Historias de un diciembre esperanzador: La muerte y resurrección de San Agustín
San Agustín fue un filósofo que primero estuvo perdido. Perdido en su carrera, en su ascenso, en sus vanidades, en sus convicciones, en lo que creía que era amor. Una noche, su carácter comenzó a formarse cuando tuvo la fuerza de voluntad para renunciar y rendirse ante sus creencias religiosas. De la mano del escritor David Brooks, esta es la historia de un chico que se hizo hombre al soltar su ego.
San Agustín nació en el año 354 en Tagaste, en la actual Argelia. Vio la luz en uno de los extremos del Imperio Romano, en una época en la que se derrumbaba, pero parecía eterno aún. Era tan grande como caótico y asimismo eran sus religiones, cultura y filosofías. Así, San Agustín nació en una época en la que se mezclaban el paganismo romano y un ferviente cristianismo africano.
Por esa razón, en su juventud se sintió atrapado entre los ideales rivales del mundo clásico y judeocristiano. Se debatía entre ser un helenista que debía gozar de todos los aspectos de la vida y dirigir su propia existencia, o ser un hebraico que se concentraba en la más alta verdad y en ser fiel a un orden inmortal. Ante esta encrucijada, por el momento, sólo se fijaría en él mismo. Era brillante, pero al mismo tiempo se escapaba de clase para ver peleas de osos y gallos. Tuvo una concubina por 15 años, con quien tuvo un hijo, y se adhirió al maniqueísmo, convencido de que el mundo se dividía tajantemente entre el bien y el mal, la luz y la sombra.
San Agustín era un chico enamoradizo, pero eso no significaba que se enamorara de otro ser humano. Más bien, lo hacía de la ilusión de ser amado. Todo se reducía a él mismo. El amor, la lujuria, el estudio, la filosofía. Todos eran caminos para abrirse paso entre el mundo romano. Ascendió rápido en Cartago, luego se trasladó a Roma y finalmente trabajo en Milán, el verdadero centro del poder. En general, San Agustín vivía el sueño romano, pero era infeliz. Llegó un punto en que se vio obligado a confrontar el hecho de que estaba dividido contra él mismo. Una parte de él ansiaba los placeres vanos del mundo y la otra los reprobaba. Podía imaginar una forma más pura de vivir, pero no hacía lo necesario para llegar a ella.
A una edad muy temprana alcanzó la señal suprema de éxito: la oportunidad de hablar ante la corte imperial. Entonces, descubrió que era un mero traficante de palabras huecas. Decía mentiras y la gente lo adoraba, siempre que estuvieran bien trabajadas. No había nada en su vida que pudiera amar de verdad. “Estaba muy falto de aquel alimento interior”, dijo alguna vez. Su sed de admiración lo esclavizaba.
Cerca de cumplir los treinta años, San Agustín estaba totalmente alienado. Tenía deseos que no llevaban a la felicidad, pese a lo cual seguía persiguiéndolos; así que respondió a esa crisis mirando hacia su interior y al menos dos grandes conclusiones surgieron de esta expedición: Primero, San Agustín se percató de que, aunque la gente nacía con grandes cualidades, el pecado original pervertía sus deseos. Por ejemplo, él mismo perseguía fama y prestigio y, aunque eso no lo hacía feliz, lo seguía deseando.
Ante este hecho, afirmó que deberíamos vernos con desconfianza. Su principal argumento era que el tropismo hacia el amor equivocado, hacia el pecado, estaba en el centro de la personalidad humana. No solo pecamos, sino que tenemos una extraña fascinación por el pecado. No de otra manera San Agustín se podía explicar cómo fue posible que, en su juventud, por ejemplo, hubiese robado algunas peras y las hubiese tirado a unos cerdos, por el mero placer de pertenecer a un grupo de amigos y de saber que podía hacer tal cosa.
El segundo gran aspecto que se desprendió de la excavación interna de San Agustín fue que la mente humana no estaba completa en sí misma, sino que tendía hacia el infinito. No fue sólo podredumbre lo que encontró San Agustín, sino también indicios de perfección, sensaciones de trascendencia, emociones, sensaciones y sentimientos que se extendían más allá de lo finito y se introducían en otro ámbito. En su profundidad y alturas, el espíritu humano alcanzaba la eternidad y su dimensión vertical era más importante para el conocimiento del hombre que su capacidad racional para la formación de conceptos generales.
En definitiva, cuando San Agustín miró dentro de él, se puso en contacto con ciertos sentimientos morales universales. Sabía que podía concebir la perfección, pero también que alcanzarla escapaba a sus facultades. Entonces, debía haber un poder superior, un orden moral eterno que pudiera guiarlo más allá de los límites del raciocinio.
En otras palabras, para vivir mejor no bastaba con que trabajara más, hiciera más uso de su fuerza de voluntad o tomara mejores decisiones. No podía llevar una vida buena gobernándose a sí mismo, porque no tenía la capacidad para hacerlo. La mente era tan vasta, que nunca podría conocerse a sí mismo. Sus emociones eran tan movedizas y complejas que no podía ordenar él solo su vida emocional. Sus apetitos eran tan ilimitados que jamás podría satisfacerlos por sí mismo.
No obstante, San Agustín no quería clausurar sus opciones y renunciar a lo que lo hacía sentir bien. Su inclinación natural era creer que su ansiedad podía resolverse si obtenía más de lo que deseaba, no menos. Así, se mantenía en un precipicio emocional entre una vida religiosa para la que temía tener que hacer sacrificios y una vida secular que aborrecía, pero a la que no quería renunciar.
En las “Confesiones”, San Agustín describe la escena en que su demora terminó al fin. Charlaba en un jardín con un amigo, Alipio, cuando este le contó historias de monjes en Egipto que renunciaban a todo para servir a Dios. Esto le impactó. Individuos que no pertenecían al sistema educativo de élite hacían cosas maravillosas, mientras que los egresados de este sistema vivían para sí mismos.
En esta fiebre de duda, San Agustín se paró y dio grandes zancadas mientras Alipio lo miraba pasmado. San Agustín comenzó a dar vueltas por el jardín y Alipio se puso de pie y lo siguió. Aquel sentía que sus entrañas imploraban poner fin a su vida dividida, dejar de andar a la deriva. Se mesó el cabello, golpeó su frente, entrelazó los dedos y se encorvó, apoyándose en sus rodillas. Parecía que Dios lo fustigara por dentro, infligiéndole una “severidad llena de misericordia”, redoblando los azotes del temor y la vergüenza que le afligían. “Ea, hágase al instante; ahora mismo se han de romper estos lazos”, clamó para sí. Luego, lloró. Irguiéndose, se alejó de Alipio y se echó bajo una higuera, cediendo a sus lágrimas. Oyó entonces una voz que le dijo: “Toma y lee. Toma y lee”. Él experimentó en el acto una sensación de resolución. Abrió una Biblia próxima y leyó el primer pasaje en que cayeron sus ojos: “No en banquetes ni embriagueces, no en vicios y deshonestidades, no en contiendas y emulaciones; sino revestíos de nuestro Señor Jesucristo y no empleéis vuestro cuidado en satisfacer los apetitos del cuerpo”.
No le hizo falta leer más. Sintió que una luz invadía su corazón. Experimentó un súbito vuelco de su voluntad, un deseo repentino de renunciar a los finitos placeres mundanos y vivir para Cristo. Sintió toda la dulzura de no estar con cosas vanamente dulces. Lo que una vez le había aterrado tanto perder era ahora deleitoso despreciar.
Concluyó que la dicha interior no residía en la acción, sino en el ceder, o al menos en la represión de la voluntad, la ambición y el deseo de alcanzar la victoria por él mismo. Lo importante era reconocer que Dios era el principal conductor de su vida y que ya tenía un plan para él. Dios ya tenía verdades a las que quería que ajustara su vida. La postura aquí implicada es de sumisión, brazos alzados, extendidos y abiertos, frente en alto, ojos mirando al cielo, serenidad con espera paciente pero apasionada.
Así, en la visión del cristianismo agustiniano, según el escritor David Brooks, la última conquista del yo no se consigue con autodisciplina o mediante una gran batalla interior. Se consigue saliendo del yo y estableciendo una comunión con Dios y haciendo las cosas que parecen naturales para corresponder su amor. Este es el proceso que genera una transformación interior. De pronto te das cuenta de que amas cosas distintas, te emocionan cosas distintas, te liberas de cadenas, y eso no lo conseguiste cambiando hábitos o siendo un capitán de ti mismo. Lo lograste porque reordenaste tus amores y, como afirma una y otra vez San Agustín, te vuelves aquello que amas.
Para San Agustín, el cambio crucial está en dónde se sitúa la atención. El conocimiento no basta para la tranquilidad y la bondad, porque no contiene la motivación de ser bueno. Sólo el amor impele a la acción. No nos volvemos mejores porque adquiramos más información; nos volvemos mejores porque adquirimos mejores amores.
En aquel jardín, San Agustín comenzó un camino de renuncia, espera y aceptación de su valía. Llegó a la conclusión de que el amor no se ganaba mediante el esfuerzo, la disciplina o siendo un general de sí mismo. No obtenía lo que merecía, sino mucho más. Se rindió ante la grandeza que, para él, era Dios, pues la razón no es tan poderosa para producir sistemas o modelos intelectuales que permitan comprender el mundo que nos rodea, o anticipar lo que viene.
Por consiguiente, desde una óptica agustiniana, la fuerza de voluntad no es suficiente para tener una vida plena y vigilar los deseos. De lo contrario, los deseos de fin de año se cumplirían. Tampoco se llega a la felicidad exacerbando el ego, yendo siempre hacia arriba y buscando la aprobación externa. La atención debe virar hacia dentro y rendirse, pues la propia valía se tiene desde el nacimiento, no hay que construirla desde ceros. A veces, cuando no hay más que vacío y desesperanza, no se puede hacer más que rendirse ante Dios, la Creación, la Grandeza, la Esperanza. Tal vez así, como le sucedió a San Agustín, resucitaremos de muertes espirituales.
San Agustín nació en el año 354 en Tagaste, en la actual Argelia. Vio la luz en uno de los extremos del Imperio Romano, en una época en la que se derrumbaba, pero parecía eterno aún. Era tan grande como caótico y asimismo eran sus religiones, cultura y filosofías. Así, San Agustín nació en una época en la que se mezclaban el paganismo romano y un ferviente cristianismo africano.
Por esa razón, en su juventud se sintió atrapado entre los ideales rivales del mundo clásico y judeocristiano. Se debatía entre ser un helenista que debía gozar de todos los aspectos de la vida y dirigir su propia existencia, o ser un hebraico que se concentraba en la más alta verdad y en ser fiel a un orden inmortal. Ante esta encrucijada, por el momento, sólo se fijaría en él mismo. Era brillante, pero al mismo tiempo se escapaba de clase para ver peleas de osos y gallos. Tuvo una concubina por 15 años, con quien tuvo un hijo, y se adhirió al maniqueísmo, convencido de que el mundo se dividía tajantemente entre el bien y el mal, la luz y la sombra.
San Agustín era un chico enamoradizo, pero eso no significaba que se enamorara de otro ser humano. Más bien, lo hacía de la ilusión de ser amado. Todo se reducía a él mismo. El amor, la lujuria, el estudio, la filosofía. Todos eran caminos para abrirse paso entre el mundo romano. Ascendió rápido en Cartago, luego se trasladó a Roma y finalmente trabajo en Milán, el verdadero centro del poder. En general, San Agustín vivía el sueño romano, pero era infeliz. Llegó un punto en que se vio obligado a confrontar el hecho de que estaba dividido contra él mismo. Una parte de él ansiaba los placeres vanos del mundo y la otra los reprobaba. Podía imaginar una forma más pura de vivir, pero no hacía lo necesario para llegar a ella.
A una edad muy temprana alcanzó la señal suprema de éxito: la oportunidad de hablar ante la corte imperial. Entonces, descubrió que era un mero traficante de palabras huecas. Decía mentiras y la gente lo adoraba, siempre que estuvieran bien trabajadas. No había nada en su vida que pudiera amar de verdad. “Estaba muy falto de aquel alimento interior”, dijo alguna vez. Su sed de admiración lo esclavizaba.
Cerca de cumplir los treinta años, San Agustín estaba totalmente alienado. Tenía deseos que no llevaban a la felicidad, pese a lo cual seguía persiguiéndolos; así que respondió a esa crisis mirando hacia su interior y al menos dos grandes conclusiones surgieron de esta expedición: Primero, San Agustín se percató de que, aunque la gente nacía con grandes cualidades, el pecado original pervertía sus deseos. Por ejemplo, él mismo perseguía fama y prestigio y, aunque eso no lo hacía feliz, lo seguía deseando.
Ante este hecho, afirmó que deberíamos vernos con desconfianza. Su principal argumento era que el tropismo hacia el amor equivocado, hacia el pecado, estaba en el centro de la personalidad humana. No solo pecamos, sino que tenemos una extraña fascinación por el pecado. No de otra manera San Agustín se podía explicar cómo fue posible que, en su juventud, por ejemplo, hubiese robado algunas peras y las hubiese tirado a unos cerdos, por el mero placer de pertenecer a un grupo de amigos y de saber que podía hacer tal cosa.
El segundo gran aspecto que se desprendió de la excavación interna de San Agustín fue que la mente humana no estaba completa en sí misma, sino que tendía hacia el infinito. No fue sólo podredumbre lo que encontró San Agustín, sino también indicios de perfección, sensaciones de trascendencia, emociones, sensaciones y sentimientos que se extendían más allá de lo finito y se introducían en otro ámbito. En su profundidad y alturas, el espíritu humano alcanzaba la eternidad y su dimensión vertical era más importante para el conocimiento del hombre que su capacidad racional para la formación de conceptos generales.
En definitiva, cuando San Agustín miró dentro de él, se puso en contacto con ciertos sentimientos morales universales. Sabía que podía concebir la perfección, pero también que alcanzarla escapaba a sus facultades. Entonces, debía haber un poder superior, un orden moral eterno que pudiera guiarlo más allá de los límites del raciocinio.
En otras palabras, para vivir mejor no bastaba con que trabajara más, hiciera más uso de su fuerza de voluntad o tomara mejores decisiones. No podía llevar una vida buena gobernándose a sí mismo, porque no tenía la capacidad para hacerlo. La mente era tan vasta, que nunca podría conocerse a sí mismo. Sus emociones eran tan movedizas y complejas que no podía ordenar él solo su vida emocional. Sus apetitos eran tan ilimitados que jamás podría satisfacerlos por sí mismo.
No obstante, San Agustín no quería clausurar sus opciones y renunciar a lo que lo hacía sentir bien. Su inclinación natural era creer que su ansiedad podía resolverse si obtenía más de lo que deseaba, no menos. Así, se mantenía en un precipicio emocional entre una vida religiosa para la que temía tener que hacer sacrificios y una vida secular que aborrecía, pero a la que no quería renunciar.
En las “Confesiones”, San Agustín describe la escena en que su demora terminó al fin. Charlaba en un jardín con un amigo, Alipio, cuando este le contó historias de monjes en Egipto que renunciaban a todo para servir a Dios. Esto le impactó. Individuos que no pertenecían al sistema educativo de élite hacían cosas maravillosas, mientras que los egresados de este sistema vivían para sí mismos.
En esta fiebre de duda, San Agustín se paró y dio grandes zancadas mientras Alipio lo miraba pasmado. San Agustín comenzó a dar vueltas por el jardín y Alipio se puso de pie y lo siguió. Aquel sentía que sus entrañas imploraban poner fin a su vida dividida, dejar de andar a la deriva. Se mesó el cabello, golpeó su frente, entrelazó los dedos y se encorvó, apoyándose en sus rodillas. Parecía que Dios lo fustigara por dentro, infligiéndole una “severidad llena de misericordia”, redoblando los azotes del temor y la vergüenza que le afligían. “Ea, hágase al instante; ahora mismo se han de romper estos lazos”, clamó para sí. Luego, lloró. Irguiéndose, se alejó de Alipio y se echó bajo una higuera, cediendo a sus lágrimas. Oyó entonces una voz que le dijo: “Toma y lee. Toma y lee”. Él experimentó en el acto una sensación de resolución. Abrió una Biblia próxima y leyó el primer pasaje en que cayeron sus ojos: “No en banquetes ni embriagueces, no en vicios y deshonestidades, no en contiendas y emulaciones; sino revestíos de nuestro Señor Jesucristo y no empleéis vuestro cuidado en satisfacer los apetitos del cuerpo”.
No le hizo falta leer más. Sintió que una luz invadía su corazón. Experimentó un súbito vuelco de su voluntad, un deseo repentino de renunciar a los finitos placeres mundanos y vivir para Cristo. Sintió toda la dulzura de no estar con cosas vanamente dulces. Lo que una vez le había aterrado tanto perder era ahora deleitoso despreciar.
Concluyó que la dicha interior no residía en la acción, sino en el ceder, o al menos en la represión de la voluntad, la ambición y el deseo de alcanzar la victoria por él mismo. Lo importante era reconocer que Dios era el principal conductor de su vida y que ya tenía un plan para él. Dios ya tenía verdades a las que quería que ajustara su vida. La postura aquí implicada es de sumisión, brazos alzados, extendidos y abiertos, frente en alto, ojos mirando al cielo, serenidad con espera paciente pero apasionada.
Así, en la visión del cristianismo agustiniano, según el escritor David Brooks, la última conquista del yo no se consigue con autodisciplina o mediante una gran batalla interior. Se consigue saliendo del yo y estableciendo una comunión con Dios y haciendo las cosas que parecen naturales para corresponder su amor. Este es el proceso que genera una transformación interior. De pronto te das cuenta de que amas cosas distintas, te emocionan cosas distintas, te liberas de cadenas, y eso no lo conseguiste cambiando hábitos o siendo un capitán de ti mismo. Lo lograste porque reordenaste tus amores y, como afirma una y otra vez San Agustín, te vuelves aquello que amas.
Para San Agustín, el cambio crucial está en dónde se sitúa la atención. El conocimiento no basta para la tranquilidad y la bondad, porque no contiene la motivación de ser bueno. Sólo el amor impele a la acción. No nos volvemos mejores porque adquiramos más información; nos volvemos mejores porque adquirimos mejores amores.
En aquel jardín, San Agustín comenzó un camino de renuncia, espera y aceptación de su valía. Llegó a la conclusión de que el amor no se ganaba mediante el esfuerzo, la disciplina o siendo un general de sí mismo. No obtenía lo que merecía, sino mucho más. Se rindió ante la grandeza que, para él, era Dios, pues la razón no es tan poderosa para producir sistemas o modelos intelectuales que permitan comprender el mundo que nos rodea, o anticipar lo que viene.
Por consiguiente, desde una óptica agustiniana, la fuerza de voluntad no es suficiente para tener una vida plena y vigilar los deseos. De lo contrario, los deseos de fin de año se cumplirían. Tampoco se llega a la felicidad exacerbando el ego, yendo siempre hacia arriba y buscando la aprobación externa. La atención debe virar hacia dentro y rendirse, pues la propia valía se tiene desde el nacimiento, no hay que construirla desde ceros. A veces, cuando no hay más que vacío y desesperanza, no se puede hacer más que rendirse ante Dios, la Creación, la Grandeza, la Esperanza. Tal vez así, como le sucedió a San Agustín, resucitaremos de muertes espirituales.