Homenaje: Tomás Eloy Martínez y el cantor de tango que era mejor que Gardel
Hoy se cumplen 90 años del natalicio del escritor argentino y les compartimos un fragmento de “El cantor de tango” (2004, sello editorial Alfaguara), una de las novelas que revelan su visión de Buenos Aires.
Tomás Eloy Martínez * / Especial para El Espectador
Bruno Cadogan llega de Nueva York a Buenos Aires con el objetivo de avanzar en su tesis sobre Borges y el tango. En realidad lo que quiere es conocer a Martel, un cantor de tango que, según le contaron, es tan bueno como Gardel aunque con cierta aura de derrota.
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Bruno Cadogan llega de Nueva York a Buenos Aires con el objetivo de avanzar en su tesis sobre Borges y el tango. En realidad lo que quiere es conocer a Martel, un cantor de tango que, según le contaron, es tan bueno como Gardel aunque con cierta aura de derrota.
Septiembre 2001
Buenos Aires fue para mí solo una ciudad de la literatura hasta el templado mediodía de invierno del año 2000 en que escuché por primera vez el nombre de Julio Martel. Poco antes había completado los exámenes de doctorado en Letras en la Universidad de Nueva York y estaba escribiendo una disertación sobre los ensayos que Jorge Luis Borges dedicó a los orígenes del tango. El trabajo avanzaba despacio y desorientado. Me atormentaba la sensación de estar llenando solo páginas inútiles. Pasaba horas mirando a través de mi ventana las casas vecinas del Bowery, mientras la vida se retiraba de mí sin que yo supiera qué hacer para alcanzarla. Ya había perdido demasiada vida, y ni siquiera tenía el consuelo de que algo o alguien se la hubiera llevado. (Recomendamos: La última entrevista de Tomás Eloy Martínez a Nelson Fredy Padilla).
Uno de mis profesores me había aconsejado viajar a Buenos Aires, pero no me parecía necesario. Había visto cientos de fotos y películas. Podía imaginar la humedad, el Río de la Plata, la llovizna, los paseos vacilantes de Borges por las calles del sur con su bastón de ciego. Tenía una colección de mapas y guías Baedeker publicadas en los años en que salieron sus libros. Suponía que era una ciudad parecida a Kuala Lumpur: tropical y exótica, falsamente moderna, habitada por descendientes de europeos que se habían acostumbrado a la barbarie.
Aquel mediodía me dispuse a caminar sin rumbo por el Village. Había tropeles de muchachos en el Tower Records de Broadway, pero no me detuve como otras veces. Guardad los labios por si vuelvo, pensé decirles, como en el poema de Luis Cernuda. Adiós, dulces amantes invisibles, / siento no haber dormido en vuestros brazos.
Al pasar frente a la librería de la universidad recordé que quería comprar desde hacía mucho los diarios de viaje de Walter Benjamin. Los había leído en la biblioteca y me había quedado con las ganas de subrayarlos y escribir en los márgenes. ¿Qué podrían decirme sobre Buenos Aires esos apuntes remotos, que aluden a Moscú en 1926, a Berlín en 1900? “Importa poco no saber orientarse en una ciudad”: esa era una frase que yo quería resaltar con tinta amarilla.
Los libreros suelen colocar las obras de Benjamin en los estantes de Crítica Literaria. Vaya a saber por qué las habían desplazado al otro extremo del local, en Filosofía, junto a los pasillos de Estudios sobre la Mujer. Mientras caminaba derecho hacia mi destino, descubrí a Jean Franco examinando en cuclillas un libro sobre monjas mexicanas. Se me dirá que todo esto no tiene importancia y en verdad no la tiene, pero prefiero no pasar por alto el menor detalle. Miles de personas conocen a Jean y no hace falta que repita quién es. Supo que Borges iba a ser Borges antes que él mismo, creo. Hace cuarenta años descubrió la nueva novela latinoamericana cuando solo se interesaban en ella los especialistas en naturalismo y regionalismo. Yo la había visitado apenas un par de veces en su departamento del Upper West Side, en Manhattan, pero me saludó como si nos viéramos todos los días. Le conté a grandes rasgos cuál era el tema de mi disertación y creo que me enredé. Ya ni sé cuántos minutos estuve tratando de explicarle que para Borges los verdaderos tangos eran los que se habían compuesto antes de 1910, cuando aún se bailaban en los burdeles, y no los que aparecieron después, influidos por el gusto de París y por las tarantelas genovesas. Sin duda, Jean conocía el asunto mejor que yo, porque sacó a relucir algunos títulos procaces que ya nadie recordaba: “Soy tremendo”, “El fierrazo”, “Con qué trompieza que no dentra”, “La clavada”.
En Buenos Aires hay un tipo extraordinario que canta tangos muy viejos, me dijo. No son esos, pero tienen un aire de familia. Deberías oírlo.
A lo mejor en Tower Records puedo conseguir algo de él, respondí. ¿Cómo se llama?
Julio Martel. No puedes conseguir nada porque jamás ha grabado una sola estrofa. No quiere mediadores entre su voz y el público. Una noche, cuando unos amigos me llevaron al Club del Vino, entró en el escenario rengueando y se arrimó a una banqueta. No puede caminar bien, no sé qué tiene en las piernas. El guitarrista que lo acompañaba interpretó primero, solo, una música muy rara, llena de cansancio. Cuando menos lo esperábamos, soltó su voz. Fue increíble. Quedé suspendida en el aire y, cuando la voz se apagó, no sabía cómo apartarme de ella, cómo volver a mí misma. Sabés que adoro la ópera, adoro a Raimondi, a la Callas, pero la experiencia de Martel es de otra esfera, casi sobrenatural.
Como Gardel, arriesgué.
Tenés que oírlo. Es mejor que Gardel.
La imagen quedó dando vueltas en mi cabeza y terminó por convertirse en una idea fija. Durante meses no pude pensar en otra cosa que viajar a Buenos Aires para oír al cantor. Leía en internet todo lo que se publicaba sobre la ciudad. Sabía lo que se daba en los cines, en los teatros y la temperatura de cada día. Me resultaba perturbador que las estaciones se invirtieran al pasar de un hemisferio a otro. Las hojas estaban cayendo allá, y en Nueva York yo las veía nacer.
A fines de mayo de 2001, la escuela graduada de la universidad me asignó una de sus becas. Además, gané una Fulbright. Con ese dinero podría vivir seis meses, o más. Aunque Buenos Aires era una ciudad cara, los depósitos en los bancos producían un interés de nueve a doce por ciento. Supuse que me alcanzaría para alquilar un departamento amueblado en el centro y comprar libros.
Me habían dicho que el viaje al extremo sur era largo, pero lo que duró el mío fue una locura. Volé más de catorce horas, y con las escalas en Miami y en Santiago de Chile tardé veinte en llegar. Aterricé exhausto en el aeropuerto de Ezeiza. El espacio de Migraciones estaba ocupado por una lujosa tienda libre de impuestos que obligaba a los viajeros a formar fila, amontonados, debajo de una escalera. Cuando por fin salí de la aduana, me acosaron seis o siete choferes de taxis con ofertas para trasladarme a la ciudad. Los aparté a duras penas. Después de cambiar mis dólares por pesos —en aquella época valían lo mismo—, llamé por teléfono a la pensión recomendada por la oficina internacional de la universidad. El conserje me retuvo largo rato en la línea antes de informar que mi nombre no aparecía en ninguna lista y que la pensión estaba llena. “Si llamás la semana que viene tal vez tengamos suerte”, dijo al cortar, con un tuteo insolente que, según supe después, usaba todo el mundo.
Detrás de mí, en la fila que esperaba el teléfono, había un muchacho desgarbado y mustio, que se roía las uñas con ahínco. Era una lástima, porque sus dedos largos, afilados, perdían gracia en los extremos romos. Los bíceps apenas le cabían en las mangas enrolladas de la camisa. Me impresionaron sus ojos negros y húmedos, que recordaban los de Omar Shariff.
Te recagaron. Te forrearon, me dijo. Siempre hacen lo mismo. En este país todo es grupo.
No supe qué responder. El idioma que hablaba no era el que yo conocía. Su acento, además, nada tenía en común con las cadencias italianas de los argentinos. Aspiraba las eses. La erre de forro, en vez de reverberar en el paladar, fluía a través de los dientes apretados. Le cedí el teléfono, pero se apartó de la fila y me siguió. La oficina de informaciones estaba a diez pasos y supuse que allí habría otros hoteles por el mismo precio.
Si estás buscando dónde vivir yo te consigo lo mejor, dijo. Algo luminoso, con vista a la calle, por cuatrocientos al mes. Te cambian las sábanas y las toallas una vez por semana. Tenés que compartir el baño, pero es relimpio. ¿Te animás?
No sé, respondí. En verdad, quería decir que no.
Te lo puedo sacar por trescientos.
¿Dónde queda?, pregunté, desplegando el mapa que había comprado en Rand McNally. Decidí ponerle reparos a cualquier sitio que me señalara.
Tenés que entender que no es un hotel. Es algo más privado. Un residencial, en un edificio histórico. Garay entre Bolívar y Defensa.
Garay era la calle de “El Aleph”, el cuento de Borges sobre el que yo había escrito uno de los trabajos finales de mi maestría. Pero según el mapa, la pensión estaba a unas cinco cuadras de la casa señalada en el cuento.
El aleph, dije involuntariamente. Aunque parecía imposible que él entendiera esa referencia, el muchacho la cazó al vuelo.
Eso mismo. ¿Cómo sabías? Una vez por mes, un ómnibus de la Municipalidad lleva a los turistas, les muestra el residencial desde afuera, y les dice: “Esta es la casa del Ale”. Que yo sepa, ahí nunca vivió ningún Ale famoso, pero igual hacen el verso. No te vayás a creer que molestan a nadie, ¿eh? Todo es tranqui. Los chabones sacan fotos, suben otra vez al bondi y gudbái.
Quiero ver la casa, dije. Y el cuarto. A lo mejor se puede poner una mesa cerca de la ventana.
El muchacho tenía la nariz en arco, como el pico de un halcón. Era más fina que en los halcones y no le quedaba mal, porque el conjunto estaba dominado por su boca carnosa y por los grandes ojos. En el taxi me contó su vida, pero casi no le presté atención. El cansancio del largo vuelo me había atontado y, además, no podía creer que mi buena suerte me estuviera llevando hacia la casa de “El Aleph”. Entendí a medias su nombre, que era Omar u Oscar. Pero todo el mundo, me dijo, lo llamaba el Tucumano.
Supe también que trabajaba en un kiosco de revistas del aeropuerto, a veces tres horas, a veces diez, en horarios que nunca eran los mismos.
Hoy me vine al kiosco sin dormir, dijo. Para qué, ¿no?
A un lado y otro de la autopista que iba hacia la ciudad, el paisaje se transformaba a cada instante. Una suave neblina se alzaba, inmóvil, sobre los campos, pero el cielo era transparente y por el aire cruzaban ráfagas de perfumes dulces. Vi un templo mormón con la imagen del ángel Moroni en lo alto de la torre; vi edificios altos y horribles, con ventanas de las que colgaban ropas de colores, como en Italia; vi una hondonada de casas míseras, que tal vez se derrumbarían al primer golpe de viento. Después, los suburbios imitaban los de las ciudades europeas: parques vacíos, torres como pajareras, iglesias con campanarios coronados por estatuas de la Virgen María, casas con enormes discos de televisión en las azoteas. Buenos Aires no se parecía a Kuala Lumpur. En verdad, se parecía a casi todo lo que yo había visto antes; es decir, se parecía a nada.
¿A vos cómo te dicen?, me preguntó el Tucumano.
Bruno, contesté. Soy Bruno Cadogan.
¿Cadogan? No tuviste suerte con el apellido, chabón. Si lo decís al vesre es Cagando.
La mujer que me atendió en el residencial anotó Cagan, y cuando subió conmigo a ver el cuarto me llamó “míster Cagan”. Acabé por rogarle que se quedara solo con mi primer nombre.
La decrepitud de la casa me sorprendió. Nada en ella recordaba a la familia de clase media que Borges describía en su cuento. También la ubicación era desconcertante. Todas las referencias sobre el punto donde está el aleph aluden a la calle Garay, cerca de Bernardo de Irigoyen, al oeste del residencial. Pregunté, de todos modos, si el edificio tenía un sótano. Sí, me dijo la encargada, pero está con gente. A usted no le gustaría vivir ahí. Es muy húmedo y, además, hay diecinueve escalones empinados. El dato me sobresaltó. En el cuento, eran también diecinueve los peldaños que descendían hasta el aleph.
Todo me era desconocido en Buenos Aires y, por lo tanto, yo carecía de referencias para evaluar la pieza que me ofrecían. Me pareció chica pero limpia, de unos ocho pies por diez. Al lado del colchón de goma espuma, que estaba sobre un bastidor de madera, había una mesa ínfima donde cabía mi computadora portátil. Lo mejor del sitio eran unos viejos estantes de biblioteca, con espacio para unos cincuenta libros. Las sábanas estaban deshilachadas, y la frazada debía de ser anterior a la casa. La habitación tenía un balconcito que daba a la calle. Según supe después, era la más amplia del piso alto. Aunque el baño me pareció mínimo, solo debía compartirlo con la familia del cuarto contiguo.
Tuve que pagar por adelantado. La tarifa exhibida en el mostrador de recepción indicaba cuatrocientos dólares mensuales. El Tucumano, fiel a su promesa, logró que Enriqueta aceptara trescientos.
Eran las cuatro de la tarde. El sitio estaba despejado, apacible, y me dispuse a dormir. El Tucumano alquilaba desde hacía seis meses una de las piezas de la azotea. También él se caía de sueño, me dijo. Quedamos en que a las ocho nos reuniríamos para dar vueltas por la ciudad. Si hubiera tenido fuerzas, en ese mismo instante habría salido al encuentro de Julio Martel. Pero no sabía por dónde empezar, ni cómo.
A las siete me despertó un tumulto. Los vecinos de al lado estaban peleándose a los gritos. Me vestí como pude y traté de ir al baño. Una mujer gigantesca estaba lavando ropa en el bidet y me dijo, de mal modo, que me aguantara. Cuando bajé, el Tucumano tomaba mate con Enriqueta, junto a la recepción.
Ya no sé qué hacer con esos animales, dijo la encargada. Un día de estos se van a matar. En mala hora los acepté. No sabía que eran de Fuerte Apache.
Para mí, Fuerte Apache era una película de John Ford. La inflexión en la voz de Enriqueta hacía pensar en algún pozo del infierno.
Lavate en mi baño, Cagan, si querés, dijo el Tucumano. Yo a las once voy a las milongas. Comemos algo por ahí y, si tenés ganas, después te llevo.
Esa tarde vi Buenos Aires por primera vez. A las siete y media caía sobre las fachadas una luz rosa de otro mundo y, aunque el Tucumano me dijo que la ciudad estaba vencida y que debía haberla conocido un año antes, cuando su belleza se mantenía intacta y no había tantos mendigos en las calles, yo solo vi gente feliz. Caminamos por una avenida enorme, en la que florecían algunos lapachos. Apenas alzaba la vista, descubría palacios barrocos y cúpulas en forma de paraguas o melones, con miradores inútiles que servían de ornamento. Me sorprendió que Buenos Aires fuera tan majestuosa a partir de las segundas y terceras plantas, y tan ruinosa a la altura del suelo, como si el esplendor del pasado hubiera quedado suspendido en lo alto y se negara a bajar o a desaparecer. Cuanto más avanzaba la noche, más se poblaban los cafés. Nunca vi tantos en una ciudad, ni tan hospitalarios. La mayoría de los clientes leía ante una taza vacía durante largo tiempo —pasamos más de una vez por los mismos lugares—, sin que los obligaran a pagar la cuenta y retirarse, como sucede en Nueva York y París. Pensé que esos cafés eran perfectos para escribir novelas. Allí la realidad no sabía qué hacer y andaba suelta, a la caza de autores que se atrevieran a contarla. Todo parecía muy real, tal vez demasiado real, aunque entonces yo no lo veía así. No entendí por qué los argentinos preferían escribir historias fantásticas o inverosímiles sobre civilizaciones perdidas o clones humanos u hologramas en islas desiertas cuando la realidad estaba viva y uno la sentía quemarse, y quemar, y lastimar la piel de la gente.
* Se publica con autorización de Penguin Random House Grupo Editorial. Tomás Eloy Martínez integró las redacciones de los semanarios Primera Plana y Panorama, trabajó en La Opinión, fundó El Diario de Caracas, formó parte del equipo creador de Página/12 y fue columnista de periódicos nacionales y extranjeros. Publicó numerosos libros, entre ellos, La pasión según Trelew (1973), Lugar común la muerte (1979), La novela de Perón (1985), La mano del amo (1991), Santa Evita (1995), El vuelo de la reina (Premio Alfaguara 2002), El cantor de tango (2004), Las vidas del General (2004), Purgatorio (2008) y Tinieblas para mirar (2014). Fue finalista de The Man Booker International Prize por el conjunto de su obra. También desarrolló una importante carrera académica, en la que se destaca su condición de profesor emérito de la Universidad de Rutgers, en Nueva Jersey.