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                                                                                                                                Ígor Stravinsky y el vano intento por huir de sí (Como de cuento)

                                                                                                                                Tendría nueve o diez años. El mundo se reducía para él en música. Todo era música. Sus pasos, sus silencios, sus pensamientos, sus fantasías. Lo que veía, lo que escuchaba, lo que tocaba, podían ser parte de una sinfonía.

                                                                                                                                Fernando Araújo Vélez

                                                                                                                                Ígor Stravinsky y un perfecto retrato de su vida, con una batuta, la música de fondo y el ceño fruncido. / Cortesía
                                                                                                                                PUBLICIDAD

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                                                                                                                                Gánale la carrera a la desinformación NO TE QUEDES CON LAS GANAS DE LEER ESTE ARTÍCULO

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                                                                                                                                PUBLICIDAD

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                                                                                                                                PUBLICIDAD

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                                                                                                                                A los 31 años, ya era uno de los artistas más aclamadas de Rusia, pero no se quedó en eso. La música seguía llamándolo, desafiándolo, hasta que compuso La consagración de la primavera, un ballet que escudriñaba entre las más profundas raíces del pueblo ruso, con sus ritos paganos y sus creencias, acompasados por melodías variables y armonías vanguardistas que escandalizaron a muchos espectadores. El escándalo se propagó. La noche del estreno, 29 de mayo de 1913, en el Teatro de los Campos Elíseos de París, dos bandos diametralmente opuestos se enfrascaron en interminables discusiones que acabaron en insultos. Uno defendía a Stravinsky. El otro, lo condenaba. La presentación se hizo en medio de los gritos, y fueron tantos los gritos, que obligaron al coreógrafo, Vaslav Nijinsky, a dictarles los pasos a los bailarines. 

                                                                                                                                Read more!

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                                                                                                                                PUBLICIDAD

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                                                                                                                                Read more!

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                                                                                                                                “Tal vez todo aquello era un intento de separar su propia música del folclore superficial (y falso) del régimen stalinista -según Figes-, con sus compañías de danza pseudofolclóricas y sus orquestas de balalaikas, sus coros del Ejército Rojo que se vestían con trajes ‘folclóricos’ genéricos y que se hacían pasar por campesinos felices cuando los verdaderos campesinos se morían de hambre o languidecían en los gulags después de la guerra librada por Stalin para obligarlos a trabajar en granjas colectivas. Pero los extremos a los que llegó para borrar sus raíces rusas dan a entender una reacción más violenta y personal”. Stravinsky rompió sobre lo que ya antes había roto. Se desligó de su pasado y se sumergió en el jazz (“Octeto de viento”) o en lo clásico, e incluso eligió el latín para su ópera-oratorio “Oedipus Rex”. 

                                                                                                                                A mediados de los 30 se hizo legalmente francés. Seguía diciendo que era cosmopolita, y le daba la espalda a Rusia y a todo lo ruso. Sin embargo, años más tarde, cuando se fue a vivir a Hollywood y no pudo seguir engañándose, escribió que no seguía mirándose internamente para no descubrir cuánto le dolía San Petersburgo. Volvió a hablar en ruso en su casa y regresó a la religión ortodoxa. Las paredes de sus casas estaban llenas de íconos y cruces, aunque dijera en público que lo que la atraía de la religión rusa era la parte lingüística. “Me gustaba el sonido de la liturgia eslava”, solía aclarar. En realidad, vivía del odio al amor, de profundos deseos de venganza a venias a lo que lo forjó como persona. Era un hombre dividido por la mitad. Un músico que más bien parecía un esclavo de su pasado, y huía de él a los trancazos.

                                                                                                                                Cuando murió, en 1971, varios de los periódicos que le rindieron homenaje titularon sus notas con la palabra “Libertino”, en honor a una de sus óperas cumbre, “El progreso del libertino”. De alguna manera, aquellas palabras describían su vida, su exilio, su búsqueda, su obstinación por olvidar aunque supiera que no lo iba a lograr.   

                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                 

                                                                                                                                Por Fernando Araújo Vélez

                                                                                                                                Ver todas las noticias
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