Irène Némirovsky: resistir en la palabra

“Suite francesa” es el símbolo de la resiliencia. El texto, que estuvo guardado por años, relata el dolor de una Francia invadida por los nazis.

Maria Paula Lizarazo
29 de septiembre de 2018 - 02:00 a. m.
Irène Némirovsky en versión de María Camila Quiceno.
Irène Némirovsky en versión de María Camila Quiceno.

Los soldados alemanes se instalaban en las maisons francesas, ocupaban los utensilios más insignificantes y borraban de cada espacio la posibilidad de la intimidad hogareña; se adueñaban de la comida y de las comodidades que la casa tuviera; apresaban el tiempo, lo sumían a su orden transformando los relojes en amenazas derrochadoras, cuyo reiterado sonsonete ahora se escuchaba más firme, en cada casa y en todas las mentes, hasta en los sueños y en las pesadillas; seguramente, se seguía el ritmo del reloj devenido en pieza determinada por la ocupación.

Unos soldados —locos incoherentes— consumaban amoríos a escondidas, que les arrojaban un soplo de esperanza en aquel ambiente de incertidumbre, donde la nostalgia y la disciplina confabulaban una extraña llama en los pensamientos diarios, llevándolos a confrontaciones sobre su realidad, sobre lo que hacían y hacia dónde era que iban. Otros, coherentes con la ocupación y los mandatos, se acentuaban bruscos sobre las mujeres, irrumpiéndolas en el acto mismo de la violación y en la estructura de la dignidad; tenían algo en común con los primeros: también lo hacían a escondidas, pero con cobardía, no con valor. Entre las heridas sociales por la derrota política y la complicidad afectiva de enemigos que iban en contra de la corriente se desarrolla la trama de la película de Saul Dibb, basada en la novela Suite francesa, de Némirovsky.

Ella, la creadora de esta historia de complejidades atravesadas por el sufrimiento y el amor en contextos de guerra, murió, como si acaso las letras la hubieran tejido con las circunstancias, en Auschwitz, inmersa en ese mismo entramado que estaba construyendo y que la obligaron a abandonar, con todo y los esfuerzos que hizo para no morir, para no dejar inacabada su obra: como lo fueron el intento fallido de obtener la nacionalidad francesa y el despojo público de la intimidad del alma, convirtiéndose al catolicismo ante los ojos de la oficialidad: fallido también.

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Años atrás había sido también despojada varias veces, de su casa y su cotidianidad, de sus costumbres y su estabilidad, de la posible perpetuidad de lo que entonces se petrificaba en recuerdos de la infancia y no en la continuidad de la vida allí, donde creyó que lo sería, rodeada de lo de siempre, de eso que aún ante las adversidades la llenaba de confianza y tranquilidad; qué más daba, era el resguardo del primer hogar, quedándose atrás y cada vez más lejos a medida que andaba hacia otros lares.

Con el peso de su historia sobre los hombros y la identidad en toda la frente, emigró en plena revolución bolchevique, tatuada por el absurdo del exilio. Esa vez llegó a París. Era 1919 y desde el principio entró en los círculos literarios de entonces. Con fuerza y autenticidad se dio a conocer como una de las plumas contemporáneas más impactantes. Tenía menos de veinte años, y la convicción de lo que quería hacer de su porvenir le abrió los ojos ante las realidades que se estaban viviendo en Europa; así, se volvió una perseguidora meticulosa de instantes y palabras que pudieran nombrarse de forma justa, una oyente de silencios y ecos que respondían a emociones suscitadas por las crisis y las ilusiones paseantes por las calles francesas, emociones que quizás ella misma sentía y analizaba en sí y en el reflejo de los otros.

Irène Némirovsky había nacido en Ucrania en 1903, en un hogar amparado por el zar, lleno de lujos y extravagancias, entre los que no faltó una magna biblioteca que la acercó a Maupassant, Huysmans y Wilde. En Memorias soñadas, Elisabeth Gille reescribió el recuento de su madre a propósito de El retrato de Dorian Gray: “Me pasaba el día entero leyendo y releyendo aquel librito […] Yo que, cuando nadábamos en la abundancia, apenas comía, ahora tenía hambre. ¿Había algún ideal por el cual valiera la pena perder la juventud y la vida?”.

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Fue hija de un banquero judío que, junto a la madre, se encargó de que la pequeña recibiera una buena formación, de modo que además del ruso sabía polaco, inglés, finlandés, vasco, yiddish y francés. Este último formó parte esencial de la eternidad de su nombre. Entre reflexiones e imágenes poéticas, Némirovsky fue componiendo con sus obras un surco de campos semánticos y tópicos que fortalecían sus posturas críticas frente a la clase burguesa y su excesiva rutina de apariencias y abusos, frente a los círculos judíos que había conocido y frente al proceder político que inundaba a Europa. También le dedicó páginas sin fin a los absurdos y las revelaciones que el vínculo con su madre le produjeron.

Su obra, como reiteración de su vida y de la literatura misma, fue un lugar de resistencia que ante las reglas antisemitas de la industria editorial no cesó; fue el corazón de distintas preguntas por la subjetividad y la alteridad del yo; fue el llamado sin respuesta que permaneció cantando en el tiempo, el llamado inconcluso que en pleno siglo XXI se sigue ignorando, un llamado que cuestiona las lógicas de la guerra y vota por las ocurrencias del amor.

En sus primeros años en París, Némirovsky descubrió a Proust. Publicó varios relatos y la novela corta El malentendido. En 1926 se casó con Michael Epstein, apoderado de un banco en París, también exiliado, que había sufrido la persecución rusa. Mientras paría a una de sus hijas, fue publicada David Golder, por la que recibió mayores reconocimientos; la novela fue adaptada al cine y al teatro, lo mismo que sucedería con El baile, publicada en 1930. Después vinieron Nieve en otoño, El caso Kurílov, El vino de la soledad y Jezabel.

Cuando se declaró la Segunda Guerra Mundial, ante las amenazas nazis, Némirovsky y Epstein se fueron con sus dos niñas a Issy L’Evêque, población en la que vivía la institutriz de las pequeñas. Allí, con angustias y afanes, Némirovsky empezó a esbozar en un cuaderno su Suite française, que quedó abandonada en un maletín —que también guardaba fotografías y cartas— cuando se la llevaron a un último exilio o despojo o desarraigo, sin saber siquiera que enterrarla significaría sembrar una semilla inagotable de sabiduría, resiliencia y humanidad.

En uno de sus manuscritos, antes de padecer, ser humillada, vejada, torturada y de morir en Auschwitz, Némirovsky afirmó que “quieren hacernos creer que vivimos en una época comunitaria en la que el individuo debe perecer para que la sociedad viva, y no queremos ver que es la sociedad la que perece para que vivan los tiranos”.

Por Maria Paula Lizarazo

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