Imaginando a Magdalena Ortega y a Antonio Nariño
Algunos historiadores dicen que Magdalena no fue la mujer comprometida con la causa independentista y compañera incansable de Antonio Nariño. También dicen que no amaba a Nariño. Me quedo con una Magdalena interesante y compleja. Valiente y vulnerable.
Mima Peña, especial para El Espectador
El cuadro de doña Magdalena Ortega de Nariño que está en la Casa del Florero muestra a una mujer elegante, seria, con los ojos negros y el pelo agarrado con esos tocados de la época con una flor de medio lado. En su regazo carga a una niña, y en el cuello tiene varios collares de perlas y un medallón grande con la cara de un hombre.
Yo me imagino a una Magdalena más joven que vive en Santa Fe con sus padres y que, por las noches, conversa con su hermana sobre sus pretendientes, sobre los rumores de independencia, sobre vestidos y sombreros. Luego, recién casada con Antonio Nariño, organiza tertulias literarias en su casa, invita a personajes que creen en la libertad, la igualdad y la fraternidad, a viajeros que llegan de Europa con noticias sobre lo que está pasando allá. Pero cuando los invitados se van, Magdalena se preocupa por el futuro, habla con su esposo, susurran para que no los vayan a oír, sobre el riesgo que implica la traducción en la que trabaja Nariño.
Magdalena pide a su hermana Mariana que las reuniones del Arcano sublime de filantropía, que es el nombre que Nariño ha dado a las tertulias, se lleven a cabo en la casa que ella y su esposo, Antonio José Ricaurte, tienen en las afueras de la ciudad, lejos de los ojos inquisidores de los realistas. La biblioteca de esa casona (hoy Museo del Chicó, carrera 7 con calle 93) se convierte en el lugar de las tertulias del Arcano y en donde Nariño puede trabajar con tranquilidad. Allí también se reúnen a celebrar Magdalena y Mariana, y Nariño y Antonio José, concuñados y grandes amigos, el día en que sale la primera impresión de la Declaración de los Derechos del Hombre y el Ciudadano.
Años después, cuando condenan a Nariño, lo envían a una cárcel en España y confiscan todos sus bienes. A Magdalena se le rompe el corazón, y aunque protesta y escribe cartas al virrey suplicando que devuelvan a su marido, nadie la oye. Incluso le quitan la casa en donde vive con sus hijos, y entonces, con sus vestidos largos y apretados en la cintura, ahora sucios y roídos, le toca pedir limosnas y empeñar sus joyas para sacar adelante a su familia.
Antonio José Ricaurte, abogado de Nariño, presenta peticiones y alegatos que son rechazados, y sin ser procesado, el leal defensor de Nariño es enviado a Cartagena, donde lo encierran en una celda en Bocachica hasta su muerte, muchos años después.
(También puede leer: Recordando a Manuela Beltrán)
Descorazonada, y con el pasar del tiempo, Magdalena tal vez piensa en la conveniencia de rehacer su vida. Una tarde lluviosa, moja un pedazo de mogolla entre el chocolate y piensa en que debe conseguir otro esposo, pues para tener derechos necesita a un hombre que la ampare. Alguien toca la puerta. Nariño sonríe bajo la puerta. Se ha escapado de la cárcel y disfrazado de cura ha logrado llegar hasta Santa Fe. Magdalena no lo puede creer. La familia pasa un par de días felices, antes de que él decida entregarse a las autoridades. El virrey Amar y Borbón lo envía a prisión y lo vigila con vileza porque sabe la amenaza que Nariño encarna.
Magdalena decide vivir una vida privada y por varios años nadie sabe de sus andares, pero días después de la independencia en 1810, cuando el recién derrocado virrey Amar y Borbón y su familia están siendo escoltados hacia la cárcel, al pasar por la plaza de mercado, un grupo de vendedoras comienzan a insultarlos y a lanzarles tomates; entonces Magdalena, que también está en la plaza, se mete entre el tumulto e intenta proteger a la esposa del virrey que tanto mortificó a su familia.
Algunos historiadores dicen que Magdalena no fue la mujer comprometida con la causa independentista y compañera incansable de Antonio Nariño. También dicen que Magdalena no amaba a Nariño, sino a Jorge Tadeo Lozano, alcalde de Santafé de Bogotá de la época y rival de Nariño, y que es Tadeo Lozano el papá de sus hijas menores, y el hombre cuyo rostro aparece en el medallón que ella lleva colgado en el cuello, en el cuadro del Museo de la Independencia.
Yo me quedo con una Magdalena interesante y compleja. Valiente y vulnerable, a la vez. Imposible de encasillar en una única narrativa.
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El cuadro de doña Magdalena Ortega de Nariño que está en la Casa del Florero muestra a una mujer elegante, seria, con los ojos negros y el pelo agarrado con esos tocados de la época con una flor de medio lado. En su regazo carga a una niña, y en el cuello tiene varios collares de perlas y un medallón grande con la cara de un hombre.
Yo me imagino a una Magdalena más joven que vive en Santa Fe con sus padres y que, por las noches, conversa con su hermana sobre sus pretendientes, sobre los rumores de independencia, sobre vestidos y sombreros. Luego, recién casada con Antonio Nariño, organiza tertulias literarias en su casa, invita a personajes que creen en la libertad, la igualdad y la fraternidad, a viajeros que llegan de Europa con noticias sobre lo que está pasando allá. Pero cuando los invitados se van, Magdalena se preocupa por el futuro, habla con su esposo, susurran para que no los vayan a oír, sobre el riesgo que implica la traducción en la que trabaja Nariño.
Magdalena pide a su hermana Mariana que las reuniones del Arcano sublime de filantropía, que es el nombre que Nariño ha dado a las tertulias, se lleven a cabo en la casa que ella y su esposo, Antonio José Ricaurte, tienen en las afueras de la ciudad, lejos de los ojos inquisidores de los realistas. La biblioteca de esa casona (hoy Museo del Chicó, carrera 7 con calle 93) se convierte en el lugar de las tertulias del Arcano y en donde Nariño puede trabajar con tranquilidad. Allí también se reúnen a celebrar Magdalena y Mariana, y Nariño y Antonio José, concuñados y grandes amigos, el día en que sale la primera impresión de la Declaración de los Derechos del Hombre y el Ciudadano.
Años después, cuando condenan a Nariño, lo envían a una cárcel en España y confiscan todos sus bienes. A Magdalena se le rompe el corazón, y aunque protesta y escribe cartas al virrey suplicando que devuelvan a su marido, nadie la oye. Incluso le quitan la casa en donde vive con sus hijos, y entonces, con sus vestidos largos y apretados en la cintura, ahora sucios y roídos, le toca pedir limosnas y empeñar sus joyas para sacar adelante a su familia.
Antonio José Ricaurte, abogado de Nariño, presenta peticiones y alegatos que son rechazados, y sin ser procesado, el leal defensor de Nariño es enviado a Cartagena, donde lo encierran en una celda en Bocachica hasta su muerte, muchos años después.
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Descorazonada, y con el pasar del tiempo, Magdalena tal vez piensa en la conveniencia de rehacer su vida. Una tarde lluviosa, moja un pedazo de mogolla entre el chocolate y piensa en que debe conseguir otro esposo, pues para tener derechos necesita a un hombre que la ampare. Alguien toca la puerta. Nariño sonríe bajo la puerta. Se ha escapado de la cárcel y disfrazado de cura ha logrado llegar hasta Santa Fe. Magdalena no lo puede creer. La familia pasa un par de días felices, antes de que él decida entregarse a las autoridades. El virrey Amar y Borbón lo envía a prisión y lo vigila con vileza porque sabe la amenaza que Nariño encarna.
Magdalena decide vivir una vida privada y por varios años nadie sabe de sus andares, pero días después de la independencia en 1810, cuando el recién derrocado virrey Amar y Borbón y su familia están siendo escoltados hacia la cárcel, al pasar por la plaza de mercado, un grupo de vendedoras comienzan a insultarlos y a lanzarles tomates; entonces Magdalena, que también está en la plaza, se mete entre el tumulto e intenta proteger a la esposa del virrey que tanto mortificó a su familia.
Algunos historiadores dicen que Magdalena no fue la mujer comprometida con la causa independentista y compañera incansable de Antonio Nariño. También dicen que Magdalena no amaba a Nariño, sino a Jorge Tadeo Lozano, alcalde de Santafé de Bogotá de la época y rival de Nariño, y que es Tadeo Lozano el papá de sus hijas menores, y el hombre cuyo rostro aparece en el medallón que ella lleva colgado en el cuello, en el cuadro del Museo de la Independencia.
Yo me quedo con una Magdalena interesante y compleja. Valiente y vulnerable, a la vez. Imposible de encasillar en una única narrativa.
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