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Silvia Galvis había publicado ese día su acostumbrada columna “Vía Libre”, en el periódico Vanguardia Liberal de Bucaramanga, en la que se refería a la familia López y su controvertido proyecto textilero, así como la carretera que coincidencialmente atravesaría la finca La Libertad en los Llanos Orientales.
Su padre, el ministro de Estado y patricio liberal, Alejandro Galvis Galvis, se le acercó indispuesto por el tratamiento que su hija le estaba dando a la familia presidencial e intentando que variara de parecer, pero ella le respondió: “Más bien usted tiene que cambiar de amigos”.
Este episodio ocurrido hace tres décadas retrata el temple de esta politóloga de la Universidad de los Andes fallecida el pasado domingo, y quien con argumentos de sobra es considerada no solo la mejor periodista que ha dado Santander, sino uno de los más sobresalientes satélites en ese firmamento literario nacional en el que Gabo brilla con luz propia.
De 63 años de edad y casada con el periodista Alberto Donadío Copello —pionero del periodismo investigativo en Colombia al lado de Daniel Samper Pizano y Gerardo Reyes—, Silvia Galvis fue la encargada de crear también el departamento de investigaciones en Vanguardia Liberal, desde el cual denunció a cuanto político corrupto y gobernante inepto se le cruzara por sus ojos.
Además del rigor profesional y del fundamento ético, Silvia tuvo el arrojo suficiente para desenmascarar la corruptela de quienes se movían detrás de la Confederación Liberal de Santander, por ejemplo, o las primeras masacres que a comienzos de los años 80 ya empezaban a cometer los ‘paras’ en llave con mandos militares, como fue el caso de Vuelta Acuña, en el Magdalena Medio, por entonces “zona roja” donde la única ley que imperaba era la del silencio de las fosas comunes o los cadáveres arrojados a los ríos.
No faltaba quien tuviera reservas sobre las capacidades e integridad de una persona criada en el seno de un hogar adinerado, pero como lo diría su hijo Sebastián en el sepelio, “ella fue una berraca, una mujer íntegra, una periodista sin tacha”. Una mujer sencilla que levantó las banderas de los infelices, de las víctimas del conflicto armado interno y de tanto atropello en una sociedad intolerante e insensible.
A Silvia Galvis le llovieron las críticas y las descalificaciones cada vez que se refería a la corrupción, el clientelismo, el narcotráfico o a la lucha por la equidad de género o el respeto a los Derechos Humanos. Hubo incluso quienes la tildaron de comunistoide o deschavetada, pero ella siguió dando la batalla e incluso fue galardonada con el Premio Simón Bolívar a la Mejor Columna de Opinión.
Luego asumió la dirección de Vanguardia Liberal el mismo día de 1989 que una bomba del narcotráfico destruía las instalaciones del diario y dejaba cuatro muertos. Desde allí le dio autonomía a su redacción, hasta que en 1991 no tuvo otra alternativa que marcharse por la puerta de atrás pero con la frente en alto porque así como nunca negoció sus principios, también dio ejemplo de lealtad al respaldar a decenas de jóvenes redactores a los que formó con disciplina y entusiasmo.
Ese doloroso episodio no acalló su voz y fue así como desde El Espectador, y con el aliento de Juan Guillermo y Fernando Cano, así como de Juan Pablo Ferro, continuó publicando su columna dominical en la que no dejaba títere ni cura ni godo con cabeza.
También tuvo un paso fugaz por la revista Cambio. Luego, hastiada de ver tanto horror en los estamentos y en la propia sociedad, Silvia Galvis se dedicó a escribir novelas históricas y policíacas.
Fue así como con Donadío parió obras como Colombia nazi (1986) y El jefe supremo (1988), con la que logró mostrar la historia no contada de Gustavo Rojas Pinilla. Viva Cristo Rey (1991), Vida mía (1994) y Los García Márquez, en la que rescata episodios inéditos de la familia del Nobel.
También publicó en 1997 una obra de teatro llamada De la caída de un ángel puro por culpa de un beso apasionado y en 2001 De parte de los infieles, un compendio de sus columnas de opinión, pero su obra cumbre llegaría en 2002 con las 888 páginas de Soledad, conspiraciones y suspiros, un exhaustivo relato que le tomó más de tres años escribir sobre Soledad Román, la mujer que doblegó el corazón de Rafael Núñez, “cuya fama de infatigable seductor trascendía las fronteras patrias”.
Siempre recurriendo a un humor fino salpicado del más irritante de los sarcasmos, Silvia encontró en el escándalo del Proceso 8.000 el manantial de donde brotó La mujer que sabía demasiado.
Su deceso hace unos días coincidió con el lanzamiento de Un mal asunto, otra novela inspirada en los intríngulis del escabroso homicidio de una congresista.
Su último aliento lo dio en los brazos de su coequipero Alberto Donadío, quien durante los últimos 26 años la alentó constantemente en medio de una frágil salud que le impidió resistir más la realidad de un país que no termina de tocar fondo y en el que hasta en su último adiós se colaron un señor de apellido “Riascos” y otros cuantos personajes de carne y hueso de esa novela policíaca llamada Colombia, o algo así.