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Homenaje a Joan Didion: capítulo de su novela “Noches azules”

Se trata de una obra autobiográfica en la que la recién fallecida autora estadounidense hilvana instantáneas literarias y recuerdos sobre la vida y la muerte de su única hija, Quintana Roo, a los 39 años de edad. En librerías bajo el sello Literatura Random House.

Joan Didion * / Especial para El Espectador
29 de diciembre de 2021 - 08:39 p. m.
Joan Didion pasó a la historia a través de su pluma como periodista y ensayista. En “El año del pensamiento mágico”, por ejemplo, plasmó sus impresiones tras la muerte de su marido en 2003. Didion nació 5 de diciembre de 1934, en Sacramento, California, y murió el 23 de diciembre en Nueva York, a los 87 años de edad.
Joan Didion pasó a la historia a través de su pluma como periodista y ensayista. En “El año del pensamiento mágico”, por ejemplo, plasmó sus impresiones tras la muerte de su marido en 2003. Didion nació 5 de diciembre de 1934, en Sacramento, California, y murió el 23 de diciembre en Nueva York, a los 87 años de edad.
Foto: JASON KEMPIN/AFP
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Este libro es para Quintana

I

En ciertas latitudes hay un lapso de tiempo, al acercarse el solsticio de verano y los días posteriores, unas semanas como mucho, en que los crepúsculos se vuelven largos y azules. Este periodo de las noches azules no tiene lugar en la California subtropical, donde yo viví durante gran parte del tiempo del que voy a hablar aquí y donde el final de la luz del día es brusco y queda perdido en el resplandor del sol poniente, pero sí que ocurre en Nueva York, que es donde vivo ahora. (La noticia: Joan Didion murió antes de Navidad).

Se puede ver ya a finales de abril y principios de mayo, un cambio de estación, no es exactamente que afloje el frío –de hecho, el frío no afloja para nada– y sin embargo de repente el verano parece próximo, una posibilidad, una promesa incluso. Pasas por delante de una ventana, paseas hasta Central Park y te encuentras bañada en el color azul: la luz en sí es azul, y al cabo de una hora más o menos este azul se acentúa, se intensifica aun mientras se oscurece y se apaga y se aproxima finalmente al azul del cristal en un día despejado en Chartres, o al de la radiación de Cherenkov que emiten las varas de combustible de las piscinas de los reactores nucleares. (Recomendamos: El método Didion, por Sorayda Peguero).

Los franceses llaman a esta hora del día «l’heure bleue». Nosotros la llamamos «el crepúsculo». La misma palabra «crepúsculo» reverbera, despierta ecos –crepitación, crescendo, corpúsculo, crisálida–, lleva en sus consonantes las imágenes de persianas que se cierran, de jardines que se oscurecen, de ríos flanqueados de hierba que se deslizan entre las sombras. Durante las noches azules uno piensa que el día no se va a acabar nunca.

A medida que las noches azules se acercan a su fin (y lo hacen, lo hacen siempre) uno experimenta un escalofrío literal, una visión de enfermedad, en el mismo momento de darse cuenta: la luz azul se está yendo, los días ya se están acortando, el verano se ha ido. Este libro se titula «Noches azules» porque en la época en que lo empecé a escribir sorprendí a mi mente volviéndose cada vez más hacia la enfermedad, hacia la muerte de las promesas, el acortamiento de los días, lo inevitable del apagamiento, la muerte de la luz. Las noches azules son lo contrario de la muerte de la luz, pero al mismo tiempo son su premonición.

II

26 de julio de 2010.

Hoy sería su aniversario de boda.

Hoy hace siete años que sacamos de sus cajas las guirnaldas de flores y echamos el agua en la que venían sobre la hierba de delante de la catedral de San Juan el Divino de Amsterdam Avenue. El pavo real blanco desplegó la cola. El órgano sonó. Ella llevaba jazmines de Madagascar blancos enhebrados en la gruesa trenza que le colgaba a la espalda. Se echó un velo de tul sobre la cabeza y los jazmines de Madagascar se soltaron y cayeron. La flor de plumería que tenía tatuada justo debajo del omóplato se le veía a través del tul. «Vamos allá», susurró ella. Las niñas con guirnaldas de flores y vestidos de color claro fueron dando brincos por el pasillo de la iglesia y se acercaron por detrás de ella al altar elevado. Terminados todos los discursos, las niñas salieron detrás de ella por las puertas principales de la catedral y pasaron rodeando a los pavos reales (los dos pavos reales azules y verdes iridiscentes y el pavo real blanco) hasta la casa capitular.

Allí había sándwiches de pepino y berros, una tarta de color melocotón de Payard y champán rosado.

Todo elegido por ella.

Elecciones sentimentales, cosas que ella recordaba.

Y también yo las recordaba.

Cuando ella dijo que en su boda quería sándwiches de pepino y berros, yo me acordé de ella poniendo los platos de sándwiches de pepino y berros en las mesas que habíamos colocado alrededor de la piscina para el almuerzo de su decimosexto cumpleaños. Cuando ella dijo que en su boda quería guirnaldas de flores en lugar de ramos, yo me acordé de ella con tres o cuatro o cinco años bajando de un avión en el aeródromo Bradley Field de Hartford, llevando la guirnalda de flores que le habían dado al marcharse de Honolulú la noche anterior.

Aquella mañana estaban a seis grados bajo cero en Connecticut y ella no llevaba abrigo (no lo había llevado cuando salimos de Los Ángeles para ir a Honolulú y no había entrado en nuestros planes ir a Hartford), pero ella no había visto problema alguno. Los niños con guirnaldas de flores no llevan abrigo, me explicó.

Elecciones sentimentales.

El día de la boda a ella se le concedieron todos sus deseos sentimentales salvo uno: ella había querido que las niñas fueran descalzas por la catedral (un recuerdo de Malibú, ella siempre iba descalza por Malibú, siempre tenía en los pies astillas clavadas del porche de madera de secuoya, astillas del porche y alquitrán de la playa y yodo para los arañazos de los clavos que había en las escaleras que bajaban del porche a la playa), pero las niñas tenían zapatos nuevos para la ocasión y querían llevarlos.

“El señor John Gregory Dunne y señora solicitan el honor de su presencia en la boda de su hija, Quintana Roo, con el señor Gerald Brian Michael, el sábado 26 de julio a las dos en punto”.

Los jazmines de Madagascar.

¿Acaso también eran una elección sentimental?

¿Acaso ella recordaba los jazmines de Madagascar?

¿Era por eso que los había querido, era por eso que se los había entretejido en la trenza?

En la casa de Brentwood Park en la que habíamos vivido de 1978 a 1988, una casa lo bastante decididamente convencional (dos pisos, distribución con vestíbulo central, ventanas con persianas y salitas anexas a cada dormitorio) como para parecer in situ idiosincrásica («la casa residencial en Brentwood de mis padres», fue como ella llamó a la casa cuando la compramos, una niña de doce años dejando claro que no había sido decisión de ella, que no era de su gusto, una niña reivindicando la distancia que todos los niños se imaginan que necesitan), teníamos jazmines de Madagascar plantados al otro lado de las puertas de la terraza.

Cada vez que yo salía al jardín pasaba rozando aquellas flores con textura de cera. Al otro lado de las mismas puertas también había lechos de lavanda y de menta, una maraña de matas de menta, siempre lozano gracias a un grifo que goteaba. Nos mudamos a aquella casa el verano antes de que ella empezara el séptimo curso de lo que por entonces todavía era la Westlake School for Girls de Holmby Hills. Parece que fue ayer. Y nos marchamos de aquella casa el año en que ella estaba a punto de licenciarse por el Barnard College.

Para entonces los jazmines de Madagascar y la menta ya estaban muertos, aniquilados por culpa de que el comprador de la casa insistió en que la limpiáramos de termitas envolviéndola en lonas y fumigándola con Vikane y cloropicrina. En el momento de hacer su oferta por la casa, aquel comprador nos hizo saber a través de los agentes inmobiliarios, al parecer con objeto de cerrar el trato, que quería la casa porque se imaginaba a su hija casándose en el jardín. Esto fue unas semanas antes de que nos exigiera que fumigáramos el lugar con el Vikane que mató los jazmines de Madagascar, que mató la menta y también el magnolio rosado que aquella niña de doce años que tan poco apego le tenía a nuestra casa residencial de Brentwood había podido contemplar hasta entonces desde las ventanas de su dormitorio de la segunda planta. A mí no me cabía ninguna duda de que las termitas regresarían. Y tampoco me cabía duda alguna de que el magnolio no.

Cerramos el trato y nos mudamos a Nueva York.

Donde de hecho yo ya había vivido antes, desde que, con veintiún años, salí del Departamento de Inglés de Berkeley y empecé a trabajar en Vogue (una transición tan profundamente antinatural que cuando el departamento de personal de Condé Nast me preguntó qué idiomas hablaba con fluidez, a mí solo me vino a la cabeza el inglés medieval) hasta poco después de casarme, a los veintinueve años.

Y donde llevo viviendo otra vez desde 1988.

¿Por qué digo, entonces, que he vivido gran parte de este tiempo en California?

¿Por qué experimenté, entonces, una sensación tan intensa de traición al cambiarme el permiso de conducir de California por otro expedido en Nueva York? ¿Acaso no era una transacción perfectamente natural? Se acerca tu cumpleaños, tienes que renovarte el carnet, ¿qué más da dónde lo renueves? ¿Qué más da que hayas tenido el mismo número en el permiso desde que te lo asignó el estado de California cuando tenías quince años y medio? ¿Acaso no hubo siempre un error en aquel permiso de conducir? ¿Un error que tú conocías? ¿Acaso aquel permiso no decía que medías metro cincuenta y ocho? ¿Cuando tú sabías perfectamente que como mucho –y hablo de estatura máxima, la máxima que alcanzaste antes de que la edad te hiciera perder un centímetro y medio–, cuando sabías perfectamente que como mucho medías metro cincuenta y seis o cincuenta y siete?

***

El tiempo pasa. Los recuerdos se borran, la memoria se adapta, la memoria se ajusta a lo que creemos recordar. Incluso el recuerdo de los jazmines de Madagascar que ella llevaba en la trenza, incluso el recuerdo de la plumería tatuada que se le veía a través del tul. Es horrible verse a uno morir sin hijos. Lo dijo Napoleón Bonaparte. ¿Puede haber para un mortal un dolor mayor que ver a sus hijos muertos? Lo dijo Eurípides. Cuando hablamos de mortalidad, estamos hablando de nuestros hijos. Eso lo dije yo.

Ahora me acuerdo de aquel día de julio de 2003 en San Juan el Divino y me asombra lo jóvenes que parecíamos ser John y yo, lo bien que se nos veía. De hecho, ninguno de los dos estaba bien en absoluto: aquella primavera y aquel verano John había pasado por una serie de operaciones cardíacas, en la más reciente de las cuales le habían implantado un marcapasos, cuya eficacia seguía sin estar clara; tres semanas antes de la boda yo me había desplomado en plena calle y me había pasado varias noches en la UCI del Columbia Presbyterian recibiendo transfusiones por culpa de una misteriosa hemorragia gastrointestinal.

«Solo te vamos a meter una cámara pequeñita por la boca», me dijeron en la UCI mientras intentaban averiguar qué estaba causando la hemorragia. Me acuerdo de que me resistí: si nunca en la vida había sido capaz de tragarme una aspirina, no me parecía muy probable que pudiera tragarme una cámara.

–Claro que puede, no es más que una cámara pequeñita.

Pausa. El intento de desenfado dio paso a la súplica.

–De verdad que es muy pequeñita.

Al final me tragué la cámara pequeñita y la cámara pequeñita transmitió las imágenes deseadas, que no mostraron lo que estaba causando la hemorragia pero sí demostraron que con suficientes sedantes cualquiera se puede tragar una cámara pequeñita. Y de manera parecida, en otro ejemplo de uso no del todo eficiente de la medicina de alta tecnología, John podía pegarse un teléfono al pecho, marcar un número y obtener una lectura del marcapasos, lo cual demostraba, según me dijeron, que en el momento preciso en que marcaba el número (aunque no necesariamente antes ni después) el chisme funcionaba.

Desde entonces he tenido razones para ser consciente más de una vez de que la medicina sigue siendo un arte imperfecto. Y sin embargo, todo había dado la impresión de estar bien cuando tiramos el agua de las guirnaldas de flores en la hierba de delante de San Juan el Divino el 26 de julio de 2003. ¿Acaso podrían haber ustedes visto, si hubieran ido caminando por Amsterdam Avenue y hubieran divisado aquel día al séquito de la novia, lo increíblemente poco preparada que la madre de la novia estaba para aceptar lo que iba a pasar antes de que terminara el año 2003?

El padre de la novia muerto mientras cenaba. La novia en un coma inducido, viva únicamente gracias a la respiración asistida y con los médicos de la unidad de cuidados intensivos convencidos de que no sobreviviría a la noche. La primera de una cascada de crisis médicas que terminaría con su muerte veinte meses más tarde. Veinte meses durante los cuales ella tal vez solo tuvo fuerzas suficientes para caminar por sí misma durante un mes en total.

Veinte meses durante los cuales ella se pasaría semanas enteras en las unidades de cuidados intensivos de cuatro hospitales distintos. En todas aquellas unidades de cuidados intensivos había las mismas cortinas con estampados azules y blancos. En todas aquellas unidades de cuidados intensivos había los mismos ruidos, el mismo gorgoteo por dentro de los tubos de plástico, el mismo goteo del suero intravenoso, las mismas respiraciones enfermas y las mismas alarmas. En todas aquellas unidades de cuidados intensivos había los mismos requisitos para protegerse de nuevas infecciones, las batas de doble capa, las alpargatas de papel, el gorro quirúrgico, la máscara, los guantes que costaba horrores ponerse y que al quitarlos dejaban un sarpullido que se enrojecía y sangraba.

En todas aquellas unidades de cuidados intensivos había las mismas carreras por la unidad cada vez que se anunciaba un código, el ruido de pasos apresurados, el traqueteo del carrito de la medicación. Esto no le debería estar pasando a ella, recuerdo que pensé yo –escandalizada, como si a ella y a mí nos hubieran prometido una exención especial– en la tercera de aquellas unidades de cuidados intensivos. Cuando hablamos de mortalidad, estamos hablando de nuestros hijos.

Lo acabo de decir, pero ¿qué significa?

* Se publica con autorización de Penguin Random House, sello editorial Literatura Random House. Joan Didion también es autora de las novelas “Río revuelto”, “Según venga el juego” y los libros de ensayo “Los que sueñan el sueño dorado” y “Sur y Oeste”.

Por Joan Didion * / Especial para El Espectador

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