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Un futuro en el que se van a tener que ir despejando muchas de las incógnitas y de los temores que esta tecnología, utilizada ya en numerosas aplicaciones y servicios que millones de personas usan de una forma cotidiana y no siempre consciente, todavía suscita.
Bajo el paraguas de una disciplina científica que se ocupa de crear programas informáticos que ejecutan operaciones comparables a las que realiza la mente humana -así lo define la RAE- la inteligencia artificial persigue desde hace varias décadas un objetivo: que las máquinas sean capaces de replicar los procesos cognitivos y el aprendizaje que hasta ahora se consideraba exclusivo de la mente humana.
Sistemas basados en la inteligencia artificial se han impuesto ya a campeones mundiales de ajedrez o de póker; reconocen rasgos faciales o la voz, traducen idiomas de forma simultánea, conducen de manera autónoma, o hasta perfeccionan un diagnóstico médico y cuál es el mejor tratamiento.
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De una forma ordinaria la inteligencia artificial se ha incorporado a la cotidianidad de millones de personas (navegación, geolocalización, computación, asistentes virtuales, etcétera), y desarrolladores, científicos, tecnólogos y políticos apuntan que será uno de los mejores aliados para afrontar algunos de los principales desafíos a los que se enfrenta la humanidad.
Y es ahí donde se suceden las dudas, donde irrumpe el debate sobre la ética de esta tecnología, sobre los riesgos de que se acrecienten las diferentes brechas (geográficas, de edad o de género), de que las máquinas puedan llegar a ser completamente autónomas y a desobedecer o incumplir las funciones para las que fueron diseñadas, y sobre la trascendencia de que estas tecnologías no queden al margen de los valores éticos y de la legalidad.
La primera vez que se habló de inteligencia artificial fue en 1956 en la Conferencia de Dartmouth (Estados Unidos) y lo hizo John McCarthy, un pionero de la informática que terminó recibiendo el Premio Turing, y desde entonces los avances y los logros de esta tecnología se han sucedido.
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Ha sido ya capaz de pintar como lo habría hecho Rembrandt tras aprender a reconocer sus patrones de pintura, de escribir poesía, de hacer sofisticadas composiciones musicales, y está detrás de muchos de los desarrollos tecnológicos que tratan de abrirse camino durante los últimos años, entre ellos el metaverso, el blockchain o cadena de bloques, la realidad virtual o la minería de datos.
Y sustenta por ejemplo una de las tecnologías que se ha puesto de moda durante los últimos meses: el ChatGPT que ha desarrollado la compañía estadounidense OpenAI, un sistema de momento gratuito y capaz de explicar de una forma sencilla un ejercicio de computación cuántica, de conversar y empatizar con el usuario, de hacer resúmenes o de redactar textos con total coherencia y corrección gramatical.
Pero de momento la IA no es infalible; se han sucedido también los casos de “estupidez artificial”, y mientras países y empresas apuestan e invierten en esta tecnología, investigadores y laboratorios de ideas ponen el acento en los límites que debe tener, en la importancia de que las máquinas estén siempre al servicio de las personas y no al revés, y en la necesidad de atajar los sesgos (de género, de raza o de clase) y de evitar que se agranden las brechas.
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