído, ha conocido la felicidad. Al final, Jennens había escrito “el Señor dio la palabra”. Él enviaba la palabra, Él enviaba el sonido, eso creía Händel. Su misión era comprender, elevar y hacer vibrar la palabra para que abarcara todo el júbilo de la existencia.
El violín, el órgano, la corneta, el sonido, la palabra. Todo se le presentaba a Händel como un torbellino. En tres semanas no abandonó la habitación. El 14 de septiembre de 1737, el verbo se hizo sonido. Se había hecho el milagro de la voluntad en el alma inspirada. Al fin, Händel podía dormir.
Durmió tanto, que creyeron que había muerto; luego, comió tanto, que lo creyeron más bestia que hombre. Cuando su médico le preguntó qué había pasado, Händel se levantó e hizo lo que desde hacía meses ansiaba hacer. Estaba pletórico y, al fin, lleno de vida. Al llegar al “amén, amén, amén” del final del oratorio, lo interpretó con tal vigor que la habitación tembló como si fuera a venirse abajo.
Lleno de confusión, admiración y hasta aturdimiento, el médico no pudo decir más que “hombre, jamás oí nada semejante. Tienes el diablo en el cuerpo”. “Yo creo que más bien es Dios quien estaba en esos momentos dentro de mí”, le respondió Händel despacio, para que todos pudieran oírlo.
El oratorio “El Mesías” se estrenó en Dublín. El dinero que se recaudaría de la primera presentación se destinaría a algunos presos y a los enfermos del hospital Mercier, y el beneficio de las siguientes audiciones se destinarían al maestro, pero Händel no aceptó:
“No quiero nada por esta obra. Jamás admitiré dinero por ella; se la debo a otro. Quiero que todo lo que produzca sea para los enfermos y los presos. Porque yo mismo he sido un enfermo y con ella me curé. Y he sido un preso, y con ella me liberté”.