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Llovía en Bogotá y en el fondo se escuchaba la voz de Armando Manzanero. “Esta tarde vi llover, vi gente correr / Y no estabas tú / La otra noche vi brillar un lucero azul / Y no estabas tú…”. Y para la pequeña Ingrid Betancourt, que veía las gotas caer desde su ventana, todo tenía sentido. Los boleros que resonaban en casa describían perfectamente la escena. La música era un eco de la realidad. El momento se desenvolvía en algún punto entre el año 1965 y 1970, cuando era una niña de entre cuatro y nueve años. Manzanero continuaba con los versos de “Somos novios” y sus padres, Gabriel Betancourt y Yolanda Pulecio, bailaban. Ingrid los veía seguir el ritmo suave de los boleros, mecer sus cuerpos como si fueran uno solo y aprendía al verlos. Esperaba con ansias su turno para bailar con su papá y copiar los movimientos que había visto unos momentos antes. Aquello era la vida. Bailar era vivir.
Cuenta que su infancia estuvo inundada de música latinoamericana, de las voces de Daniel Santos, María Dolores Pradera, Armando Manzanero, por supuesto, y de música con contenido político como Mercedes Sosa y Pablo Milanés. Estamos en una sala de un apartamento de Chapinero. No es su casa, en realidad no es claro qué es este espacio. Personas de su campaña presidencial entran y salen del edificio. Algunas de ellas nos acompañan durante la entrevista, nos ofrecen agua en copas de cristal, mientras los realizadores del periódico acomodan a la candidata en un sofá gris y le indican que mantenga la posición en la que la han dejado. La suya es una presencia tranquila, una que hace juego con su voz.
Hablamos más de su niñez. Estamos buscando lo que el escritor japonés Yukio Mishima, en Confesiones de una máscara, llama la “mirada de origen”, aquella primera mirada que desembocó en todas las demás. Ese libro, verso, película o canción que le generó fascinación y que, en esa medida, constituyó el primer paso en la construcción de sí misma. Nos cuenta que le encantaban los clásicos, los libros de aventura, la poesía y los cómics. El conde de Montecristo, Mafalda, Tintín y Astérix. Y que en París se encontró con el Impresionismo y quedó encantada con los brochazos de luz sobre los lienzos. “A mí me gustaban mucho los museos, mirar cuadros, tratar de imaginar cómo lograban la textura de la pintura. Me acuerdo la primera vez que vi un cuadro impresionista, porque era tan diferente a una representación realista y, al mismo tiempo, transmitía tanta emoción. El juego de las luces me pareció muy fuerte”, asegura mientras evoca la imagen de “Los nenúfares”, de Claude Monet.
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Retomamos las historias sobre el baile, pues es con ellas que su mirada cambia y la cadencia de su voz se relaja aún más. Le pregunto si les enseñó a sus hijos a bailar, así como lo había hecho su padre. “Con ellos era bien interesante, porque el papá es francés y yo tenía pánico de que no fueran a heredar el ritmo nuestro. Entonces me acuerdo que había un armario con un espejo grande y desde muy chiquitos los ponía a bailar conmigo al frente del espejo y se rebelaban. ‘¡No más!’. Y fue una sorpresa, cuando volví de cautiverio, porque yo perdí todos esos años, que son los años en que uno se vuelve lo que es. Cuando me secuestran, mi hijo tenía trece años y mi hija dieciséis. Y para mí fue realmente un regalo de la vida…”, su voz se desvanece a medida que se sumerge en sus pensamientos. Los recuerdos se enredan, se confunden: ella de joven bailando con su papá; ella, como madre, enseñándoles a sus niños a hacer lo propio; ella bailando con su hijo por primera vez después de ser liberada. En todos esos escenarios de la memoria suena una canción de fondo: “El preso”, de Fruko y sus Tesos.
“El preso”, la canción de 1975 que se ha convertido en un himno de la salsa, nació cuando el compositor Álvaro Velásquez recibió una carta de un colombiano encarcelado en Canadá por narcotráfico. El tema, que es la banda sonora de muchos recuerdos familiares de Ingrid Betancourt, también estuvo presente en otro momento de su vida: cuando ella estuvo privada de la libertad. Cuando sonaba la canción en la radio, en medio de la selva, tenía lo que ella llama ‘recuerdos de futuro’. “Es decir, como si yo hubiera oído esa música a los quince años y hubiera sabido, de alguna manera, que esa música iba a interpretar algo que yo estaría sintiendo muchos años después. Y hoy en día, cuando este capítulo se ha cerrado, sigo oyendo a Fruko y “El preso” y pienso en mi mamá, en esa separación y en la importancia de la familia”.
Pero la salsa de Fruko no es el único referente cultural compartido por la familia Betancourt Pulecio, cuenta la candidata. Fue en París, de nuevo, en la ciudad en la que se encontró con los impresionistas y sus juegos con la luz, donde conoció a Pablo Neruda. El poeta, y también político chileno, vivió en la ciudad de las luces de manera intermitente desde 1927. En 1939, cuando era cónsul, tuvo a su cargo la misión diplomática que llevó a 2.000 refugiados españoles a Valparaíso. Y fue en 1971, cuando era embajador, cuando recibió la noticia de su Premio Nobel de Literatura. La capital de Francia, como funciona en las otras ciudades del mundo, se convirtió en un punto de congregación de latinoamericanos. Y fue así como Neruda se convirtió en un íntimo amigo de Gabriel Betancourt Mejía. “Entonces Pablo Neruda llegaba a la casa cuando yo era muy pequeña, y se sentaban a conversar con mi papá de política o del mundo. Y yo llegaba y me sentaba en sus piernas, lo abrazaba y era el tío Pablo”. Gracias a él, Ingrid desarrolló un gran amor por la poesía. “Entonces decidí que también quería escribir poemas. Entonces él llegaba, me recitaba un poema, yo le recitaba uno mío y entonces se convirtió en una especie de tradición”.
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En una hoja amarilla, Neruda le escribió un mensaje, en marcador verde: “A mi colega poeta, con amor, el tío Pablo Neruda”. Betancourt guarda, o más bien esconde, aquella nota invaluable para que no se desvanezca la letra del poeta y la flor que le dibujó. Luego en la vida, Betancourt se toparía con otros escritores, pero ninguno como el tío Pablo. “Él, con su Premio Nobel y con todo, era tan normal. Y después vi que la normalidad no es normal entre la gente conocida. En realidad, la fama crea una distancia muy grande entre los seres humanos. Pensando en Pablo Neruda, en su tranquilidad, algo que he llegado a valorar muchísimo en los seres humanos es la proximidad del alma. Es lo que más me entusiasma de un ser humano”.
La influencia del autor en la candidata es evidente. El libro que escribió sobre su cautiverio lleva como título uno de sus versos: No hay silencio que no termine. El amor por la poesía también fue reforzado por su padre, a quien ella llama una “caja de poemas”. “Mi papá era un lector y se sabía todos los poemas de memoria y se pasaba por la vida recitando. Él tenía esa facultad de vivir la poesía en lo diario”.
Hablar de su padre y la poesía la emociona, quiere leer otro y luego otro más. “Podemos hacernos una buena sesión de poemas. Tengo otro que también le gustaba a mi papá. Se lo estaba leyendo a Sandra en el carro y me puse a llorar, quizás por eso estoy sensible”. La sala, hasta ese momento un lugar de entrevista, se convierte en un auditorio miniatura, dispuesto a escucharla leer los versos de sus escritores favoritos. Betancourt comienza a recitar “Puedo escribir los versos más tristes esta noche” (poema 20), de Neruda. Se sume en los versos hasta que suena el citófono. “¡No! ¡Hay que regañar a esa gente!”, dice entre risas. Termina el poema y lee “Farewell”, también de Neruda, y “Si para recobrar lo recobrado”, de Francisco Luis Bernárdez. Ante la insistencia de su unidad de prensa lee “Con usted y con todos los demás”, de María Mercedes Carranza. Se exaspera cuando alguien hace ruido mientras recita. “No, Tita. Tú te sientas porque no vas a dañar esto”.
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Siempre que termina de leer, suspira. “Wow. Impresionante”, dice, genuinamente sorprendida. Como si se tratara de la primera vez que lo lee. Como si no hubiera pasado años reconstruyéndolo en su cabeza en medio de la selva, recolectando cada verso en trozos de papel, para luego, juntarlos, recitarlos hasta memorizarlos y luego quemarlos para borrar todo rastro de algo que fue escrito, de algo que fue amado. Ciertamente, nos cuenta, la poesía, y en general la literatura, la salvó durante el cautiverio.
“Yo creo que hay una interpretación de la literatura que me ha ayudado a comprender también mi posición política. Yo creo que uno necesita ver en los demás lo que tiene sentido para uno y, a partir de ahí, hacer una reflexión sobre los vectores de vida de uno mismo. Por ejemplo, cuando yo estaba en la selva, yo había leído a Primo Levi y para mí eso fue muy importante, porque pude entender lo que iba a pasar, cómo las relaciones se iban a deformar. Es decir, tenía una información de los riesgos de un cautiverio de este estilo y de cómo resguardarse y premunirse contra situaciones que dañan el alma. La afectación de ese tipo de experiencias es aún mayor si uno no tiene los elementos de interpretación de lo que uno está viviendo, y esos elementos no le pueden llegar a uno de otro modo sino a través de la lectura”, asegura Betancourt.