“Inventario de deseos”, la nueva apuesta de Alberto Medina

Entre los paréntesis del frenesí noticioso, Alberto Medina reincide en su otra disciplina: la literatura. Esta vez, con una antología pasional que recorre la historia del mundo para significar que desde la antigüedad al presente el erotismo es el puente entre el cuerpo y el alma.

El Espectador
23 de julio de 2018 - 02:15 a. m.
Alberto Medina López, subdirector de noticias del Canal Caracol.  / Cortesía Taller de edición Rocca
Alberto Medina López, subdirector de noticias del Canal Caracol. / Cortesía Taller de edición Rocca
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Alberto Medina López es un periodista de tiempo completo, con ritmo de actualidad al orden del día desde hace 30 años. Mientras el Canal Caracol desarrolla sus emisiones, como subdirector de noticias, a toda prisa y sin pausa, él calibra el tsunami de la información. Empezó como cargaladrillo y lo sigue siendo, pero le queda tiempo para ser también un lector aplicado y fortalecer otra faceta de su vida, la de escritor, incluso antes de hacerse reportero, que encontró en la literatura otra misión entre su lista de deberes.

De esa búsqueda surgieron su novela El credo de los amantes y su libro de relatos En todas partes hay mariposas negras. Ahora agrega a su autoría un libro entretenido, Inventario de deseos, recopilación de sus columnas en El Espectador entre 2015 y 2017, en las que desarrolló con Musa Erótica la historia del deseo en la literatura. Desde Lisístrata, que convenció a las mujeres de Grecia de cerrar las piernas hasta que los hombres pactaran la paz y sacar a sus hijos de la guerra, hasta Pilar Ternera y Petra Cotes, en Cien años de soledad.

A estas dos, a las putas tristes de Gabo, a los poetas ardientes de Oriente y Occidente, o a Ovidio y El arte de amar, que no deja de editarse, Medina dedica su trazo erótico. Con frases suficientes para resumir lo que cada autor aporta al reino del deseo. El título del libro es también el que acompaña la historia de Anais Nin, “reina y señora” y su “Delta de Venus”, inventario de deseos fabricado con el lenguaje de los instintos, que, en este y otros deslices, prueba que “en los estantes de la literatura respiran millones de páginas llenas de amor”.

“Para dejar sin aliento a los lectores”, reza la contraportada del texto realizado por Taller de Edición Rocca. La fantasía erótica de Apuleyo y su Asno de oro. Emma Bovary, “la madame más famosa del mundo”, que según Medina se suicidó con “arsénico en polvo”. El maestro en teología y graduado con honores en gramática, Pedro Abelardo, castigado con la castración por el abad de Notre Dame, indignado tío de la dulce alumna Eloísa. Dos páginas por autor, clásicos del ritual íntimo o dueños de ardientes memorias.

La reina Margarita de Navarra y sus cuentos cortos El Heptamerón, “que pusieron al desnudo las pasiones de hombres y mujeres en el siglo XVI”; los sonetos del creativo español Francisco de Quevedo y su “amor constante más allá de la muerte”; o la bella, rica y elegante Ana Karerina de León Tolstói y su placer que deshizo en suicidio arrojándose a un tren. El libro de Alberto Medina rescata muchos amores y desamores desperdigados en la literatura y, a través de ellos, despliega un seductor viaje por los caminos de la historia.

Entre tanta provocación y labranza de sensaciones, él resalta su libro predilecto: El amante de Lady Chatterley, del escritor inglés D. H. Lawrence. Cuando fue publicado en 1928, la prensa lo calificó de “letrina” y se prohibió su venta en Estados Unidos e Inglaterra. Hasta su muerte, su creador fue rotulado como un pervertido. Medina sostiene que es un relato bello que “exalta el secreto de la intimidad”, encarnado en una mujer que rompe moldes sociales y ama a su marido lisiado, tanto como a su amigo o al guardabosques.

“Creo en el erotismo como acto creativo que sirve de puente entre las pasiones del cuerpo y las emociones del alma”, escribió Medina en junio de 2015, en escrito introductorio de su serie en El Espectador. Ahora esas 91 columnas, elaboradas con paciencia de tejedor, constituyen una antología erótica en cuyo prolegómeno, sin pretensiones académicas, ratifica su convicción: “El amor es la energía que nos vuelca hacia el otro, que nos mueve hacia el ser que nos complementa, que nos hace seres satisfechos y totales”.

Como escribió el poeta español Luis Cernuda, “si el hombre pudiera derrumbar su cuerpo, dejando sólo la verdad de su amor, la verdad de sí mismo, que no se llama gloria, fortuna o ambición, sino amor o deseo”, la imaginación sería el cetro. En cada texto que compone su inventario, Medina lo prueba. En las pasiones desbordadas de Sidonie-Gabrielle Colette, que murió sin bendición de la Iglesia pero aplaudida por Francia; o en los descarríos de Henry Miller y su Trópico de cáncer, buscando en las calles una compañera de cama.

Por obvias razones, no podía faltar Donatien Alphonse Francois de Sade, popularmente conocido como El marqués de Sade, cuya protagonista, la adolescente Justine, causó más escándalo que la revolución social de finales del Siglo de las Luces. Según el autor, sus textos cumplieron una difícil misión en la historia: “Sobrevivir a las imposiciones de la moral”. Nada distinto al reto del ruso Vladimir Nabokov cuando publicó en 1955 en inglés su popular Lolita, que lo llevó a advertir que sería clásica en los círculos psiquiátricos”.

En su novela El credo de los amantes, como lo resalta su prologuista Felipe Zuleta, los protagonistas Pedro Nolasco y Lucía son lectores consumados que navegan por la historia del erotismo desde los griegos, pasando por los romanos, el Renacimiento, la Edad Media o la modernidad. Ahora, Alberto Medina regresa de la ficción para recordar que esos autores y obras invocados por los amantes que él perfiló en su relato, fueron hombres y mujeres que escribieron sin tapujos sobre la apoteosis del cuerpo y el alma.

El olvidado Charles Pigault-Lebrun y su obra El hijo del burdel, con el peculiar Querubín, hijo de conde, que creció entre prostitutas y luego se hizo “andariego y conquistador” hasta volver a la mujer que lo condujo al templo del placer. O Doña Flor y sus dos maridos, de Jorge Amado, suma de picardía, culinaria y recato, con su primer hombre, el insaciable Vadinho, “bohemio, jugador” y, tras su muerte, con el medido doctor Teodoro Madureira, que “sin excesos ni fiesta”, la poseía los sábados y los miércoles optativamente.

Como estudioso de la obra de García Márquez, y director de los documentales Por los caminos de Gabo, Las voces de Macondo, El retorno de Bayardo San Román y Un lugar llamado Macondo, era lógico que Alberto Medina incluyera en su libro las trazas de erotismo en Cien años de soledad. Un plano para exaltar a la casta Úrsula Iguarán y su ofendido esposo José Arcadio Buendía, a Renata Remedios y su furtivo amante Mauricio Babilonia, o a las canciones agónicas de Amaranta Úrsula y su sobrino Aureliano.

El libro de Manuel, de Julio Cortázar, con el “latigazo lentísimo del instante” en la fiesta de los cuerpos; el recetario afrodisíaco de Isabel Allende, que “pone a la gula y a la lujuria a andar de la mano” en su Afrodita, o El beso de la mujer araña, de Manuel Puig, que resalta “al hombre al que le faltaba el beso de otro hombre para la plenitud de su feminidad”. 237 páginas para leer sin prejuicios, como lo afirma el autor, con la certeza de que “el sexo es el instinto vital que nos ata a nuestro pasado y a nuestro presente animal, al fuego de los orígenes”.

Por El Espectador

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