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                                                                                                                                  Hoy en el Pequeño glosario de antintelectualismo: “Democracia” y “Populista”

                                                                                                                                  Undécima entrega de la serie propuesta por el grupo de investigación del Departamento de Literatura de la Universidad Nacional. Esta vez, el Glosario se ocupa de dos términos que adquieren importancia en épocas electorales.

                                                                                                                                  William Díaz Villarreal* Juan Diego Medina** / Especial para El Espectador

                                                                                                                                  Los presidentes de Brasil, Jair Bolsonaro (izq.), y de los Estados Unidos, Donald Trump, dos referentes del populismo pero que en cada discurso se declaran defensores de la democracia. / AFP
                                                                                                                                  Foto: AFP - JIM WATSON
                                                                                                                                  PUBLICIDAD

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                                                                                                                                  En la bolsa de valores morales de hoy, la palabra “democracia” parece siempre una inversión segura. Políticos, periodistas, intelectuales y opinadores en todo el espectro político acuden al término con entusiasmo y sin vacilación. En su breve alocución presidencial por los 198 años de la declaración de independencia brasileña, Jair Bolsonaro reiteró ante sus compatriotas su “amor a la patria” y su “compromiso con la constitución y con la preservación de la soberanía, la democracia y la libertad”, “valores a los que ya nunca renunciará” el país. Por esos días, la canciller alemana Angela Merkel usaba casi las mismas expresiones con ocasión del Día Internacional de la Democracia que había decretado Naciones Unidas: “en Alemania podemos considerarnos afortunados de que la democracia y la libertad, el estado de derecho y la responsabilidad política compartida estén firmemente anclados entre nosotros”. Todos defienden la democracia, pero la democracia que cada uno defiende es diferente de las otras: todo depende del enemigo del que se la quiera defender. Angela Merkel celebra el estado presente de la democracia alemana porque la contrasta con los oscuros años del nazismo y el medio siglo de un país dividido durante la Guerra Fría. En cambio, cuando Jair Bolsonaro habla del compromiso actual de Brasil con la democracia, se refiere al ejemplo de un supuesto pueblo heroico que, durante “los años sesenta” (es decir, gracias al golpe militar de 1964), se enfrentó a “la sombra del comunismo” que amenazaba al país con “la radicalización ideológica, las huelgas, el desorden social y la corrupción generalizada”. La democracia, nos dicen los que tienen el poder y los que se lo disputan, es el valor supremo, pero está en peligro cuando queda en manos de nuestros enemigos políticos.

                                                                                                                                  PUBLICIDAD

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                                                                                                                                  Read more!
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                                                                                                                                  Read more!

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                                                                                                                                  Populista

                                                                                                                                  Durante las elecciones del 2018 a la presidencia mexicana, el excomandante del ejército venezolano Carlos Peñaloza tildó de populista al candidato Andrés Manuel López Obrador por “ofrecer aumentar sueldos, atención médica gratuita, abaratar la gasolina y la electricidad, sin que México tenga dinero para cubrir esos gastos”. El populista es un administrador irresponsable de los recursos estatales: ofrece una serie de medidas que pueden afectar gravemente la salud de la economía (véase). En términos muy parecidos, un candidato a la presidencia de Colombia describía a su oponente durante las elecciones de 2018: “Todo lo promete, pero nunca dice cómo lo va a financiar”, decía; por eso, amenaza con acabar “los pocos recursos con los que cuenta el Estado”. El terror al populista se basa en una predicción simple: una vez asuma el poder, llevará la economía a la ruina y por ende empobrecerá a los ciudadanos. No son de extrañar, entonces, comentarios como el de la politóloga Gloria Álvarez: “el populismo ama tanto a los pobres, que los multiplica”. Este tipo de expresiones sintetizan, hoy, las críticas más eficaces al populismo.

                                                                                                                                  La connotación negativa del populista, del populismo o de cualquier expresión que aluda a lo popular, es de larga data. Hace dos milenios, en los tiempos de la última república romana, los optimates, o sea los aristócratas más conservadores, atacaban enérgica y violentamente a la facción de los populares, que, aunque también aristócratas, reclamaban una mejor distribución de la tierra y una mayor participación política de la plebe romana. En los cuarentas y cincuentas del siglo pasado, los líderes populistas apelaban a “las gentes”, “al pueblo” o a “las masas”, expresiones poco gratas para las clases dominantes, pero que daban a entender que había un cuerpo social al cual dirigirse y sobre el cual se quería cimentar un proyecto político determinado. “Pueblo, por la derrota de la oligarquía, ¡a la carga! Pueblo, por nuestra victoria, ¡a la carga!”, arengaba Jorge Eliecer Gaitán ante sus seguidores. Existía la creencia, tanto en los romanos como en los populistas de la primera mitad del siglo pasado, en que los proyectos políticos debían incorporar las demandas de un amplio sector social, incluso cuando esto implicase el enfrentamiento abierto con otros sectores. En esto consistía, de hecho, la política, y en esto se fundaban tanto la idealización del pueblo por parte de los populistas, como el terror que generaba entre las élites. Con todas sus limitaciones y contradicciones, la idea de política se basaba, en los romanos y los políticos de hace un siglo, en la imagen del Estado como un cuerpo social cuya salud había que preservar y mejorar. Incluso entre los más reaccionarios, la sociedad era concebida como un todo, y por eso la relación entre sus miembros debía armonizarse, con persuasión o a la fuerza. A la larga, el fin de la política era la polis misma, la vida política en su conjunto.

                                                                                                                                  La imaginación neoliberal, que se ha vuelto la dominante durante el último medio siglo, ha desarticulado esta imagen para ponerla al servicio de intereses ajenos a esa idea de política. Hoy, cuando los Estados se constituyen a sí mismos y conciben a las personas bajo la imagen de la empresa, se ha esfumado la posibilidad de defender los intereses colectivos que señalaban implícitamente expresiones hoy caducas, como el “pueblo” de Gaitán o la “plebe” de los populares. Lo que decía Margaret Tatcher en 1987, cuando el imaginario neoliberal estaba arraigando en Occidente, tiene para las generaciones más recientes el tinte de una profecía autocumplida: “no hay tal cosa como la sociedad”, afirmaba. “Hay hombres y mujeres y hay familias”. No hay tal cosa como proyectos colectivos, hay individuos y grupos puntuales que luchan entre sí permanentemente por tener éxito a costa de los otros. Con el vaciamiento social del discurso político, el populista perdió su razón de ser, pero mantuvo el repudio de las élites sociales e intelectuales. A las críticas tradicionales al populismo por su arraigo en la masa ineducada (“el populismo es la democracia de los ignorantes” afirma, por ejemplo, Fernando Savater), se suma ahora una más devastadora, aunque suene ridícula: el populista es un pésimo político porque es un mal administrador. En este sentido, es muy llamativa la manera en que los populistas se han acomodado a la imaginación neoliberal. López Obrador, por ejemplo, se cuida de inflamar a las masas en contra de las oligarquías, como lo hacían sus antecesores del siglo pasado, y dice en cambio que “por el bien de todos, primero se rescata al pueblo”. Su idea de “rescatar al pueblo” carece de toda sustancia política, y en cambio está definida en meros términos económicos. Hoy, cuando la “austeridad” es un mandamiento sagrado y la salud de las finanzas está por encima de cualquier cuerpo político, ya ni el más redomado populista puede dejar de apelar a la economía antes que a la sociedad.

                                                                                                                                  No ad for you

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                                                                                                                                  ** Estudiante del Pregrado en Estudios Literarios de la Universidad Nacional de Colombia. Miembro del semillero de investigación en Antintelectualismo académico (judmedinacr@unal.edu.co).

                                                                                                                                  Los presidentes de Brasil, Jair Bolsonaro (izq.), y de los Estados Unidos, Donald Trump, dos referentes del populismo pero que en cada discurso se declaran defensores de la democracia. / AFP
                                                                                                                                  Foto: AFP - JIM WATSON
                                                                                                                                  PUBLICIDAD

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                                                                                                                                  En la bolsa de valores morales de hoy, la palabra “democracia” parece siempre una inversión segura. Políticos, periodistas, intelectuales y opinadores en todo el espectro político acuden al término con entusiasmo y sin vacilación. En su breve alocución presidencial por los 198 años de la declaración de independencia brasileña, Jair Bolsonaro reiteró ante sus compatriotas su “amor a la patria” y su “compromiso con la constitución y con la preservación de la soberanía, la democracia y la libertad”, “valores a los que ya nunca renunciará” el país. Por esos días, la canciller alemana Angela Merkel usaba casi las mismas expresiones con ocasión del Día Internacional de la Democracia que había decretado Naciones Unidas: “en Alemania podemos considerarnos afortunados de que la democracia y la libertad, el estado de derecho y la responsabilidad política compartida estén firmemente anclados entre nosotros”. Todos defienden la democracia, pero la democracia que cada uno defiende es diferente de las otras: todo depende del enemigo del que se la quiera defender. Angela Merkel celebra el estado presente de la democracia alemana porque la contrasta con los oscuros años del nazismo y el medio siglo de un país dividido durante la Guerra Fría. En cambio, cuando Jair Bolsonaro habla del compromiso actual de Brasil con la democracia, se refiere al ejemplo de un supuesto pueblo heroico que, durante “los años sesenta” (es decir, gracias al golpe militar de 1964), se enfrentó a “la sombra del comunismo” que amenazaba al país con “la radicalización ideológica, las huelgas, el desorden social y la corrupción generalizada”. La democracia, nos dicen los que tienen el poder y los que se lo disputan, es el valor supremo, pero está en peligro cuando queda en manos de nuestros enemigos políticos.

                                                                                                                                  PUBLICIDAD

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                                                                                                                                  Read more!
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                                                                                                                                  Read more!

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                                                                                                                                  Populista

                                                                                                                                  Durante las elecciones del 2018 a la presidencia mexicana, el excomandante del ejército venezolano Carlos Peñaloza tildó de populista al candidato Andrés Manuel López Obrador por “ofrecer aumentar sueldos, atención médica gratuita, abaratar la gasolina y la electricidad, sin que México tenga dinero para cubrir esos gastos”. El populista es un administrador irresponsable de los recursos estatales: ofrece una serie de medidas que pueden afectar gravemente la salud de la economía (véase). En términos muy parecidos, un candidato a la presidencia de Colombia describía a su oponente durante las elecciones de 2018: “Todo lo promete, pero nunca dice cómo lo va a financiar”, decía; por eso, amenaza con acabar “los pocos recursos con los que cuenta el Estado”. El terror al populista se basa en una predicción simple: una vez asuma el poder, llevará la economía a la ruina y por ende empobrecerá a los ciudadanos. No son de extrañar, entonces, comentarios como el de la politóloga Gloria Álvarez: “el populismo ama tanto a los pobres, que los multiplica”. Este tipo de expresiones sintetizan, hoy, las críticas más eficaces al populismo.

                                                                                                                                  La connotación negativa del populista, del populismo o de cualquier expresión que aluda a lo popular, es de larga data. Hace dos milenios, en los tiempos de la última república romana, los optimates, o sea los aristócratas más conservadores, atacaban enérgica y violentamente a la facción de los populares, que, aunque también aristócratas, reclamaban una mejor distribución de la tierra y una mayor participación política de la plebe romana. En los cuarentas y cincuentas del siglo pasado, los líderes populistas apelaban a “las gentes”, “al pueblo” o a “las masas”, expresiones poco gratas para las clases dominantes, pero que daban a entender que había un cuerpo social al cual dirigirse y sobre el cual se quería cimentar un proyecto político determinado. “Pueblo, por la derrota de la oligarquía, ¡a la carga! Pueblo, por nuestra victoria, ¡a la carga!”, arengaba Jorge Eliecer Gaitán ante sus seguidores. Existía la creencia, tanto en los romanos como en los populistas de la primera mitad del siglo pasado, en que los proyectos políticos debían incorporar las demandas de un amplio sector social, incluso cuando esto implicase el enfrentamiento abierto con otros sectores. En esto consistía, de hecho, la política, y en esto se fundaban tanto la idealización del pueblo por parte de los populistas, como el terror que generaba entre las élites. Con todas sus limitaciones y contradicciones, la idea de política se basaba, en los romanos y los políticos de hace un siglo, en la imagen del Estado como un cuerpo social cuya salud había que preservar y mejorar. Incluso entre los más reaccionarios, la sociedad era concebida como un todo, y por eso la relación entre sus miembros debía armonizarse, con persuasión o a la fuerza. A la larga, el fin de la política era la polis misma, la vida política en su conjunto.

                                                                                                                                  La imaginación neoliberal, que se ha vuelto la dominante durante el último medio siglo, ha desarticulado esta imagen para ponerla al servicio de intereses ajenos a esa idea de política. Hoy, cuando los Estados se constituyen a sí mismos y conciben a las personas bajo la imagen de la empresa, se ha esfumado la posibilidad de defender los intereses colectivos que señalaban implícitamente expresiones hoy caducas, como el “pueblo” de Gaitán o la “plebe” de los populares. Lo que decía Margaret Tatcher en 1987, cuando el imaginario neoliberal estaba arraigando en Occidente, tiene para las generaciones más recientes el tinte de una profecía autocumplida: “no hay tal cosa como la sociedad”, afirmaba. “Hay hombres y mujeres y hay familias”. No hay tal cosa como proyectos colectivos, hay individuos y grupos puntuales que luchan entre sí permanentemente por tener éxito a costa de los otros. Con el vaciamiento social del discurso político, el populista perdió su razón de ser, pero mantuvo el repudio de las élites sociales e intelectuales. A las críticas tradicionales al populismo por su arraigo en la masa ineducada (“el populismo es la democracia de los ignorantes” afirma, por ejemplo, Fernando Savater), se suma ahora una más devastadora, aunque suene ridícula: el populista es un pésimo político porque es un mal administrador. En este sentido, es muy llamativa la manera en que los populistas se han acomodado a la imaginación neoliberal. López Obrador, por ejemplo, se cuida de inflamar a las masas en contra de las oligarquías, como lo hacían sus antecesores del siglo pasado, y dice en cambio que “por el bien de todos, primero se rescata al pueblo”. Su idea de “rescatar al pueblo” carece de toda sustancia política, y en cambio está definida en meros términos económicos. Hoy, cuando la “austeridad” es un mandamiento sagrado y la salud de las finanzas está por encima de cualquier cuerpo político, ya ni el más redomado populista puede dejar de apelar a la economía antes que a la sociedad.

                                                                                                                                  No ad for you

                                                                                                                                  * Profesor del Departamento de Literatura de la Universidad Nacional de Colombia (wdiazv@unal.edu.co).

                                                                                                                                  ** Estudiante del Pregrado en Estudios Literarios de la Universidad Nacional de Colombia. Miembro del semillero de investigación en Antintelectualismo académico (judmedinacr@unal.edu.co).

                                                                                                                                  Por William Díaz Villarreal* Juan Diego Medina** / Especial para El Espectador

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